Medellín. Jorge Pérez Jaramillo

Medellín - Jorge Pérez Jaramillo


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vigente y, en el caso de Medellín, ceñirse entre otros aspectos al Sistema Municipal de Planeación, que incluye los planes de desarrollo local por comunas y otros procesos participativos. Más adelante explico algunos elementos acerca de la incidencia de estos mecanismos en Medellín, entre 1998 y 2015.

      El elemento sustantivo del diálogo social y la experimentación es la ciudadanía. Se puede afirmar que, en buena medida, la esencia del cambio positivo de Medellín coincide con la democratización y el desarrollo institucional y político que significan las reformas constitucionales y legales y la reinvención del Estado a nivel local. De la mano de la participación de los habitantes, se ha generado un camino de formación ciudadana y fortalecimiento de la sociedad política y cívica. Nuevamente, las universidades desempeñan un papel fundamental, pues han inspirado, con otras instituciones, reformas, políticas y acciones públicas que definen buena parte de las expresiones democráticas locales. El Centro de Estudios del Hábitat Popular (Cehap) de la Universidad Nacional, el Instituto de Estudios Regionales (iner) de la Universidad de Antioquia, la Corporación Región, entre otras organizaciones, impulsan propuestas que dan vitalidad a la democracia participativa local.

      Al retomar la crisis de Medellín, es pertinente plantear cómo se dieron escenarios que facilitaron los conflictos. Una sociedad muy conservadora, tradicionalista y fragmentada, conformada de tal manera que unos pocos concentran la riqueza, la propiedad de la tierra y el poder, con marcadas diferencias de clases sociales (a lo largo de varias décadas, cerca de la mitad de la población había vivido en condiciones de pobreza y niveles limitados de empleo o en la precariedad), que ha padecido exclusión social y territorial, enfrentó su situación. Diversas comunidades barriales fracturadas se organizaron y en algunos sectores estratégicos formaron grupos ilegales para operar de contrabando, traficar narcóticos, realizar extorsiones, ejerciendo control territorial sectorial mediante pandillas que acumularon gran poder económico y capacidad de agresión. Dichas estructuras combinaron bases locales con organizaciones internacionales que en muchos escenarios desplazaron y suplantaron las instituciones formales y poder político nacional e internacionalmente.

      El narcotráfico se insertó en las fracturas de la sociedad urbana, no las creó. Se aprovechó de los intersticios que dejaba el modelo que estaba en crisis y sobre ellos creció (Patiño Villa, 2015).

      El impacto de estas dinámicas ha sido extremo y generó una ciudad del dolor, una crisis autodestructiva de un orden político, económico y social muy precario, seriamente amedrentado y con mínima capacidad de reacción. Esta problemática ha ido mutando y ahora presenta diferencias sustanciales, pero prevalece.

      Sin duda, uno de los más graves hechos derivados del narcotráfico fue el ejercicio de poder de Pablo Escobar y otros delincuentes. Con su capacidad económica, su cobertura territorial y una organización criminal muy desarrollada permearon las altas esferas del poder político, social y empresarial, con incidencia en el escenario local y nacional. La vinculación inicial de estos delincuentes –especialmente de Escobar– con organizaciones políticas, empresariales, religiosas y sociales se integró con las estructuras de la sociedad y transgredió el orden durante un largo periodo; a medida que creció se evidenciaron los riesgos y las implicaciones éticas y morales de las mutaciones que propiciaba. Cuando el Estado reaccionó de forma tardía e inconsecuente planteando la persecución y extradición de los grandes narcotraficantes, se desencadenó una campaña de terrorismo y muerte. La dimensión terrorista y destructora de Escobar y su gente, tras sus conflictos con otros grupos ilegales, como el llamado Cartel de Cali, con sectores de la clase política y empresarial (con quienes tuvo relaciones estrechas durante varios años), así como con el resto de las instituciones transformó a Medellín en una ciudad inviable, de muerte y desesperanza (Salazar y Jaramillo, 1992).

      En un esquema global de cierta complacencia frente a las drogas, desde hace varias décadas países como los nuestros reciben desde otros territorios elementos básicos para la producción de narcóticos, como precursores químicos esenciales y armas. Estos recursos son indispensables para la conformación de organizaciones criminales, que se apoyan sobre estructuras poderosas de lavado de activos y recursos financieros, en medio de un creciente mercado de consumo global de narcóticos cada vez más sofisticado y de mayor escala. Latinoamérica tiene pocas expectativas de éxito en su lucha contra el narcotráfico.

