El vientre convexo. Daniel Muxica
almohadones de ahmardí y cojines de palio de Halap o Damasco, acostumbró usar brocatos para cubrirse, o simplemente plumas de ipacá cuando le fue necesario mostrar su naturaleza. Chaqueña cuarentona de grueso pelo azabache, labios carnosos y pequeños ojos pardos, alquilaba la pieza del frente en el conventillo bautizado Irupé.
El Irupé estaba lejos del río en un terreno expropiado perteneciente a la terminal de tranvías, con siete casillas de madera dura, oportunamente robada en el puerto; esa que utilizaban en Europa para hacer los contenedores en que llegaban los Playmouth o los Benz importados para los niños de la alta sociedad; cuartos de madera de sello y techos de chapa acanalada, con las junturas cubiertas de brea, en el mejor de los casos, estaban separados de la cocina casi al aire libre y el baño, un pequeño cubículo en los fondos, que se extendía caprichosamente hacia el campo vecino según las urgencias. El conventillo terminaba en un improvisado gallinero con un bataraz descrestado y cuatro ponedoras flacas que estaban cada vez más lejos de la existencia y cada vez más cerca del puchero.
La Madame compartía la pieza con la abuela Juana y su hija, Anahí, en una suerte de triálogos intolerables por lo breves y por la mezcla cortada que supone el guaraní salpicado con el castellano, logrando una vocalización gutural caleidoscópica de imprecisa tonalidad. Las vocales castellanas abiertas se refractaban en los labios de una y otra, hasta desvanecer su estructura tonal en la oquedad de un quejido hacia adentro que no permitía establecer con claridad si su destino era humillar, señalar vergüenza o demostrar placer.
Sabían preparar una serie de pócimas que, de la curación al encantamiento, resultaban indescifrables, alimentando la creencia de su efectividad. Más de una vez apaciguaron heridas con polvo de bosta triturada en el mortero, que mezclaban en una olla con el sebo de las velas derretidas y así, caliente, volcaban esa pasta semilíquida sobre las heridas del hombre o del animal enfermo hasta llenarlas, por hondas que éstas fueran, esparciendo el resto a cuanto se podía cubrir. Por esta y otras prácticas, se las sacralizó como brujas, murmurándose también sobre la eficacia de una yerba pestífera hecha con sabandijas ponzoñosas y sudor de sapos, vertida con la sangre que a las mujeres les baja en tiempo y cocinada en una cazuela; todo ese relajo descansado durante tres días lo vendían a sus clientas, convenciendo a las más ingenuas de sus pócimas y fragancias de Oriente, destinadas a destrabar al paciente, hacer “trabajos” para lograr uniones a distancia, o la temible ejecución de alguna venganza.
La Madame del Kimono ejercía su poder de pitonisa durante las tardes, como declarada vidente, lectora de tarot y cartas españolas. Invitaba con espléndidos bollos de chipá y sabrosos bocados de mandioca que sus clientes se servían arrodillados, no sin admirar en silencio la vajilla de porcelana japonesa, con dibujos esmaltados de hojas de ginkgo azul y blanco que se esfumaban desvaneciendo el color hacia los bordes laminados en oro; platillos donde, con manos en extremo pálidas, su hija depositaba los manjares indígenas. También tenía un 32 largo defensivo como el que ciertamente necesita una princesa. Cuando la ocasión lo exigía, una alfombra de origen persa, con la imagen erótica de una bailarina mazdea, recorría el piso de tierra desde la puerta de la casilla hasta donde se sentaba. Y esa era una: poniendo su mano tullida con uñas largas y rojas sobre un as de oro echado sobre la mesa, le dijo a don Grimaldo que en el seno más profundo del río, exactamente debajo del puente que separa a los orilleros del barrio de Pompeya, había un cofre de piedras y metales prodigiosos tales como ónice, perlas, oro, plata, malaquitas y diamantes; un arcón con trece cofres repujados, confiscados por el general Belgrano cuando intervino al general Rondeau en su tienda oriental y lasciva durante la campaña del Ejército del Norte; un arcón que, según su videncia, manos poco escrupulosas y malentretenidas habían robado al gobierno del Río de la Plata para esconderlo allí.
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Desde el primer día que lo escuché hablar, don Grimaldo Schmidl le echó, categórico, la culpa de las crecidas a los objetos. Aplicando el principio de Arquímedes, aduciendo la gran cantidad de ellos, que desde principio de los siglos hasta hoy hacían presión sobre el líquido, cada vez que el río zozobraba se le escuchaba rezongar: “¡Y... le meten barcos, le meten barcos...!”. Usando el mismo principio, sus hombros se elevaban en forma inversamente proporcional, con un pequeño arqueo escéptico que justificaba su lógica irrebatible.
