El vientre convexo. Daniel Muxica
pero Ramón trataba de descifrar algún indicio; los nervios le dieron al marinero más agudeza y sensibilidad; su poca altura y delgadez parecían ponerlo en permanente estado de tensión, igual que aquellos animales siempre atentos a la descarga de una escopeta del 12. Sentados a la mesa, cada uno a su manera, pensaban en oler algo.
Si no hay confesión no hay conflicto. Don Grimaldo habló de maniguetas, marchapie de gavía, eslora, burda del mastelero, y contó anécdotas costeras, añadía historias que le contó el profesor sobre Hipólito Bouchard, alférez de la incipiente armada, que se hizo corsario del gobierno del Río de la Plata, llevando a cabo operaciones piratas, apoderándose de naves surtas en los puertos del Caribe, hasta hacer flamear el pabellón argentino en las costas de La Florida.
Ramón lo comparó con el Corto Maltés.
Serrao, haciendo gala de sus conocimientos, agregó que el francés fue el arrojado granadero que, en la batalla de San Lorenzo, arrancó la vida del abanderado y la bandera enemiga que San Martín entregara luego como trofeo en Buenos Aires. El cantonés llegó más lejos en su marinería, navegó con los conquistadores en bergantín, se hizo testigo del avance sobre los Carios en la ciudad de Lambaré, estaban allí, a tiro de arcabuz. Contaba de manera entusiasta, enfático, superponiendo dichos como que el río tenía un corazón, que se trataba de una vena marrón con salida al naciente... que algo latía allí...
Ramón entendió que era el momento de preguntar, pero no se animó. El cantonés tenía en su rostro la felicidad evasiva de quien guarda un buen secreto.
—Bueno, usted dirá...
—Necesito una embarcación.
Salvo la verborragia de don Grimaldo, la cosa no tenía nada de extraño. Ramón se aburría con la charla, le parecía un verdadero dislate; pero intuyó, con cierta complicidad de ánimo, que la embarcación era para algo más que un paseo. La ginebra y la historia corrieron parejas; en confianza, le acercó la botella y le ofreció al suizo una copa, otra, luego otra y otra más, esperando que el perdigón se disparara solo.
No llegó Ramón a preguntar el para qué, cuando el cantonés desvió de los apuntes de la historia y se largó a hablar.
—Se trata de encontrar un tesoro, Ramón, como cuando éramos niños, pero un tesoro de verdad.
Ni la más mínima alarma lo detuvo. La voz de don Grimaldo se adelantaba a sus pensamientos sin ninguna dirección, diciendo que había mucha plata por medio, oro tan antiguo como el sol, oro que el agua usa como sedimento junto con el barro y otros elementos calcáreos, oro convertido en un inmenso caracol depositado en el fondo, que el agua vuelve tan maleable y tan blando con el paso de los años que se puede tragar; nos vamos a hacer buches con él, dijo, con cara tan expresiva y feliz, como quien no necesita saber más nada de sí. Va a poder tener una casa de material, rápidamente se distinguirá del chaperío asentado alrededor de un futuro cada vez más incierto; le va a agregar unos terrenos para plantar y mejor que eso, va a dejar el río y hacer jardinería. Va a vivir de rentas. ¿Rentas? Sí, no va a trabajar más, hombre; hay que conseguir un buzo, alguien que sepa nadar bien, que pueda caminar por ahí abajo; debemos hacer todo en silencio, Ramón; mantener la boca bien cerrada, hablar lo necesario sobre el río y nada de nuestros planes. Ramón asintió y le ofreció una última ginebra que don Grimaldo, por cortesía y como forma de sellar el secreto, aceptó, levantando la copa por ellos y por el profesor, quien extrañamente para Ramón, brindó por el general Belgrano.
La inversión, la verdadera inversión, comenzaría después del brindis. Arreglaron los porcentajes, setenta y cinco por ciento para él que financiaría la expedición y el resto para el marinero. Serrao se descartó solo, no iba a participar del viaje; lo suyo era vocación, amor a la historia y, además, su asesoramiento en el posible hallazgo le permitiría jerarquizar su trabajo frente a la academia, una especie de venganza personal con los historiadores de la “capilla”.
