Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
molesta en Inglaterra tanto como en Francia - dijo Athos.
-A mí me molesta en todas partes - continuó D’Artagnan.
-Pero puesto que la teníais - dijo Porthos-, ¿por qué no la habéis ahogado, estrangulado, colgado? Sólo los muertos no vuelven.
-¿Eso creéis, Porthos? - respondió el mosquetero con una sonrisa sombría que sólo D’Artagnan comprendió.
-Tengo una idea - dijo D’Artagnan.
-Veamos - dijeron los mosqueteros.
-¡A las armas! - gritó Grimaud.
Los jóvenes se levantaron con presteza a los fusiles.
Aquella vez avanzaba una pequeña tropa compuesta de veinte o veinticinco hombres; pero ya no eran trabajadores, eran soldados de la guarnición.
-¿Y si volviéramos al campamento? - dijo Porthos-. Me parece que la partida no es igual.
-Imposible por tres razones - respondió Athos ; la primera es que no hemos terminado de almorzar; la segunda es que aún tenemos cosas importantes que decir, la tercera es que todavía faltan diez minutos para que pase la hora.
-Bueno - dijo Aramis-, sin embargo hay que preparar un plan de batalla.
-Es muy simple - respondió Athos :tan pronto como el enemigo esté al alcance del mosquete, nosotros hacemos fuego; si continúa avanzando, nosotros volvemos a hacer fuego; hacemos fuego mientras tengamos los fusiles cargados; si lo que quede de la tropa quiere todavía subir al asalto, dejamos a los asaltantes bajar hasta el foso, y entonces les echamos encima de la cabeza ese lienzo de muralla que sólo está en pie por un milagro de equilibrio.
-¡Bravo! - exclamó Porthos-. Decididamente, Athos, habéis nacido para general, y el cardenal, que se cree un gran hombre de guerra, es bien poca cosa a vuestro lado.
-Señores - dijo Athos-, nada de repeticiones inútiles, por favor; que cada uno apunte bien a su hombre.
-Yo tengo el mío - dijo D’Artagnan.
-Y yo el mío - dijo Porthos.
-Y yo ídem - dijo Aramis.
-¡Entonces fuego! - dijo Athos.
Los cuatro disparos de fusil no hicieron más que una detonación. y cuatro hombres cayeron.
Entonces batió el tambor, y la pequeña tropa avanzó a paso de carga.
Entonces los disparos de fusil se sucedieron sin regularidad, pero siempre enviados con igual precisión. Sin embargo, como si hubieran conocido la debilidad numérica de los amigos, los rochelleses continuaban avanzando a paso de carrera.
Con los otros tres disparos de fusil cayeron dos hombres; sin embargo, el paso de los que quedaban en pie no aminoraba.
Llegados al pie del bastión, los enemigos eran todavía doce o quince; una última descarga los acogió, pero no los detuvo: saltaron al foso y se aprestaron a escalar la brecha.
-¡Vamos; amigos míos! - dijo Athos-. Terminemos de un golpe: ¡a la muralla, a la muralla!
Y los cuatro amigos, secundados por Grimaud, se pusieron a empujar con el cañón de sus fusiles un enorme lienzo de muro que se inclinó como si el viento lo arrastrase, y desprendiéndose de su base cayó con horrible estruendo en el foso; luego se oyó un gran grito, una nube de polvo subió hacia el cielo, y eso fue todo.
-¿Los habremos aplastado desde el primero hasta el último? - preguntó Athos.
-A fe que eso me parece - dijo D’Artagnan.
-No - dijo Porthos-, ahí hay dos o tres que escapan cojeando.
En efecto, tres o cuatro de aquellos desgraciados, cubiertos de barro y de sangre, huían por el camino encajonado y ganaban de nuevo la ciudad: era todo lo que quedaba de la tropilla.
Athos miró su reloj.
-Señores - dijo-, hace una hora que estamos aquí y ahora la partida está ganada; pero hay que ser buenos jugadores, y además D’Artagnan no nos ha dicho su idea.