      Medellín y Antioquia tienen condiciones muy favorables para ser puntos clave en esta cadena de negocios, por su localización geoestratégica, su entorno rural extenso conformado por selvas y la vecindad con dos océanos. “[E]l narcotráfico no surgió espontáneamente sino que se estructuró sobre las redes existentes previamente del tráfico ilegal de mercancías, y estas, a su vez, se estructuraron sobre el tráfico ilegal aurífero, practicado a lo largo del siglo xix, que tenía a Medellín como epicentro de actividad financiera y económica” (Patiño Villa, 2015).

      Con estas circunstancias, en el marco de la llamada “guerra contra las drogas”, en Latinoamérica, especialmente en las regiones productoras y exportadoras, nos hemos visto obligados a luchar en forma desventajosa para superar este terrorífico desastre de ilegalidad, corrupción y muerte que hemos padecido por décadas. Los cambios necesarios están lejos de ser una iniciativa local y no se ven en el horizonte.

      Medellín era la capital mundial del narcotráfico, la ciudad más violenta del mundo, y una ciudad donde los problemas de desarrollo urbano habían explotado en la forma más feroz. La más alta tasa de desempleo en el país, la peor concentración del ingreso urbano, barrios surgidos de invasiones sin espacio público ni servicios sociales fundamentales, una ciudad escindida en dos, sin que la vieja ciudad, la del orden y el progreso, hubiera advertido el crecimiento canceroso de las llamadas “comunas”. Un sistema político en crisis, con una baja participación popular en los procedimientos de elección de gobernantes, y una sociedad en la que todos los elementos de control ético tradicional parecían haberse quebrado en forma casi simultánea (Melo, 1995).

      Con indicadores de muerte violenta cercanos a los 6,400 homicidios en el año 1991 (más de 385 homicidios por cada 100,000 habitantes), la ciudad padeció una situación sin antecedentes en el mundo civilizado, en especial si consideramos que la región no fue escenario de ninguna guerra religiosa o política. Por esos años el Estado fortaleció su institucionalidad en materia de seguridad y justicia, al emprender la persecución a los grupos delincuenciales, muy especialmente el encabezado por Pablo Escobar, el artífice más emblemático y monstruoso de nuestra degradación. En 1993, tras años de su declaración de guerra a la sociedad y de convertir a Medellín en un territorio invivible, Escobar cayó abatido por los organismos del Estado. Entonces nuestra sociedad emprendió una etapa de cambio y consolidación democrática.

      Un análisis de datos asociados al indicador de muertes violentas en la ciudad muestra cómo durante el periodo de la crisis urbana, a partir de 1975, la evolución de Medellín fue realmente extraordinaria. En ese año, la tasa era de 16.8 homicidios por 100,000 habitantes, un nivel relativamente bajo que desde entonces incrementó –con pocos declives en 1979, 1982 y 1883– hasta llegar a la cifra de 385.5 homicidios por cada 100,000 habitantes en 1991, el más horroroso indicador de nuestra historia. A partir de ese momento, se logró una gradual, permanente y significativa reducción de los homicidios llegando a 156.8 por cada 100,000 habitantes en 1998. Es decir, durante la etapa del diálogo social, con la democratización y el desarrollo institucional de la ciudad, la presencia de la Consejería Presidencial y el trabajo del Plan Estratégico, entre otros factores, la tasa se redujo de manera extraordinaria y continua hasta llegar a mucho menos de la mitad entre 1991 y 2001.

      La tasa subió de nueva cuenta en 2002, llegando a 179.8 homicidios por cada 100,000 habitantes, y después volvió a descender entre 2003 y 2007, hasta alcanzar los 34 homicidios por cada 100,000 habitantes. Se debe tener en cuenta que justamente en estos años se dieron algunos factores, como la Operación Orión (2002), la intervención militar de la presidencia de la república con la Seguridad Democrática en el país (2002-2010), concertada con la alcaldía de entonces, y la llegada al gobierno local del Movimiento Ciudadano que instauró el Urbanismo Social en 2004.

      La reducción estructural de la violencia homicida en Medellín se dio entre 1991 y 2005, cuando el indicador llegó a 35.3 homicidios por cada 100,000 habitantes, mientras


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