Don Grimaldo extrajo de su bolsillo un pequeño paquete hecho con papel de diario y dejó en manos de Ramón parte de sus ahorros para contratar no ya una chalana, sino una pequeña balandra bautizada La Pepa y también, por consejo del marinero, a un buzo de origen irlandés que sabía trabajar en la Isla Maciel en el tirado de cables eléctricos que pronto, muy pronto, llevarían luz a los barrios más bajos.
El cansancio se apoderó de los tres. El profesor Serrao, con el entusiasmo de un licor obstinado, les detalló la muerte que en el “baile de los mendigos” le diera el capitán Abriega al comandante Mendonça, allá en Paraguay, para hacerle luego una molestísima guerra de guerrillas al mismísimo Irala. Tras el comentario se quedó dormido sobre la mesa.
Ya de madrugada Ramón se fue. ¿Hizo bien en contarle? Si el marinero abría la boca echaría todo por tierra. Estaba inseguro, el secreto explicitado es un corcho en el agua y en breve, fácil, puede salir a la superficie. La idea de encontrar el tesoro podía tentar a algún aventurero. Temió no dormir, se preparó una taza de passiflora y mientras bebía, anotó en la lista de las compras “reforzar con tilo”; se venían días de mucha ansiedad.
Pensó por un momento en los ojos de la Madame, no podía entender la videncia sin imaginar esos ojos abiertos, moviendo en el vacío el sentido de apropiación, si no ya del cofre, al menos de la videncia; buscó legitimar cada palabra, manteniendo viva la codicia y la no menos comentada lascivia del general Rondeau que, después de todo, como dijo el profesor, era un afrancesado, es decir, culturalmente un colonizado, y ya sabe uno cómo terminan las campañas que inician generales como este.
• • •
La operación Frías se cumplió a la perfección tal cual fue proyectada. Lo mismo sucederá con las próximas. Nadie espere de nosotros operaciones diarias ni golpes espectaculares, pues nuestra misión es liberar definitivamente a la nación, y ello es una tarea larga y penosa. Hasta ahora sabemos de golpes y malos tratos a los compañeros que cayeron. Si confirmamos los malos tratos, los cobraremos oportunamente. La lucha recién comienza y termina con el regreso del General Perón a la Patria. Nosotros no hacemos discriminación ideológica respecto de los que quieren ser combatientes por la liberación de la Patria. Nuestras banderas alcanzan al ochenta por ciento de la población, que en su diferente condición social pueden y deben participar de la lucha.
Comandante Puma, El Churqui, 1959.
• • •
El comunicado mimeografiado pasó de mis manos a las de ella. Caminábamos calle abajo hacia el almacén de Eusebio; pleno mediodía decidimos protegernos debajo de un plátano de copa voluminosa. Quedamos muy juntos, el pudor la hizo vacilar. Para un porteño los lugares que citaba el comunicado parecían lejanos, otro país; pero a la Tetona, que todos sus amigos consideraban demasiado carnívora, El Churqui le sonó a comida.
—El Churqui es una localidad, Tetona —le aclaré sin saber dónde quedaba.
La Tetona dormía seguido con don Grimaldo, sabía parte de sus manías personales y estaba acostumbrada a los delirios; quizá por eso no se dejaba impresionar por el conocimiento de nadie. Mientras leía percibí que el plátano florecía en un tris cobrando verdes, dorados inusuales; una brisa de calor acompañó la complicidad; sus pechos comenzaron a inflamarse y sus muslos, descarados, con la fuerza de las bacantes, rozaban en su ropa interior, ahora de raso azul italiano y finas puntillas de seda negra; era una Nini Marlene vernácula, Mecha Ortiz, invitándome a desviar el camino con un gesto tan sensual como sugestivo.
Llegamos rápidamente hasta la puerta del Irupé. Enhiesto, el oscuro pezón quedó entre mis los labios; la urgencia marcaba el camino de mi lengua. Veinte minutos más tarde, estábamos desnudos en el bañito del fondo, mojándonos en la improvisada ducha hecha con un balde agujereado.
—¿Qué es una épica? —preguntó sin que medie razón ninguna.
Para desembarazarme, no sabiendo discernir en forma sencilla el tema, gesticulé levantando el cuello y montando los labios uno sobre otro; sus ojos, cada vez más felices, demostraron no saber y que, además, no le importaba.
Me confesó que días antes, en la cama del profesor Serrao, hizo la