Y el mosquetero, con su sangre fría habitual, fue a sentarse ante los restos del desayuno.
-¿Mi idea? - dijo D’Artagnan.
-Sí, decíais que teníais una idea - replicó Athos.
-¡Ah, ya recuerdo! - contestó D’Artagnan-. Yo paso a Inglaterra por segunda vez, voy en busca del señor de Buckingham y le advierto del compló tramado contra su vida.
-Vos no haréis eso, D’Artagnan - dijo fríamente Athos.
-¿Y por qué no? ¿No lo he hecho ya?
-Sí, pero en esa época no estábamos en guerra; en esa época, - el señor de Buckingham era un aliado y no un enemigo: lo que queréis hacer sería tachado de traición.
D’Artagnan comprendió la fuerza de este razonamiento y se calló.
-Pues me parece - dijo Porthos - que también yo tengo una idea.
-¡Silencio para la idea de Porthos! - dijo Aramis.
-Yo le pido permiso al señor de Tréville, bajo algún pretexto que vos encontraréis: yo no soy fuerte en eso de los pretextos, Milady no me conoce, me acerco a ella sin que sospeche de mí y, cuando encuetre una ocasión, la estrangulo.
-¡Bueno - dijo Athos-, no estoy muy lejos de adoptar la idea de Porthos! -¡Qué va! - dijo Aramis-. ¡Matar a una mujer! No, mirad, yo tengo la idea buena.
-¡Veamos vuestra idea, Aramis! - pidió Athos, que sentía mucha deferencia por el joven mosquetero.
-Hay que prevenir a la reina.
-¡A fe que sí! - exclamaron juntos Porthos y D’Artagnan-. Creo que estamos dando en el blanco.
-¿Prevenir a la reina? - dijo Athos-. ¿Y cómo? ¿Tenemos relaciones en la corte? ¿Podemos enviar a alguien a Paris sin que se sepa en el campamento? De aquí a Paris hay ciento cuarenta leguas: la carta no habrá llegado a Angers cuando estemos ya en el calabozo.
-En cuanto a enviar con seguridad una carta a Su Majestad - propuso Aramis ruborizándose-, yo me encargo de ello; conozco en Tours una persona hábil…
Aramis se detuvo viendo sonreír a Athos.
-¡Bueno! ¿No adoptáis ese medio, Athos? - dijo D’Artagnan.
-No lo rechazo del todo - dijo Athos-, pero sólo quiero hacer observar a Aramis que él no puede abandonar el campamento; que cualquier otro de nosotros no es seguro; que dos horas después de que el mensajero haya partido, todos los capuchinos, todos los alguaciles, todos los bonetes negros del cardenal sabrán vuestra carta de memoria, y que vos y vuestra hábil persona seréis detenidos.
-Sin contar - objetó Porthos - que la reina salvará al señor de Buckingham, pero que en modo alguno nos salvará a nosotros.
-Señores - dijo D’Artagnan-, lo que Porthos objeta está lleno de sentido.
-¡Ah, ah! ¿Qué pasa en la ciudad? - dijo Athos.
-Tocan a generala.
Los cuatro amigos escucharon, y el ruido del tambor llegó efectivamente hasta ellos.
-Vais a ver cómo nos mandan un regimiento entero - dijo Porthos.
-¿Por qué no? - dijo el mosquetero-. Me siento en vena, y resistiría ante un ejército con tal de que hubiera tenido la preocupación de coger una docena más de botellas.
-Palabra de honor que el tambor se acerca - dijo D’Artagnan. - Dejadlo que se acerque - dijo Athos-, hay un cuarto de hora de camino de aquí a la ciudad, y por tanto de la ciudad aquí. Es más tiempo del que necesitamos para preparar nuestro plan; si nos vamos de aquí nunca encontraremos un lugar tan conveniente. Y mirad, precisamente, señores, acaba de ocurrírseme la idea buena.
-Decid, pues.
-Permitid