Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
No siendo nuestra intención hacer un diario de asedio, sino por el contrario contar sólo los sucesos que tienen que ver con la historia que contamos, nos contentaremos con decir en dos palabras que la empresa tuvo éxito para gran asombro del rey y a la mayor gloria del señor cardenal. Los ingleses, rechazados paso a paso, batidos en todos los encuentros, aplastados al pasar por la isla de Loix, se vieron obligados a embarcar de nuevo, dejando en el campo de batalla dos mil hombres, entre ellos cinco coroneles, tres tenientes coroneles, doscientos cincuenta capitanes y veinte gentileshombres de calidad, cuatro piezas de cañón y sesenta banderas, que fueron llevadas a París por Claude de Saint Simon y colgadas con gran pompa en las bóvedas de Notre-Dame.
Fueron cantados tedéum en el campamento, y de ahí se esparcieron por toda Francia.
El cardenal quedó, pues, dueño de proseguir el asedio sin tener, al menos momentáneamente, nada que temer de parte de los ingleses.
Pero como acabamos de decir, el reposo era solo momentáneo.
Un enviado del duque de Buckingham, llamado Montaigu, había sido capturado, y se le había encontrado la prueba de una liga entre el Imperio, España, Inglaterra y Lorena.
Aquella liga estaba dirigida contra Francia.
Además, en el alojamiento de Buckingham, que se había visto obligado a abandonar más precipitadamente de lo que habría creído, se habían encontrado papeles que confirmaban aquella liga y que, por lo que afirma el señor cardenal en sus Memorias, comprometían mucho a la señora de Chevreuse y por consiguiente a la reina.
Era sobre el cardenal sobre el que pesaba toda la responsabilidad, porque no se es ministro absoluto sin ser responsable; por eso todos los recursos de su vasto ingenio estaban tensos día y noche, y ocupados en escuchar el menor rumor que se alzara en uno de los grandes reinos de Europa.
El cardenal conocía la actividad y sobre todo el odio de Buckingham; si la liga que amenazaba a Francia triunfaba, toda su influencia estaba perdida; la política española y la política austríaca tenían sus representantes en el gabinete del Louvre, donde aún no tenían más que partidarios; él, Richelieu, el ministro francés, el ministro nacional por excelencia, estaba perdido. El rey, que pese a obedecerlo como un niño, lo odiaba como un niño odia a su maestro, lo abandonaba a las venganzas reunidas de Monsieur y de la reina; estaba por tanto perdido, y quizá Francia con él. Había que remediar todo aquello.
Por eso se vieron correos, a cada instante más numerosos, sucederse día y noche en aquella casita del puente de La Pierre, donde el cardenal había establecido su residencia.
Eran monjes que llevaban tan mal el hábito que era fácil reconocer que pertenecían sobre todo a la Iglesia militante; mujeres algo molestas en sus trajes de pajes, y cuyos largos calzones no podían disimular por entero las formas redondeadas; en fin, campesinos de manos ennegrecidas pero de pierna fina, y que olían a hombre de calidad a una legua a la redonda.
Luego otras visitas menos agradables, porque dos o tres veces corrió el rumor de que el cardenal había estado a punto de ser asesinado.
Cierto que los enemigos de Su Eminencia decían que era ella misma la que ponía en campaña a asesinos torpes, a fin de tener, llegado el caso, el derecho de adoptar represalias; pero no hay que creer ni lo que dicen los ministros ni lo que dicen sus enemigos.
Lo cual, por lo demás, no impedía al cardenal, a quien jamás ni sus más encarnizados detractores han negado el valor personal, hacer sus recorridos nocturnos para comunicar al duque de Angulema órdenes importantes, tanto para ir a ponerse de acuerdo con el rey como para ir a conferenciar con algún mensajero que no quería que se dejase entrar en su casa.
Por su lado los mosqueteros, que no tenían gran cosa que hacer en el asedio, no eran severamente controlados y llevaban una vida alegre. Y esto les era tanto más fácil, sobre todo a nuestros tres amigos, cuanto que, siendo amigos del señor de Tréville, obtenían fácilmente de él el llegar tarde y quedarse tras el cierre del campamento con permisos particulares.
