Teorías de la comunicación. Edison Otero
“Por supuesto que quiero ir” dijo mi suegra. “¿Qué te hace pensar que no quiero ir. Hace tiempo que no voy a Abilene”.
De modo que nos subimos al auto y partimos a Abilene. Mis sospechas se cumplieron. El calor era brutal. Llegamos cubiertos de una fina capa de polvo del oeste de Texas adherida al sudor y la comida en la cafetería resultó ser un asco. Cuatro horas y 108 millas después, volvimos a Coleman cansados y agotados. Nos sentamos en silencio frente al ventilador. Para romper el hielo se me ocurrió decir: “fue un paseo estupendo, ¿verdad ?”. Nadie dijo nada.
Por fin, y algo enojada, mi suegra dijo: “en verdad no me gustó mucho y habría preferido quedarme aquí. Sólo fuí porque ustedes tres estaban entusiasmados. No hubiera ido si no me hubiesen presionado”.
No podía creerlo. “¿qué quiere decir con todos ustedes?”, le pregunté. “A mí no me meta en el grupo de todos... yo estaba entretenido con el dominó. Sólo fuí por complacerlos, ustedes son los culpables”. Mi mujer puso el grito en el cielo: “No me digas que yo soy culpable... tú y los papás eran los que querían ir. Yo sólo fui para no arruinarles el panorama. Tendría que estar loca para ir con este calor. ¿O crees que estoy loca ?”.
Antes que pudiera contestarle, mi suegro interrumpió bruscamente. Sólo dijo una palabra pero la dijo con el estilo sencillo y directo que sólo un tejano de toda la vida es capaz de usar : “Mierda”. Como pocas veces recurría a una grosería nos sorprendió de inmediato. Y a continuación, representando perfectamente lo que cada uno de nosotros pensaba, le escuchamos decir: “Para ser franco, yo no quería ir a Abilene... pensé que estaban aburridos y sentí que debía proponer algo. Quería que tú y tu marido no se aburrieran. Nos visitan tan poco que quería estar seguro de que lo pasaran bien. Tu mamá se iba a molestar si ustedes no estaban contentos. Por mí, me hubiera quedado jugando dominó y comernos lo que quedaba en el refrigerador”.
Nos quedamos en silencio. Aquí estábamos cuatro personas normales y comunes que, por decisión propia, habían hecho un viaje de 106 millas a través de un desierto infernal, con un calor salvaje y una tormenta de polvo, para comer unos platos de porquería en una mugrosa cafetería de Abilene, cuando en verdad ninguno tenía ganas de ir. De hecho, hicimos exactamente lo contrario de lo que queríamos. No tenía sentido” (Dyer 1988, 153-156).
Ciertamente, de trata de una historia sumamente extraña aunque no por extraña poco común. La pregunta más inquietante que se puede hacer a propósito del sorprendente desenlace de la narración es la siguiente: ¿por qué querrían cuatro personas adultas y normales ponerse de acuerdo para ir a un lugar al que no desean y para hacer lo que no quieren? Es simplemente desconcertante. ¿Dónde buscar la explicación para un final tan ilógico? Probablemente, la hipótesis más recurrida a la que se puede acudir es aquella que atribuye la situación resultante a una incompatibilidad de caracteres; los protagonistas tienen personalidades tan diferentes que no pueden sino chocar. Sus gustos no coinciden, sus reacciones frente a las situaciones son distintas. Si concedemos esta explicación, todavía estaríamos frente al problema de cómo entender que, pese a sus tremendas diferencias, decidieran hacer lo mismo, con el agravante de que se trataba de exactamente lo contrario de lo que efectivamente querían.
Pues bien, un pragmático va a interpretar esta narración de otro modo. Por de pronto, no cree que esta historia pueda ser comprendida recurriendo a las características de personalidad de los protagonistas. Dicho de otro modo: la conducta desarrollada por las personas en esta historia no puede atribuirse a sus respectivas personalidades. Más bien, puede ser entendida en razón de las conductas mismas. O sea, unas conductas explican las otras y viceversa. De modo que lo sustantivo aquí es la interacción, el tipo de relación que estas personas mantienen entre sí y reproducen todo el tiempo. Una interacción es una red de conductas sometidas a ciertas reglas.
