Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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primer lugar - dijo Athos-, salgamos de esta sala; no hay peor compañía que un muerto de muerte violenta.

      -Planchet - dijo D’Artagnan-, os encomiendo el cadáver de este pobre diablo. Que lo entierren en tierra santa. Cierto que había cometido un crimen, pero estaba arrepentido.

      Y los cuatro amigos salieron de la habitación, dejando a Planchet y a Fourreau el cuidado de rendir los honores mortuorios a Brisemont.

      El hostelero les dio otra habitación en la que les sirvió huevos pasados por agua y agua que el mismo Athos fue a sacar de la fuente. En pocas palabras Porthos y Aramis fueron puestos al corriente de la situación.

      -¡Y bien! - dijo D’Artagnan a Athos-. Ya lo veis, querido amigo, es una guerra a muerte.

      Athos movió la cabeza.

      -Sí, sí - dijo-, ya lo veo, pero ¿créis que sea ella?

      -Estoy seguro.

      -Sin embargo os confieso que todavía dudo.

      -¿Y esa flor de lis en el hombro? -Es una inglesa que habrá cometido alguna fechoría en Francia y que habrá sido marcada a raíz de su crimen.

      -Athos, es vuestra mujer, os lo digo yo - repitió D’Artagnan-. ¿No recordáis cómo coinciden las dos marcas? -Sin embargo habría jurado que la otra estaba muerta, la colgué muy bien.

      Fue D’Artagnan quien esta vez movió la cabeza.

      -En fin ¿qué hacemos? - dijo el joven.

      -Lo cierto es que no se puede estar así, con una espada eternamente suspendida sobre la cabeza - dijo Athos-, y que hay que salir de esta situación.

      -Pero ¿cómo?

      -Escuchad, tratad de encontraros con ella y de tener una explicación; decidle: ¡La paz o la guerra! Palabra de gentilhombre de que nunca diré nada de vos, de que jamás haré nada contra vos; por vuestra parte, juramento solemne de permanecer neutral respecto a mí; si no, voy en busca del canciller, voy en busca del rey, voy en busca del verdugo, amotino la corte contra vos, os denuncio por marcada, os hago meter a juicio, y si os absuelven, pues entonces os mato, palabra de gentilhombre, en la esquina de cualquier guardacantón, como mataría a un perro rabioso.

      -No está mal ese sistema - dijo D’Artagnan-, pero ¿cómo encontrarme con ella?

      -El tiempo, querido amigo, el tiempo trae la ocasión, la ocasión es la martingala del hombre; cuanto más empeñado está uno, más se gana si se sabe esperar.

      -Sí, pero esperar rodeado de asesinos y de envenenadores…

      -¡Bah! - dijo Athos-. Dios nos ha guardado hasta ahora, Dios nos seguirá guardando.

      -Sí, a nosotros sí; además, nosotros somos hombres y, considerándolo bien, es nuestro deber arriesgar nuestra vida; pero ¡ella!… - añadió a media voz.

      -¿Quién ella? - preguntó Athos.

      -Constance.

      -La señora Bonacieux ¡Ah! Es justo eso - dijo Athos-. ¡Pobre amigo! Olvidaba que estabais enamorado.

      -Pues bien - dijo Aramis-. ¿No habéis visto, por la carta misma que habéis encontrado encima del miserable muerto, que estaba en un convento? Se está muy bien en un convento, y tan pronto acabe el sitio de La Rochelle, os prometo que por lo que a mí se refiere.

      -¡Bueno! - dijo Athos-. ¡Bueno! Sí, mi querido Aramis, ya sabemos que vuestros deseos tienden a la religión.

      -Sólo soy mosquetero por ínterin - dijo humildemente Aramis.

      -Parece que hace mucho tiempo que no ha recibido nuevas de su amante - dijo en voz baja Athos ; mas no prestéis atención, ya conocemos eso.

      -Bien - dijo Porthos-, me parece que hay un medio muy simple.

      -¿Cuál? - preguntó D’Artagnan.

