El vientre convexo. Daniel Muxica
dirá...
—Se trata de una búsqueda más interesante que la de ese hombre. Pero acá no ¿Le parece bien mañana en mi casa?
Necesitaba el más absoluto sigilo. Terminó el trago, tomó las monedas del vuelto y se levantó para salir.
—¿Dijo el nombre...?
—¿De quién?
—De la mujer.
—Esther.
—Estoy de buenas. Dígale al Eusebio que lo invite una copa y lo mande de la Madame.
—No me diga que usted cree en esas cosas.
—Hágame caso.
Agradecí desde el rincón con una leve inclinación; perpendicular, sobre mi cabeza, un soplo de aire acunaba una araña muerta entre las moscas muertas, atrapada en su propio telar. El vaivén minúsculo del bicherío me distrajo y abrí más los ojos hacia un rincón del techo donde el yeso desvencijado desnudaba los listones de madera de la estructura humedecida.
Imaginé que el cielo raso tenía charcos.
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La guerra de guerrillas es la guerra revolucionaria del pueblo en armas, contra la cual se estrellan los ejércitos que son utilizados para enajenar la soberanía de la Patria. Estamos seguros de que el ejército argentino no peleará en defensa de un gobierno que traiciona a la nación y que ha cerrado al pueblo todos los caminos normales. Confiamos en que, excepto los altos jerarcas militares entregados al oro extranjero, los oficiales, suboficiales y tropa con sentido de patria no lucharán en contra de los hermanos que quieren liberarla para todos. En cuanto a la topografía elegida para la acción toda ella es buena, incluso las ciudades, si hay corazones argentinos dispuestos a cumplir con su deber. Los que traicionen nuestras filas, quienes repriman a sangre y fuego nuestra gesta de liberación nacional, o los que torturen y cometan atrocidades con los integrantes de las guerrillas o sus simpatizantes en la retaguardia serán considerados por nosotros como criminales de guerra y pasados por las armas. Estamos seguros que millones de hombres y de mujeres sumarán sus voluntades y la resolución de ofrendar sus vidas en los campos, pueblos y ciudades, antes que ver condenados a sus hijos a la miseria y la esclavitud. Las pruebas que hemos recibido nos afirman en tal actitud. Soy y no soy el único Uturunco. Dentro de poco habrá centenares de Uturuncos en el país, incluso en los bosques de cemento armado como son las grandes ciudades.
Comandante Puma, desde algún lugar del Tucumán, 1959.
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No recuerdo la cantidad de ginebra que tomé. Una brisa modulante en las mejillas me encontró, por instrucción de Julia, en la calle con Ramón camino al Irupé. En el trayecto le comenté que vine a Buenos Aires investigando antecedentes familiares; quizás por eso, la sinuosidad de su despedida.
La noche era intensa, azul negra y poco estrellada, la humedad se retiró y el calor se adueñó del chaperío; los malvones formaban una cerca rojiverde, en la textura áspera de sus hojas, las nervaduras sobresalían como las líneas de mis manos. Un apegado sentido de propiedad no me permitió granjear el alambre y las maderas que hacían las veces de puerta, golpeé las palmas avanzando tímido; los relumbrones que vinieron de los fondos me recordaron una fiesta navideña. Unos metros dentro, se prefiguró un hombre de buena estatura, membrudo, de cuerpo bien proporcionado y cara morocha. Se presentó como Gauderio, un mozo, me seguí enterando, nacido en Cuatreros, un pueblo cercano a unos cuarenta kilómetros de Ingeniero White y a otros tantos de Bahía Blanca, pero con distinta suerte la suya, aunque no por eso menos contradictoria, que la de Pedrito o el Lucas Hallado, quienes —me dijo— tras ser abandonados en su niñez, encontraron las mandíbulas de las hormigas y la muerte por frío en las puertas del cementerio.
