El vientre convexo. Daniel Muxica

El vientre convexo - Daniel Muxica


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pregunta entre las sábanas de Zarza.

      —Algo así como decir que Fidel Castro es Espartaco —sintetizó.

      No pudo terminar con su intriga, porque nada conocía de ninguno de los dos. De ninguno de los cuatro.

      • • •

      No puedo decir que mi encuentro con Gauderio fue exactamente casual, pero algo de eso había. Nunca hablé de política desde los sentimientos, lo había hecho con intelectuales que adulteraban la emoción clasista con un desapego formal y una distancia, que desde su privilegio de “pensadores progresistas” enclaustraban a los obreros en un gueto cultural; artistas ligados al existencialismo que discutían el estreno de Los secuestrados de Altona coincidiendo con el compromiso del arte para con las causas de liberación nacional, como era el caso de Argelia, ya que bien enterados estábamos de los métodos del coronel Massu que aplicaban allí los paracaidistas franceses. Luego de la cita obligada de Fanon y Reich nos sumergíamos en las encantadoras delicias del carpe diem. En estas charlas ni la revolución ni el sexo resultaban urgentes, sino que eran signos civilizadores contra aquello que no dudábamos en llamar el establishment. No tenía conocimiento de la cotidianidad, lo que se llamaba praxis y que, en el fondo, me hacía sentir como un chef al que lo mandan a lavar las ollas.

      Lo reconocí de inmediato mientras sacaba el boleto, estaba en la segunda fila y me saludó levantando la mano. No reconocí en él al héroe. Dejó el asiento para poder conversar saltando un molesto intermediario que mantenía los ojos en el diario sin preocuparse. De pie, soportando los barquinazos, me preguntó si había leído el panfleto y comenzó a describir la ruta que, de seguro, andarían los Uturuncos. Algo ligado a la acción nominativa de la demostración generaba un clima distinto. No atiné a contestarle. Me comentó que se hacían estallar algunos “caños” de fabricación casera, a los que me atreví a otorgarles un poder un tanto inofensivo pero de alto valor emocional: pólvora prensada dentro de un bulón más la sal gruesa fría. Sabotaje tras sabotaje, para apoyar a los compañeros y responder a la represión que desde hacía cuatro años se había instaurado, “caños” que acompañan y refuerzan la gelinita que llegaba desde las minas bolivianas de Jujuy, donde se la colocaba debajo de los vagones hasta Tucumán para ser distribuida por todo el país.

      Me comentó también que a principios de año se desató una huelga de aquellas y en la Capital, un enorme sector de la ciudad, comprendido entre las Avenidas Olivera y General Paz, que abarca los barrios de Mataderos, Villa Lugano, el Bajo Flores, Villa Luro y parte de Floresta, fue ocupada durante cinco días consecutivos por obreros y jóvenes que se sumaban la lucha; cortaron totalmente el alumbrado público de la zona, voltearon árboles para obstruir calles y, aprovechando el adoquinado, levantaron barricadas en las avenidas de acceso; de esta manera, al amparo de la oscuridad total, los grupos combatientes pudieron moverse con relativa facilidad y neutralizar la acción del ejército.

      Desconocía los lugares que nombró; el micro, sin suspensión, parecía quebrarse a cada barquinazo. Se acomodó el peine o los documentos en el bolsillo trasero del pantalón y mencionó que se venía otra igual, acá en el sur, a la que se sumarían los Uturuncos; para alquilar balcones dijo, suponiéndolo un espectáculo imperdible para alguien que escribía. Me preguntó, rascándose la cabeza, si podía darle una mano. Entendí que su deseo era que escribiera o corrigiera algún comunicado, pero no: la cosa era otra, comentó que algunos sindicatos, sobre todo los menos intransigentes, tenían trabajando suboficiales del ejército que se habían plegado a la lucha clandestina, pero no se fiaba de ellos. Necesitaba de alguien que no conocieran para esperar unos impresos, él me diría tiempo y forma; yo le caía bien y no deseaba enterarse de mi nombre ni mi circunstancia; lo mejor era alguien que no tuviera apariencia de pobre, evitando poner en evidencia el envío.

      El colectivo aminoró la marcha, se me ocurrió preguntarle por qué depositaba tanta confianza en alguien que había visto una sola vez. Se sonrió y dijo, aunque no con estas palabras, que intuía mi debilidad por las causas justas y que además él era un baqueano en viajes hacia lo extraño.

