El vientre convexo. Daniel Muxica
era capaz, como la vaca, de sacar fuego por el culo.
II
No es que yo dijera otra cosa, abuela, vi una mancha ¿todavía no salió?, estoy segura, una mancha y un eco adentro, créame, un eco marítimo, agua sucia como la de este río mezclada con sangre, plasma; estoy llena de odio, también hay sudor, líquidos mióticos, transparentes, mucosidad roja, tengo impaciencia por ver su cara, reconocer, ¿se parece al Cholito?, no se burle, abuela, voy a destilar miedo, voy a desaparecer en el miedo; sustancias aglutinadas en una mancha, una sombra, voy a desaparecer en el miedo; son coincidencias desdichadas, este pibe tiene un padre neutro ¿Cholito?, ¿el holandés?, no voy a entregarme, cada uno es un eco; si no lo veo es porque no nació, está ahí pero está ausente, ¿porque no quiere salir el desgraciadito?, no, abuela, simplemente no hay nadie, no me contradiga, no quiere salir, ¿piensa crecer allí?, se me estiran los tejidos, abuela, me duele el tiempo adentro, abajo del estómago; se está colocando desde la noche anterior pero no da indicios, no puede ser; ¿se agrandó la panza?, mucha desmesura es el dolor cuando no se lo entiende como dolor, abuela; voy a desaparecer en el miedo, dígale a la matrona que meta la cabeza, que le hable, lo convenza, debe salir, ser un hombre como los demás, dígale que la soledad nunca es medida, que cuando uno está solo tampoco sabe cuán solo está; la soledad es inconmensurable como el eco de uno mismo, el eco se produce cuando no hay recuerdos, cuando no hay historia personal, cuando hay nada más que vacío; no es dolor, abuela, es la prueba de lo que uno sospecha desde hace mucho tiempo, la contundencia; primero despacio y después más fuerte, más vertiginoso; las pulsiones internas en los tejidos, llame a la matrona, tengo pérdidas; llame al padre, al Cholito para que entre por aquí como antes, que entre, lo convenza, tiene que salir, ¿si lo tentamos con caramelos, con alfeñiques?, las finísimas arrugas del vientre ahora son estrías, la juventud se me va en esto, háblele usted, abuela, háblele en castellano, en guaraní, hay que convencerlo de alguna manera.
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La Madame no atendía a esa hora. Una mano deforme se asomó sin correr la cortina de la pieza y me entregó una foto ajada, a modo de tarjeta, con un horario de visita. Me impresionó la extraña contorsión de los dedos. La mano tullida, se chismeaba, era por masturbar a cambio de unas pocas monedas a los obreros que entraban de madrugada al frigorífico; la mano, acariciadora de rincones deliciosos que los hombres miraban entre el agradecimiento y el desprecio, era el resultado de una artritis que amenazaba con avanzar ante la impotencia de la medicina convencional y la extraña dejadez que produce la culpa. Insistí y me dejó pasar. Para ella era solo un recuerdo triste, un recuerdo quieto, dijo, acariciando la deformidad con la mano sana. Se veía a sí misma como una mujer joven muy hermosa y, por eso, se comparaba con la virgencita de la vetusta fotografía que lucía un turbante, sacando procazmente la lengua hacia la cámara. En la misma postal, la Madame del Kimono levantaba entre el pulgar y el índice de su mano derecha la pollera europea un poco más arriba de las rodillas, mientras que, con la otra, ahora atrofiada, escondía las delicadezas más oscuras de sus pequeñas prominencias dans la poitrine. Una foto sacada en la India, dijo; cuando todavía era amante del embajador, diplomado en Exteriores, quien la llevó durante muchos años a cuanto destino le tocara, prestándola por una noche a determinados personajes de los negocios mundiales, como una muestra del exotismo amoroso latinoamericano. Época de gloria en grandes hoteles internacionales, con bañeras desbordantes de champagne donde convirtió las vicisitudes en indiferencia, lo leve en soborno y la ilusión en insoportable brevedad.