Don Grimaldo Schmidl, de dudoso rigor histórico, creía a pies juntillas en la existencia de los cofres repujados, escuchando resonar el agua del Riachuelo como agua que cae de un sueño y se desdobla en pájaro de oro, igual al que la adivina luce en la espalda de su bata. Un golpe de oro es un golpe de sol, pensaba; el agua se traga el oro y yo me trago el agua, decía; mientras sus dedos bajaban acariciando los carrillos hasta apretar directa y suave la garganta, presionando un poco más la nuez y mostrando en sus labios el pico de una ansiedad tan delicada como oculta.
Debía mantener el secreto, y pensar en secreto era pensar sin inocencia. La cuestión consistía en no divulgar demasiado lo que escuchó en aquella pieza, lograr las uniones convenientes o las posibles para reunirse con los trece cofres. Iba a necesitar con quien hablar; no con todos, claro; actuar con suma cautela; tendría que afirmar o desmentir una historia que, de no tener cuidado, pronto sería de voces; debía encontrar límites precisos, sonreír, hipar o toser, esconder hechos y cosas, usar todos los beneficios de sus razonamientos, porque sobre todas las cosas se sabe eso, un hombre que cree más en el método que en el azar.
Cuando uno cavila de este modo, la seguridad comienza a agriarse. Se dispuso a estudiar historia, leer marinería, guardar todo el material que estuviera ligado a la búsqueda. Ni ese ni los cuatro días subsiguientes salió del sótano de su casa. Con las cosas un tanto más claras, aprovechó la noche del quinto día para ir hasta lo de Eusebio y encontrar a Ramón, un esmirriado marinero que trabajaba en un arenero de Puerto Nuevo. Necesitaba que se encargara de conseguir un lanchón o una chalana a bajo precio, la que modificaría en draga, colocando dos o tres anclas pequeñas atrás utilizándolas a modo de peine. Un rastrillaje rudimentario. Un rastreo que resultaba ansioso, pero no por eso menos esperanzado.
La noche se prestaba para caminar, pensó que había llegado su hora y estaba deseoso de prolongarla; caminó conversando consigo, solo. Un fanatismo esencial del mundo le decía que ese momento era para disfrutarlo en silencio. En la vereda la sombra reflejaba un hombre gesticulante, recurrente, impresionado...
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La crueldad de abril no era solo una corriente anímica y se extendía por los caseríos y los barrios bajos a los restantes meses del año. La descomposición de las miserias del río no cesaba, impregnó las orillas y unos cuantos centenares de metros hacia adentro; los efluvios fétidos de la crecida acentuaban con una lluvia delgada el aire insoportable de los potreros y los descampados. Las tardes eran habitadas por los moscardones y los tábanos, que lejos de retirarse por la humedad, se acercaban a los humanos, demandando en el acicateo la sobrevivencia de una memoria involuntaria; el zumbido pesado de las hélices transparentes en ruidoso ventileteo, tendían a alivianar el vaho flotante en la atmósfera, pero desequilibraba los nervios de quien, como yo, no estaba acostumbrado al contraste climático de lo seco y lo mojado.
Dentro del bar del Eusebio, los olores se escindían en distintas direcciones; vaga ramificación desde los platos servidos por Julia, el aroma fragmentado de la fritanga inundaba la tertulia parroquiana y dos hurones mal alimentados, que el dueño dejaba escapar del sótano, sobre todo cuando había clientes nuevos, demostraban que el boliche estaba limpio de ratas.
Recién llegado, escuché a don Grimaldo invocar su falso teorema, a la vez que ofrecía comprar el alcohol de Ramón. Lo invitó a hacer rancho aparte. El hombre se sorprendió por la formalidad del convite y sonrió con cierta picardía. Don Grimaldo no solo hablaba, sino que pensaba con parquedad. La ocasión era digna de un trago para probarse en la discreción.
—¿Ése quién es? —increpó con un golpe de cabeza mirando hacia la ventana donde estaba sentado.
—Es nuevo. Le preguntó a Julia por una mujer —contestó Ramón.
—¿Por una mujer? —quiso saber el cantonés, tratando de resolver algo complejo, intuyendo en la búsqueda un signo de debilidad.
Un interrogante