Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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a este acuerdo; debía estar de vuelta al decimosexto día, a las ocho de la tarde.

      Por la mañana, en el momento en que iba a montar a caballo, D’Artagnan, que en el fondo sentía debilidad por el duque, tomó aparte a Planchet.

      -Escucha - le dijo-, cuando hayas entregado la carta a lord de Winter y la haya leido, le dirás: «Velad por Su Gracia lord Buckingham, porque lo quieren asesinar.

      » Pero esto, Planchet, es tan grave y tan importante que ni siquiera he querido confesar a mis amigos que te confiaría este secreto, y ni por un despacho de capitán querría escribírtelo.

      -Estad tranquilo, señor - dijo Planchet-, ya veréis si se puede contar conmigo.

      Y montando sobre un excelente caballo, que debía dejar a veinte leguas de allí para tomar la posta, Planchet partió al galope, el corazón algo encogido por la triple promesa que le habían hecho los mosqueteros, pero por lo demás en las mejores disposiciones del mundo.

      Bazin partió al día siguiente por la mañana para Tours, y tuvo ocho días para hacer su comisión.

      Los cuatro amigos, durante toda la duración de estas dos ausencias, tenían, como fácilmente se comprenderá, el ojo en acecho más que nunca, la nariz al viento y los oídos a la escucha. Sus jornadas se pasaban tratando de sorprender lo que se decía de acechar los pasos del cardenal y de olfatear los correos que llegaban. Más de una vez un estremecimiento insuperable se apoderó de ellos cuando se los llamó para algún servicio inesperado. Por otra parte, tenían que guardarse de su propia seguridad, Milady era un fantasma que cuando se había aparecido una vez a las personas, no las dejaba ya dormir tranquilas.

      La mañana del octavo día, Bazin, fresco como siempre y sonriendo según su costumbre, entró en la taberna de Parpaillot cuando los cuatro amigos estaban a punto de almorzar, diciendo según el acuerdo fijado:

      -Señor Aramis, aquí está la respuesta de vuestra prima.

      Los cuatro amigos intercambiaron una mirada alegre: la mitad de la tarea estaba hecha; cierto que era la más corta y la más fácil.

      Aramis, ruborizándose a pesar suyo, tomó la carta, que era de una escritura grosera y sin ortografía.

      -¡Buen Dios! - exclamó riendo-. Decididamente no lo conseguirá; nunca esa pobre Michon escribirá como el señor de Voiture.

      -¿Qué es lo que quiere tezir esa probe Mijon? - preguntó el suizo, que estaba a punto de hablar con los cuatro amigos cuando la carta había llegado.

      -¡Oh, Dios mío! Nada de nada - dijo Aramis-, una costurerita encantadora a la que amaba mucho y a la que le he pedido algunas líneas de su puño y letra a manera de recuerdo.

      -¡Diozez! - dijo el suizo-. Zi ella ser tan glante como zu ezcritura, tendrez muja fortuna gamarata.

      Aramis leyó la carta y la pasó a Athos.

      -Ved, pues, lo que me escribe, Athos - dijo.

      Athos lanzó una mirada sobre la epístola, y para hacer desvanecerse todas las sospechas que hubieran podido nacer, leyó en alta voz:

      «Prima mía, mi hermana y yo adivinamos muy bien los sueños, y tenemos incluso un miedo horroroso por ellos; pero espero que del vuestro pueda decir que todo sueño es mentira. ¡Adiós! Portaos bien, y haced que de vez en cuando oigamos hablar de voz.

      Aglae Michon

      ¿Y de qué sueño habla ella? - preguntó el dragón que se había a cercado durante la lectura.

      -Zí, ¿de qué zueño? - dijo el suizo.

      -¡Diantre! - dijo Aramis-. Es muy sencillo: de un sueño que tuve y le conté.

      -¡Oh!, zí, por Tios; ez muy sencijo de gontar zu zueño; pero yo no zueño jamás.

      -Sois muy dichoso - dijo Athos levantándose-. ¡Y me gustaría poder decir lo mismo que vos!

      -¡Jamás! - exclamó el suizo, encantado de que un hombre como Athos le envidiase algo-. ¡Jamás! ¡Jamás!

      D’Artagnan, viendo que Athos se levantaba, hizo otro tanto, tomó su brazo y salió.