Al diplomático le gustaba comer caviar en los pezones, recalcó, riendo con un gesto carnoso y evocativo, recordando un agregado de comercio holandés, un rubio lechoso y regordete al que le enseñó a gritar rojaiju en el momento del éxtasis. Época que lamentó con sordos quejidos matacos, en un intento malicioso de hacer pasar al niño como producto no querido de una de esas relaciones. Se tejía por ahí que vendió al niño en el extranjero, en un precio aceptable, a dos homosexuales checos; que el dinero de la venta le permitió vivir casi un año sin prostituirse, y que ese tiempo sirvió para amenguar los efectos de la culpa, pero no es cierto, dijo, porque harto es sudar agua y tratar de venderla por vino. Tiempo en que el Cholito ya no está en su vida y descubre que su capacidad sensorial no se limita únicamente al placer, sino también a ver ciertas cosas del más allá, confirmando poco a poco su poder intuitivo para cada oscuridad. Edad que en épocas de inocencia la inició en lo inferior, acentuó su vena lúbrica y ese reservado juego extrasensorial, hasta que la artritis terminó por fijar, como memoria del dolor, la imagen del niño. En esa imagen descubrió que tenía lágrimas.
Un mediodía paró frente a la casilla un Káiser Carabela negro con chapa oficial. Un chofer de librea abrió la puerta trasera y descendió un mensajero portando un inmenso sobre blanco y todos saben que los sobres blancos grandes traen buenas noticias.
Se corrió la voz de una pensión graciable.
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El Káiser Carabela negro se detuvo en la puerta del Irupé, atrajo la atención del Vasco y el Lutero que desviaron su mirada cuando sospecharon que otra, premonitoria e inflexible, partía desde atrás de aquellas cortinas; con las cabezas agachadas sobre el tablero de damas intentaron una concentración imposible, en los escaques se reflejaba un observador del que presentían, desde la sombra, su desprecio.
Las cortinitas de las ventanillas se mantuvieron cerradas por la cercanía impertinente de la Rupe que, nerviosa, husmeó hacia adentro como una muerta de hambre; ¿quién se escondía al amparo del improvisado telón? El asesor se dirigió hacia el conventillo con cierta prudencia y torpeza, tratando de afirmarse para saltar la zanja y esquivar el barro de la improvisada vereda. Intentaba apoyarse sobre las esparcidas lajas con suerte diversa. En la puerta, palmadas secas y fuertes lo comunicaron con la pieza, pero tuvo que esperar, porque según le dijo la abuela Juana, la Madame está ocupada.
—Debo entregarle este sobre a la señora...
—¿Usted es el mensajero?
—El edecán.
—Entonces me lo deja a mí.
—Tengo que entregarlo en mano.
—Acá no entra cualquiera —dijo la abuela Juana con sequedad—, acá entran de embajadores para arriba. Dígale que baje, que deje que le reconozca.
—Imposible. Él no está en el auto.
La vieja se dio vuelta con desconfianza y pegó un grito hacia la pieza.
—¡Icha... te buscan!...
Casi un cuarto de hora después Julia salió de la pieza con un preparado de muña muña y jazmines en un frasquito rojo que, le explicó la abuela Juana, debe frotárselo al marido por la espalda y sin despertarlo; lo va a usar durante tres noches seguidas acompañadas de tres avemarías y un padrenuestro; se va a convertir en el mejor amante, pero si no lo reanima con esto, que siga imaginando con el radioteatro, le dijo, sin que Julia asimile del todo la ironía.
La bocina del Káiser Carabela sonó impaciente, el edecán interrumpió los recados de la curandera.
—Pregúntele a la señora si puedo pasar...
—Decile que entre —se escuchó desde la pieza.
Una vez adentro lo invadió el aroma del sándalo y el nardo con que la Madame del Kimono acababa de sahumar. Le pidió que no fuera descortés y que se quitara los zapatos. No dudó en hacerlo. El perfume lo ayudó a relajarse como para aceptar un vaso de agua de aquella mano tullida y le entregó el sobre. Los primeros sonidos que llegaron a sus oídos fueron de una fonética irreconocible, hiedra selvática mezclada con raspaduras de zinc; una fonética olorosa, deforme para la urbanidad que se practicaba en las clases altas y las embajadas.
—¿Él está afuera?
—No. El señor embajador está de viaje. Mi presencia se debe a que el excelentísimo desea saber si...
—Dígale que no sé nada —interrumpió la Madame.
—Bien. ¿Desea que le manifieste algo más?
—No.
El