Según su relato, sus choznos eran una esclava y un contrabandista portugués escapado de las cárceles del emperador del Brasil; las líneas de descendencia arribaron aquí, a la provincia de Buenos Aires y al igual que su bisabuelo, se jactaba de un insobornable espíritu de rebeldía. Haciendo chocar una imaginación notable con la rispidez verbal que le daba el alcohol para contar historias, de camisa raída y peor vestido, procuraba encubrir con uno o dos ponchos su mala traza y se hacía de una guitarrita que aprendió a tocar muy mal, cantando desentonadamente varias coplas que estropeaba, y muchas otras que sacaba de su cabeza, las que regularmente ruedan sobre amores o casos de la pampa. Sabía de maneas, cabezales, frenos, tiradores trenzados a mano, de la vida sosegada y de los arreos cada vez más difíciles de conseguir en el mercado de Liniers; su prodigio, decían, era verlo matar una vaca, sacarle el mondongo y con todo el sebo que juntaba en el vientre o un trozo de estiércol seco del mismo animal, hacer una sola brasa que prendía en el interior vacío de las vísceras; un fuego que desde su centro voraz hasta los variados núcleos de calor empezaba a arder y a comunicarse a la carne gorda y los huesos, dando formas impensadas de una extraordinaria iluminación; una manera de asar poco conocida y menos usada aún, en que unía el vientre de la vaca, dejando que respirara fuego por la boca y por el otro orificio.
Alrededor del asado estaban la Roña, el Checho, el Vasco, la Tetona, un hombre al que algunos llamaban “profesor”, la abuela Juana y cuatro morochos curtidos. Eran pobres, gente que derrochaba lo que no tenían en la esperanza de la abundancia. Me senté callado junto a los demás alrededor del asador y observé el espectáculo. Guardé la distancia y la pulcritud que me distingue como hombre de cierta urbanidad; y aunque se repetían en invitaciones desistí de comer.
La reunión era una relación de órbita fastuosa, el conventillo un cine cósmico, el asado un teatro de vísceras, la vaca una fosforescencia multicolor.
Escuché una voz a mis espaldas y reconocí la cita de San Ambrosio.
—No das al pobre de lo tuyo, sino que le restituyes de lo suyo —dijo el profesor Serrao palmeándome el hombro—, la historia está llamada a terminar con la religión, pero a continuar con la tragedia.
—¿Hace mucho que lee a Camus, profesor?
—“Un campesino, en medio de una prédica que arrancó lágrimas a todos los fieles, permaneció indiferente. Y, a las gentes que le reprochaban su frialdad, les explicó que no era de la parroquia...”
En la cita elusiva del francés me di cuenta que ni el profesor, ni ninguno de los que allí estaban, me iba a preguntar nada. Pasada la sobremesa la abuela, la Tetona y la Roña se retiraron. Era una reunión de hombres borrachos, nostalgiosos, solos: una reunión de ausencias, dijo la más vieja antes de irse.
Bebieron y bromearon hasta altas horas, me avine a escuchar de boca de Gauderio una historia sobre la famosa cuchillada que aplicó un tal Benigno, que fue de revés, a la altura de la cintura, y que por la poca o ninguna resistencia de armas ni de vestidos, ni aun de hueso, o parte del cuerpo que por aquello se tenga, y también por el buen brazo de don Benigno, se la partió toda en el otro con tanta velocidad y tan buen cortar que quedó el cristiano parado y dijo a Benigno: “Quédate en paz”; para caer, dichas estas palabras, muerto en dos medios...
La forma de utilizar el lenguaje me resultó extraña, el cuentista hacía giros desusados que, sin embargo, pese a lo trabado de la construcción, aportaban fluidez al desarrollo del relato ¿Cómo hubiera redactado yo ese cuadro telúrico-bruegueliano?; sonreí tratando de disimular la distracción, y apreté con el índice y el pulgar de mi mano derecha ambos lacrimales para aplacar el efecto del humo. Le pregunté al profesor por la pieza de la Madame.
—¿La Madame?, casi a la entrada, guíese por el olor a remolacha, ¿o usted es de aquellos que no dominan los sentidos?; guíese por el olor del sándalo... acá le va a hacer falta olfato....
Ahora la conversación del grupo versaba sobre el Uturunco, pero le presté poca atención. Sin dejar de agradecer el convite elegí la sombra para retirarme.
—¿Así que el mozo es escritor? —me preguntó Gauderio antes de irme.
La forma capciosa dice lo que dice y lo que se oculta.
—Si uno se pone pretencioso y quiere