      -¿Decís que está en un convento? - prosiguió Porthos.

      -Sí.

      -Pues bien, tan pronto como termine el asedio, la raptamos de ese convento.

      -Pero habría que saber en qué convento está.

      -Claro - dijo Porthos.

      -Pero, pensando en ello - dijo Athos-, ¿no pretendéis querido D’Artagnan que ha sido la reina quien le ha escogido el convento?

      -Sí, eso creo por lo menos.

      -Pues bien, Porthos nos ayudará en eso.

      -¿Y cómo?

      -Pues por medio de vuestra marquesa, vuestra duquesa, vuestra princesa; debe tener largo el brazo.

      -¡Chis! - dijo Porthos poniendo un dedo sobre sus labios-. La creo cardenalista y no debe saber nada.

      -Entonces - dijo Aramis-, yo me encargo de conseguir noticia.

      -¿Vos, Aramis? - exclamaron los tres amigos-. ¿Vos? ¿Y cómo? -Por medio del limosnero de la reina, del que soy muy amigo - dijo Aramis ruborizándose.

      Y con esta seguridad, los cuatro amigos, que habían acabado modesta comida, se separaron con la promesa de volverse a ver aquella misma noche; D’Artagnan volvió a los Mínimos, y los tres mosqueteros alcanzaron el acuartelamiento del rey, donde tenían que hacer preparar su alojamiento.

      Capítulo 43 El albergue del Colombier Rouge

      Índice

      Apenas llegado al campamento, el rey, que tenía tanta prisa por encontrarse frente al enemigo y que, con mejor derecho que el cardenal, compartía su odio contra Buckingham, quiso hacer todos los preparativos, primero para expulsar a los ingleses de la isla de Ré, luego para apresurar el asedio de La Rochelle; pero, a pesar suyo, se demoró por las disensiones que estallaron entre los señores de Bassompierre y Schomberg contra el duque de Angulema.

      Los señores de Bassompiere y Schomberg eran mariscales de Francia y reclamaban su derecho a mandar el ejército bajo las órdenes del rey; pero el cardenal, que temía que Bassompierre, hugonote en el fondo del corazón, acosase débilmente a ingleses y rochelleses, sus hermanos de religión, apoyaba por el contrario al duque de Angulema, a quien el rey, a instigación suya, había nombrado teniente general. De ello resultó que, so pena de ver a los señores de Bassompierre y Schomberg abandonar el ejército, se vieron obligados a dar a cada uno un mando particular; Bassompierre tomó sus acuartemamientos al norte de la ciudad desde La Leu hasta Dompierre; el duque de Angulema al este, desde Dompierre hasta Périgny; y el señor de Schomberg al mediodía, desde Périgny hasta Angoutin.

      El alojamiento de Monsieur estaba en Dompierre.

      El alojamiento del rey estaba tanto en Etré como en La Jarrie.

      Finalmente, el alojamiento del cardenal estaba en las dunas, en el puente de La Pierre en una simple casa sin ningún atrincheramiento.

      De esta forma, Monsieur vigilaba a Bassompierre; el rey, al duque de Angulema, y el cardenal, al señor de Schomberg.

      Una vez establecida esta organización, se ocuparon de echar a los ingleses de la isla.

      La coyuntura era favorable: los ingleses, que ante todo necesitan buenos víveres para ser buenos soldados, al no comer más que carnes saladas y mal pan, tenían muchos enfermos en su campamento; además el mar, muy malo en aquella época del año en todas las costas del Océano, estropeaba todos los días algún pequeño navío; y con cada marea la playa, desde la punta del Aiguillon hasta la trinchera, se cubría literalmente de restos de pinazas, de troncos de roble y de falúas; de lo cual resultaba que, aunque las gentes del rey se mantuviesen en su campamento, era evidente que un día a otro Buckingham, que sólo permanecía en la isla de Ré por obstinación, se vena obligado a levantar el sitio.

      Pero como el señor de Toiras


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