      Me bajé tres cuadras antes de la pensión camino a la farmacia.

      • • •

      No era un lugar altamente concurrido, estaba mucho más cerca de ser una herboristería que una farmacia, como el consejo de profesionales exigía; no faltaba la carqueja para los bronquios, el té sedante de manzanilla, la muña muña, la cola de quirquincho para la virilidad y otro montón de pastos sanadores; bien podría haber sido una casa de especias, un campo perceptivo para los olores de este lado del mundo.

      Ese día el viejo Zarza reetiquetaba los frascos color caramelo cuando la Rupe, acompañada por la Tetona, entró en la botica dispuesta a comprar unas gotas para los oídos del Pepe Saldívar, que después de una charla con Gauderio y un desconocido, no pudo quitarse un ruido extraño, parecido al zumbido del moscardón, que no lo dejaba dormir.

      —Necesito un preparado pa´ las orejas.

      —Cómo no.

      Aprovechó mi extranjería y la desaparición de Zarza tras la cortina floreada de narcisos rojos sobre fondo blanco, que dividía el despacho al público del laboratorio, para comentarle a la Tetona lo del sobre blanco.

      —Una carta, si, ella asegura que adentro del auto estaba el embajador en persona que no quiso verla.

      —¿El embajador?

      Serrao, al que la abuela Juana recomendó largar la peperina si quería tener contenta a alguna hembra, golpeó la vidriera mirando hacia adentro, indiferente a la presencia de las mujeres.

      —¿Cuánto es? —dijo la Rupe extrayendo la plata del delantal que llevaba puesto, para retirarse mientras contaba las moneditas del vuelto.

      Con un gesto de Zarza, Serrao se mandó para los fondos, dando un buen día altisonante y saludándome muy afectivamente. Nacido en Lobos, librepensador y melómano, el profesor vivía de dar clases particulares, jactándose de enseñar a pensar y que justamente por eso, por pensar, jamás alumno suyo aprobó en las escuelas oficiales. Se autoproclamaba investigador y revisionista, e intentando demostrar por todos los medios la existencia de la batalla de El Saucecito; polemizaba sobre la historia con quienes denominó despectivamente de “la capilla”, con una parafernalia de argumentos que pensaba documentar oportunamente. Fue en El Saucecito donde las tropas federales, al mando del general Estanislao López, derrotaron en litoral santafecino a los unitarios que comandaba Luciano de Montes de Oca; una batalla que demostró la picardía de los “panzaverdes”, vencedores tras enfrentar una mayoría desprevenida y, sobre todo, por las estrategias del protector confederado. Escuchábamos este aspecto de los hechos, que según su mentor necesitaban de un revisionismo exhaustivo que la historia oficial negaba, al desconocer la existencia de una localidad llamada El Saucecito y sosteniendo que Luciano Montes de Oca era jefe naval.

      —¿Usted ve la historia como otra forma de la literatura?

      —O viceversa —se sonrió—. No es para tanto, joven.

      Comenzaba a impacientarme, estaba estupefacto por la tardanza, deseaba llevarme un antibiótico; el clima, lo seco y lo mojado, habían hecho estragos en mi organismo, no sabía si exigir o suplicar que me atendiera; Zarza se desacodó del mostrador y me hizo señas minuteras. El profesor, atendiéndose solo, abrió la vitrina y extrajo un frasco de Bálsamo del Perú, que alejó rápido de sus ojos para sobrellevar mejor la presbicia en su lectura. Comentó sin suspicacia que, gracias a su prestigio personal como historiador, recibió un llamado de don Grimaldo para cenar en la casa de fachada amarilla, que le habló a medias de no sé qué cosa secreta sobre Belgrano y de unos cofres aparentemente sin importancia. Su amor por la historia lo llevó allí. De todos modos y aunque él era un escéptico, asistiría a una segunda cena, con la esperanza de que largara menos disparates y más datos, haciéndonos reír de los gestos ampulosos que acentuaban la demagogia de don Grimaldo al hablar de faraónicos hallazgos y nobles proyectos con una seducción grandilocuente, contrapuesta al escarnio que producía la pinza de depilar que el cantonés se metió en las fosas nasales para quitarse unos pelos largos y negros francamente desagradables; una conjunción de humedad mucosa y pilosa, comentó descriptivo,


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