El vientre convexo. Daniel Muxica
El vientre convexo
Daniel Muxica
Colección Imaginerías
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Daniel Muxica
El vientre convexo
E-Book
ISBN 978-987-86-5863-6
© 2020, Al Fondo a la Derecha Ediciones
José Cubas 3471 (C1419), Buenos Aires, Argentina.
www.alfondoaladerecha.com.ar
© 2020, derechohabientes de Alberto Daniel Rodríguez
Diseño de tapa e interior:
Al Fondo a la Derecha Ediciones
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A Gabriela.
A Rocío, Paula,
Christian, Oliver y Mariano.
A Horacio Mujica
y Envar el Kadre, in memorian.
CONTRATAPA
Alguien vuelve al país en busca de su identidad, transcurren el fin de los cincuenta y el comienzo de los sesenta. Con pluma maestra, Daniel Muxica descubre narraciones laterales, mágicas y fluorescentes, que se cruzan con hechos históricos de un tiempo fundacional. El vientre convexo alberga a los Uturuncos, Frondizi, Eichmann y a Valentín Alsina, al agua del arrabal sin sosiego del Riachuelo y al conurbano profundo. El vientre convexo es, también, un relato conmovedor.
PRIMERA PARTE
No se sueña únicamente con su propia alma, según me parece, se sueña de un modo anónimo y común aunque con su propia materia. El gran espíritu del cual tú no eres más que una ínfima parte sueña a través de ti, a tu manera, cosas que en secreto sueña de nuevo y sin cesar.
Thomas Mann
I
Valentín Alsina no es Praga, y aunque la misteriosa tristeza de los tigres en la ciudad de oro pudiera asemejarse al sueño de extramuros en la inundación, el Riachuelo no es más que agua de arrabal sin sosiego y sin posibilidad de navegación alguna. Eso pensé recién llegado, después de tanto viaje, donde se desbaratan las líneas rectas, con tantas paradas y complicaciones, que uno abandona cualquier plan para dedicarse a la reconstrucción de una historia que es un poco más de lo que se ve. La teoría cartesiana no permite distinguir las sensaciones de los recuerdos, sin embargo, venía hasta aquí dispuesto a precisar algo. Caminaba por la orilla del río en la noche, cálida para ese otoño; retuve la imagen de aquellos marinos con la luna justo sobre el mástil, que por audacia soportaron fiebres, conocieron las salvajías de una vida civilizada y luego pidieron confesión; hombres que convirtieron sus propios cuerpos en frontera, a los que un solo paso, como a mí, los beneficiaba o perjudicaba en sus planes personales. Creo que sus huesos aún siguen sedimentando los pilares de ese, uno de los más bellos puentes de estilo colonial que permiten el acceso a la Capital.
Me acomodé por unos pocos días en una pensión familiar. Me ponía durante las tardes en una mesa estrecha junto a un ventanuco para escribir mis primeras impresiones, falsas por su obviedad, que atendían más a un diario de viaje que a la necesidad de alguien que hizo una larga travesía, comparada con la corta estancia que proyectaba. La mirada es siempre desde el relámpago. La cortedad se convirtió en cuatro años, en que la transmigración del barro a la sociedad fabril de las chimeneas personalizó todavía más el recuerdo de lo que nunca pudo ser.
Muchas veces, aún después de ese viaje, me pregunté si había valido la pena haber estado allí; Valentín Alsina no es Marsella ni tampoco Liverpool, nunca hubo posibilidad ni ambición de puerto; pero la figura de un lanchón encallado, la forma concreta, detenida, sin brisas y sin corrientes, con la quilla derecha en precaución de vientos, marcaba la caída del sol mientras esperaba que un niño, atribulado, apareciera sobre el leve oleaje del poniente. Allí, al igual que en la placentera servidumbre de las casas de té de Tokio; en la zona más subterránea de la violencia del Harlem; en el mutismo premeditado de la gente de Oruro, o en el silencio que impone a sus inquilinos el Père Lachaise en París, existía el “para siempre” como voluntad del hombre ante lo finito, e implicaba desde el inicio mismo una separación; un capricho saludable, si se quiere; pero que no ofrecía posibilidad de confidencia alguna. La escenografía de las ciudades rompe deliberadamente con aquello que deviene permanencia natural, la complicidad está en aquello que no se dice y que, cuando se verbaliza, deja de serlo; los hombres comienzan entonces a ser socios y la traición cierto acto penoso al que ya no condena el sentido de la ética, sino la jurisprudencia; hombres juros, preguntando por lo que todavía acontece, aunque en apariencia ya ha pasado.