Pero una noche en que D’Artagnan, que estaba de trinchera, no había podido acompañarlos, Athos, Porthos y Aramis, montados en sus caballos de batalla, envueltos en capas de guerra y con una mano sobre la culata de sus pistolas, volvían los tres de una cantina que Athos había descubierto dos días antes en el camino de La Jarrie, y que se llamaba el Colombier Rouge, siguiendo el camino que llevaba al campamento estando en guardia, como hemos dicho, por temor a una emboscada, cuando a un cuarto de legua más o menos de la aldea de Boisnar, creyeron oír el paso de una cabalgata que venía hacia ellos; al punto los tres se detuvieron, apretados uno contra otro, y esperaron, en medio del camino. Al cabo de un instante, y cuando precisamente salía la luna de una nube, vieron aparecer en una vuelta del camino dos caballeros que al divisarlos se detuvieron también, pareciendo deliberar si debían continuar su ruta o volver atrás. Esta duda proporcionó algunas sospechas a los tres amigos y Athos, dando algunos pasos hacia adelante, gritó con su firme voz:
-¿Quién vive?
-¿Quién vive, vos? - respondió uno de aquellos caballeros.
-Eso no es contestar - dijo Athos-. ¿Quién vive? Responded o cargamos.
-¡Tened cuidado con lo que vais a hacer señores! - dijo entonces una voz vibrante que parecía tener el hábito de mando.
-¿Es algún oficial superior que hace su ronda de noche? - dijo Athos-. ¿Qué queréis hacer, señores?
-¿Quiénes sois? - dijo la misma voz con el mismo tono de mando. Responded o podríais pasarlo mal por vuestra desobediencia.
-Mosqueteros del rey - dijo Athos, más y más convencido de que quien los interrogaba tenía derecho a ello.
-Qué compañía?
-Compañía de Tréville.
-Avanzad en orden y venid a darme cuenta de lo que hacíais aquí a esta hora.
Los tres mosqueteros avanzaron, con la cabeza algo gacha, porque los tres estaban ahora convencidos de que tenían que vérselas con alguien más fuerte que ellos; se dejó por lo demás a Athos el cuidado de portavoz.
Uno de los caballeros, el que había tomado la palabra en segundo lugar, estaba diez pasos por delante de su compañero; Athos hizo señas a Porthos y a Aramis de quedarse, por su parte, atrás, y avanzó solo.
-¡Perdón, mi oficial! - dijo Athos-. Pero ignorábamos con quién teníamos que vérnoslas, y como podéis ver estábamos ojo avizor.
-¿Vuestro nombre? - dijo el oficial que se cubría una parte del rostro con su capa.
-¿Y el vuestro, señor? - dijo Athos que comenzaba a revolverse contra aquel interrogatorio-. Dadme, por favor, una prueba de que tenéis derecho a interrogarme.
-¿Vuestro nombre? - repitió por segunda vez el caballero dejando caer su capa de tal forma que dejaba el rostro al descubierto.
-¡Señor cardenal! - exclamó el mosquetero estupefacto.
-¡Vuestro nombre! - repitió por tercera vez Su Eminencia.
-Athos - dijo el mosquetero.
El cardenal hizo una seña al escudero, que se acercó.
-Estos tres mosqueteros nos seguirán - dijo en voz baja-, no quiero que se sepa que he salido del campamento, y siguiéndonos estaremos más seguros de que no lo dirán a nadie.
-Nosotros somos gentileshombres, Monseñor - dijo Athos ; pedidnos, pues, nuestra palabra y no os inquietéis por nada. A Dios gracias, sabemos guardar un secreto.
El cardenal clavó sus ojos penetrantes sobre aquel audaz interlocutor.
-Tenéis el oído fino, señor Athos - dijo el cardenal ; pero ahora escuchad esto: os ruego que me sigáis, no por desconfianza, sino por mi seguridad. Sin duda vuestros dos compañeros son los señores Porthos y Aramis.
-Sí, Eminencia - dijo Athos mientras los dos mosqueteros que se habían quedado atrás se acercaban