      Porthos y Aramis se quedaron para hacer frente a las chirigotas del dragón y del suizo.

      En cuanto a Bazin, se fue a acostar sobre un haz de paja; y como tenía más imaginación que el suizo, soñó que el señor Aramis, vuelto Papa, le tocaba con un capelo de cardenal.

      Pero como hemos dicho, Bazin con su feliz retorno no había quitado más que una parte de la inquietud que aguijoneaba a los cuatro amigos. Los días de la espera son largos, y D’Artagnan sobre todo hubiera apostado que ahora los días tenían cuarenta y ocho horas. Olvidaba las lentitudes obligadas de la navegación, exageraba el poder de Milady. Prestaba a aquella mujer, que le parecía semejante a un demonio, auxiliares sobrenaturales como ella; al menor ruido se imaginaba que venían a detenerle y que traían a Planchet para carearlo con él y con sus amigos. Hay más: su confianza de antaño tan grande en el digno picardo disminuía de día en día. Esta inquietud era tan grande que ganaba a Porthos y a Aramis. Sólo Athos permanecía impasible como si ningún peligro se agitara en torno suyo, y como si respirase su atmósfera cotidiana.

      El decimosexto día sobre todo estos signos de agitación eran tar visibles en D’Artagnan y sus dos amigos que no podían quedarse en su sitio, y vagaban como sombras por el camino por el que debía volver Planchet.

      -Realmente - les decía Athos - no sois hombres, sino niños, para que una mujer os cause tan gran miedo. Después de todo, ¿de qué se trata? ¡De ser encarcelados! De acuerdo, pero nos sacarán de prisión: de ella ha sido sacada la señora Bonacieux. ¿De sér decapitados: Pero si todos los días, en la trinchera, vamos alegremente a exponernos a algo peor que eso, porque una bala puede partirnos una pierna, y estoy convencido de que un cirujano nos hace sufrir más cortándonos el muslo que un verdugo al cortarnos la cabeza. Estad, por tanto, tranquilos; dentro de dos horas, de cuatro, de seis a más tardar, Planchet estará aquí: ha prometido estar aquí, y yo tengo grandísima fe a las promesas de Planchet, que me parece un muchacho muy valiente.

      -Pero ¿si no llega? - dijo D’Artagnan.

      -Pues bien, si no llega es que se habrá retrasado, eso es todo. Puede haberse caído del caballo, puede haber hecho una cabriola por encima del puente, puede haber corrido tan deprisa que haya cogido una fluxión de pecho. Vamos, señores, tengamos en cuenta los acontecimientos. La vida es un rosario de pequeñas miserias que el filósofo desgrana riendo. Sed filósofos como yo, señores - sentaos a la mesa y bebamos; nada hace parecer el porvenir color de rosa como mirarlo a través de un vaso de chambertin.

      -Eso está muy bien - respondió D’Artagnan ; pero estoy harto de tener que temer, cuando bebo bebidas frías, que el vino salga de la bodega de Milady.

      -¡Qué difícil sois! - dijo Athos-. ¡Una mujer tan bella!

      -¡Una mujer de marca! - dijo Porthos con su gruesa risa.

      Athos se estremeció, pasó la mano por su frente para enjugarse él sudor y se levantó a su vez con un movimiento nervioso que no pudo reprimir.

      Sin embargo, el día pasó y la noche llegó más lentamente, pero al fin llegó; las cantinas se llenaron de parroquianos; Athos, que se había embolsado su parte del diamante, no dejaba el Parpaillot. Había encontrado en el señor de Busigny, que por lo demás le había dado una cena magnífica, un partner digno de él. Jugaban, pues, juntos, como de costumbre, cuando las siete sonaron: se oyó pasar las patrullas que iban a doblar los puestos; a las siete y media sonó la retreta.

      -Estamos perdidos - dijo D’Artagnan al oído de Athos.

      -Queréis decir que hemos perdido - dijo tranquilamente Athos sacando cuatro pistolas de su bolsillo y arrojándolas sobre la mesa-. Vamos, señores - continuó-, tocan a retreta, vamos a acostarnos.

      Y Athos salió del Parpaillot seguido de D’Artagnan. Aramis venía detras dando el brazo a Porthos. Aramis


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