Silueta de una larga noche, por falta de instrucciones precisas vagué solitario por recodos donde solo quedaban latas, espinazos empetrolados, botellas sin mensajes, desagües, desperdicios de olores nauseabundos, descompensados; cementerios de materias contaminadas por cañerías fraudulentas que han perdido las ilustradas teorías del futuro industrial. Un buceo de sobras que acentuaba aún más las sombras en los viejos cascos de los barcos semihundidos para siempre. Un paseo por aguas tan sucias en las que solo pudo enjuagarse Pilatos...
Más allá de toda elipsis mental y el descarrío de cualquier metáfora, bordeaba un río de barbarie abominablemente masculina, poblado en sus riberas por hombres a los que solo se le permitía tener un trabajo mal pago, una dudosa rebeldía, y a sus mujeres, a veces, hablar de alguna planta de más arriba del trópico que, sin linaje curativo, vino a nacer en esta orilla y era utilizada por la Madame del Kimono y por la abuela Juana para provocar abortos.
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Se lo dije deme la mano, abuela, deme, esa cosa duele, se estira la panza; ¿qué saldrá de ahí adentro?, me duele, me quedo quieta, abro las piernas, eternos se contraen los tejidos, los gemidos son largos, aspiro, espiro, suelto el aire, llamen a la comadre, llamen a mi hombre; mi hombre me ama porque solo ama a las infieles, ¿dónde está el dolor ahora?; la calma, el dolor, el hombre, todo hace que se va, pero vuelve más fuerte y más rojo; la calma, el dolor, no puedo, se dilata, ata el propio cordón, ¿se rompió la placenta?, ay, Cholito, van a calentar el agua, llamen a la comadre, ya viene, ya va, ella arregla todo este entuerto, ¿qué saldrá de ahí?, ¿qué es lo que viene?, la comadre llega y eso también se viene, el dolor, abuela, la calma, va a ser precioso, muy bonito, ¿va a tener alas?, ¿cómo puedo saber si no lo conozco?, no conocer es un razonamiento perfecto, tan perfecto como mi sexo piensa el Cholito, abuela; él me lo hizo y ahora no está, rece usted, yo grito, me retuerzo, son espasmos, hago fuerza, me agacho como para hacer caca, la comadre me ayuda a sentarme, entró el hombre ahí y va salir niño, la palangana de agua fría, de agua caliente, se viene lo rojo, lo miótico, lo mío; se va, me salgo con eso, respiro hondo, de allí viene, ¿es un gurí?, ¿lo ve?; ay, ay, ay, respiro, ¿se asoma entre lo rojo?, aprieto, hago fuerza, no aflojés escucho, eso es, la comadre mete la mano, agarra el cuerpo, tira suavemente, está enredado en el cordón, se ahorca, se queja, me quejo, el agua fría, el agua caliente, el agua fría, cuando salga habrá que reanimarlo, no me deje, abuela, ¿qué es?, ¿usted lo ve? no llora, es un inútil; ¿lo podré ver?, veo lo sucio, escucho lo mudo, está ahogado, lo frío, lo caliente, un grito único retumba adentro, gritó abuela, estoy segura, gritó ahí adentro, se calló, tan calladito parece un muerto; un chirlo en el culo, un grito en el cielo, abuela; en la panza todavía tengo ecos, ¿está vivo?, estamos agotados, sucios, tengo sueño, abuela, ¿todavía no salió?, quiero descansar.
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Descalza, con su bata de seda oriental desprendida, pintada a mano con tinturas en fuertes contrastes azules, amarillos, verdes y ocres, en la que se distinguía un pájaro que ha tenido el don de la palabra; sin ninguna prenda debajo para ocultar las estrías de los pechos vencidos, ni