El vientre convexo. Daniel Muxica

El vientre convexo - Daniel Muxica


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a verme cuando quiera, joven —me invitó—, estoy en el Irupé.

      Serrao estaba por cruzar la puerta cuando el farmacéutico, trayendo mi pedido, le preguntó.

      —¿Y si lo de los cofres es cierto?

      —Cuando falta poder y sobra tiempo, se piensa en cualquier cosa... fíjese, hasta hay gente que escribe —dijo soltando una carcajada—; mire, todos esos generales de la independencia eran putos viejos, pero sabían lo que hacían; es improbable que Belgrano, uno de los pocos maricones de laya, hubiera devuelto esos cofres al gobierno del Río de la Plata sin incautarlos, al menos en parte, para comprar hierro y fundir armas para la revolución.

      —¿Belgrano era puto? —preguntó Zarza sorprendido.

      —Belgrano solo no. Todos los héroes son putos. Para ser héroe hay que estar decididamente del otro lado. Y si no, mírelo a su amigo Fidel Castro.

      —Usted tomó ajenjo —le reprochó Zarza.

      —No —dijo Serrao—, tomé un vino mientras charlaba con Gauderio, un cabernet tan pesado como esos cofres de los que habla don Grimaldo.

      • • •

      Ramón pasó a buscarlo por su casa muy de madrugada en un rastrojero IKA cargado de palas de distintos tamaños, lámparas de querosén, ganchos, cables eslabonados, cuerdas de acero y otro montón de elementos destinados a la búsqueda, la seguridad y el rescate. Conocía la casa de fachada amarilla que hacía esquina con los terrenos tomados. Cuando detuvo el motor en la puerta, don Grimaldo, impaciente, le ordenó subir los pertrechos. Comenzaba la expedición, cargaban y enumeraban las cosas una a una, temían olvidar algo que los hiciera perder el día.

      El Irlandés los esperaba debajo del puente con el bolso entre las piernas y restregándose las manos para evitar el frío. Si es cierto que los hombres cambian con el tiempo su apostura y sus olores, lejos está el buzo, subido a la escotilla con su chaqueta raída, los botones colgando a modo de condecoraciones y la petaca de grapa a punto de extinguirse, de parecerse al almirante Brown; aunque seguramente los unía, por origen, un catolicismo consuetudinario.

      Don Grimaldo explicó la ruta a seguir. Comenzarían justo allí, debajo del puente, haciendo los descensos desde un bote, que la draga remolcará, removiendo lentamente el lecho del río.

      —¿Qué hora es? —preguntó don Grimaldo.

      —Five o´clock —dijo el Irlandés.

      —¿Qué hora?

      —Tea time —reafirmó.

      Para el buzo siempre eran las cinco, es decir, la hora de empinar una grapa; no conocía otra manera de calentar el cuerpo para entrar en el agua.

      Al borde de la ribera se encontraba La Pepa, una balandra de soldaduras sólidas, pintada de celeste y blanco, a la que le colocaron un motor de escasa potencia, reciclándola como draga. Disponía de espacio para dos marineros y un práctico. Una trinidad acuática ocupó la cabeza del capitán cuando, leve, el viento sudeste desacomodó su pelo acariciándole las mejillas y dándole a su gesto algo que los otros, sin hablar y sin saber, reconocieron como épico.

      El primer paso de la draga removió siglos. Don Grimaldo Schmidl pospuso sueños para hablar de presunciones. Los sueños podían partir de cualquier lado, pero las presunciones debían hacerlo desde conjeturas y formas equilibradas: inflexión en grado cero; y qué mejor comienzo que el centro debajo del puente donde lo determinó la videncia.

      Cada vez que el Irlandés sacaba la cabeza del agua meneando una negativa, don Grimaldo indicaba más a la derecha o más a la izquierda, clavando su gesto sobre el centro del río. Ramón prendía o apagaba el motor de la draga siguiendo las órdenes de mando que, pese al esfuerzo conjetural del capitán, era un cálculo sin dirección donde los centímetros o los metros podían llegar a ser kilómetros. El Irlandés volvió a asomar la cabeza repitiendo el gesto negativo. Luego de seis horas se decidió terminar la búsqueda, el cantonés propuso que la próxima semana trabajarían sobre millas, sobre medidas inglesas, que por algo eran los mejores marinos de la historia.

      Cargaron las cosas en el Rastrojero, el frío los había vencido; viajaron en el más absoluto silencio, concentrados, aunque ya con cierta lejanía, en la borrasca del río. Para don Grimaldo, ensimismado, las bocacalles se sucedían maquinalmente, sin notar las cenizas que caían sobre su pantalón; el Irlandés pidió que se detuvieran y bajó cerrando de un fuerte golpe la puerta del vehículo. El invierno de junio suavizó la temperatura y a los pasajeros. Don Grimaldo viajaba en silencio, tenía preguntas enormes, estallaban en el adoquinado. Ya abajo, saludó el arranque de la caminoneta; la mano de Ramón, fuera de la ventanilla, se perdía con las primeras sombras del crepúsculo.

      —Ahora sé cuando sé —se dijo en voz alta.

      Cualquier reflexión a los oídos del buscador resultaba una paradoja y a esa altura cualquier paradoja era puro veneno. Él apostaba a la intuición, Ramón apostaba a su imaginación, el Irlandés, estaba seguro, solo a la paga.

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