La idea de ‘reglas del juego’ calza perfectamente aquí. Paul Watzlawick, de hecho, ejemplifica su pensamiento con una analogía entre la interacción y el juego de ajedrez. Supongamos que uno de los jugadores realiza un enroque, intercambiando las posiciones del rey y de uno de los peones. Se trata de un jugada que no es arbitraria y que puede ser explicada suficientemente por otra jugada anterior desarrollada por el jugador contrario. Se puede inferir o deducir que el jugador contrario amenazó explícitamente al rey de este jugador o, al menos, esa es una jugada perfectamenete esperable dado el tiempo de desarrollo del juego. En consecuencia, toda jugada es explicable por una o varias jugadas anteriores. Lo que permite sacar esta conclusión es que el juego mismo tiene sus reglas: las piezas sólo pueden moverse y avanzar de cierta manera, no de cualquiera. El conocimiento de estas reglas permite entender la secuencia de los movimientos. Si se cambia la palabra ‘movimiento’ por la palabra ‘conducta’, lo que tenemos es el planteamiento pragmatista de la comunicación. Una interacción (o ‘juego’) entre personas está sometida a reglas, de modo que unas conductas se desarrollan a partir de otras y así sucesivamente. De modo que si yo conozco las reglas de la interacción, puedo entonces comprender las conductas que la componen.
Se puede decir, así, que la jugada de enroque de uno de los jugadores es equivalente a la decisión de los protagonistas de la narración de ir a Abilene aunque no querían. Esa decisión es resultado de otras conductas anteriores. ¿Cuáles son las reglas de la interacción de los protagonistas? ¿qué clase de juego están llevando a cabo? En consecuencia, son las interacciones las que explican la conducta de las personas. Dicho de otro: lo que hay que analizar no es la conducta individualmente considerada, como si fuera la expresión de una personalidad peculiar, sino la interacción, el conjunto de reglas en juego.
Es así, entonces, que los interaccionistas abandonan todo atomismo conductual. Dada una relación o interacción cualquiera, la comprensión no provendrá de analizar los átomos-individuos y desde ellos entender el conjunto sino, muy por el contrario, entender las conductas individuales desde el conjunto, desde la interacción. En la narración trascrita antes, los cuatro personajes protagonizan una interacción marcada por una regla básica de insinceridad. La regla establece que no hay que manifestar los verdaderos sentimientos sino aparentar aprobación gustosa de las decisiones que, en el fondo, no se comparten. Resulta claro que la manifestación abierta de los verdaderos sentimientos provocaría una tensión sumamente estresante y un conflicto difícil de superar. Por tanto, la estrategia es huir, ocultar, desplazar y jugar a fingir que se está a gusto, no estándolo. Lo más temido es, sin duda, expresarse sinceramente. A cada insinceridad y a cada fingimiento, se responde con otras tantas faltas de franqueza, con otros tantos disimulos.
Como hemos visto, los planteamientos de la Escuela de Palo Alto significan renunciar a una comprensión de la conducta en términos de individuos y rasgos peculiares de personalidad. En verdad, no se trata de una idea nueva sino de una visión que ha ido alcanzando cada vez mayor fuerza en los diferentes modelos de interpretación de la conducta. Se atribuye al pensamiento sociológico de comienzos de siglo, centrado en la llamada ‘Escuela de Chicago’, el descubrimiento de los grupos primarios, incluída la familia, como el escenario y el contexto en los que las personas se desarrollan y socializan. Entre los años ‘40 y ‘50, las investigaciones de Paul Lazarsfeld y sus colaboradores redescubrieron la importancia de los grupos primarios y la consideraron más influyente y decisiva que los medios de comunicación. Lazarsfeld y su discípulo Elihu Katz aludieron a esta realidad con el nombre de ‘influencia personal’. Por su parte, el trabajo científico de Kurt Lewin colocó a los grupos sociales en el centro del análisis social; el concepto de ‘dinámica de grupos’ recogió precisamente los distintos rasgos de la vida grupal: la afiliación, el conformismo, el liderazgo, la identificación, etc. En los 80, junto a una variedad de otras orientaciones con el mismo perfil, Joshua Meyrowitz –releyendo a Marshall McLuhan– juzgó necesario entrecruzar la visión macrohistórica del pensador canadiense y el enfoque interpersonal y grupal del sociólogo Erving Goffman. Psicólogos recientes como Jerome Bruner, han vuelto a insistir en la necesidad de una psicología cultural y antropológica, capaz de contextos prácticos en los que las personas se desenvuelven.
El auge del estudio de las organizaciones, que comenzó durante los años 60', asumió estos modos de ver. Esto permite entender que llegue a hablarse prontamente de ‘cultura organizacional’,