Alamas muertas. Nikolai Gogol
mientras la imaginación funciona bien en la literatura, en la historia no lo hace en igual medida. Es por ello que, en medio de Almas muertas, desplegará abiertamente una brutal crítica teórica a la reflexión en historia que parecería escrita por el propio Bermejo Barrera:
En primer lugar, el sabio se acercará a las cosas como un perfecto canalla; comenzará con timidez y moderación; comenzará con una modesta interpelación: ¿No vendrá de ahí? ¿No habrá tomado tal país su nombre de ese rincón? o ¿No pertenecerá este documento a una época diferente, más tardía? o ¿Cuando se habla de tal pueblo, no habrá que entender tal otro? Citará inmediatamente a tales o cuales escritores antiguos y apenas vea una insinuación, o lo que sencillamente le pareció una insinuación, se empleará con presteza y se animará, conversará con los escritores antiguos sin cumplidos, les planteará cuestiones y hasta responderá él mismo por ellos, olvidándose por completo de que aquello había comenzado con una tímida suposición; le parecerá ya que él lo ve, que está claro y el razonamiento terminará con las palabras: «¡He aquí cómo ocurrió; así es como hay que entender a tal pueblo; éste es el punto de vista desde el que hay que mirar el tema!» Luego lo hará público ex cathedra y la verdad recién descubierta se irá de paseo por el mundo, reuniendo en torno a sí seguidores y entusiastas. (P. 273.)
La ración de sarcasmo es doble, porque en realidad está comparando a los historiadores, su trabajo y sus conclusiones con los chismes de las dos damas del capítulo 9.
Gogol, por tanto, ofrece en Almas muertas interesantes argumentos de crítica de la labor del historiador, que se piensa a sí mismo como más cercano a la realidad que el creador de ficción. Para el autor, no hay vías de acceso privilegiado al pasado... para re-crear las vidas y los hechos pasados (las «almas muertas») lo único que podemos hacer es «imaginar» y, para ello, la ficción se encuentra incluso más capacitada que la historia.
Un matiz no menos interesante en la obra es que si entendemos a Chichikov como el historiador y su objeto las almas de campesinos muertos, de las que sólo quedan los nombres en papel y las historias contadas por los terratenientes, nos damos de bruces con el problema de la representación de los subalternos, es decir, de aquellos que se encuentran sometidos a los grupos hegemónicos y que no tienen una voz propia que los represente. «Sielifan [...] se estuvo rascando la nuca con la mano un buen rato. ¿Qué quería decir este rascado?, ¿Y, en general, qué quiere decir esa forma de rascarse? [...] Sabrá Dios; no lo adivinarás. Para el pueblo ruso, rascarse la nuca quiere decir muchas cosas distintas» (p. 299).
Es como si el narrador tratase a cada momento de dar una respuesta a la cuestión de «¿qué piensa el campesino ruso?» Topándose una y otra vez con la conclusión de que sólo Dios (o el diablo) lo sabe.
Muy a menudo, en Almas muertas se dan escenas en las que se refieren acciones llevadas a cabo por siervos sin que el lector explicite ni por qué describe tal acción ni qué significado tiene ni que papel desempeña en la novela. El final del capítulo 7, cuyo texto he incluido más arriba es un ejemplo gráfico de esto.
Para el narrador, los personajes y los lectores de Gogol, la vida interior de los siervos es desconocida e incognoscible por un buen número de razones, de las que la más convincente es la de que su estatus subhumano como mercancías los hace una especie tan diferente como los caballos, los perros o las aves de corral que los rodean. Más aún, los siervos con los que se halla más concernida la novela están muertos, por lo que son doblemente incognoscibles. (Fusso, pp. 67-68.)
Todo ello llevaría a incluir, desde la perspectiva de la teoría poscolonial o desde los estudios subalternos, una nueva interpretación a sumar a las ya aludidas del título de nuestra obra. Almas muertas serían también las de los siervos que aunque estén vivos no llevan una existencia verdaderamente humana. Gogol plantea que la esencia de Rusia reside en un sustrato de población inaccesible del que sólo nos queda su lenguaje, su folklore y su trabajo, elementos todos ellos en peligro por culpa de unos estamentos dominantes fascinados por lo extranjero y corrompidos hasta el tuétano.
En Almas muertas, por tanto, se plantean dos aspectos decisivos: los siervos son incognoscibles (viven pero en realidad es como si estuvieran muertos –pues hasta pueden estar muertos y seguir figurando como vivos–) y, sin embargo, tienen una voz, que es la voz más auténtica, más precisa y más idiosincráticamente rusa; de hecho, la infinita canción (sin más atributos) epítome de Rusia estará cantada siempre por siervos. Sin embargo, Gogol no trata de «dar voz» ni de «representar» el pensamiento de esos subalternos; prefiere señalar que por supuesto tienen una voz, una voz vigorosa, una voz promisoria, pero una voz que a duras penas podrá traspasar la barrera de los discursos de poder. «Gogol fue capaz de hacer que el campesinado fuese central para el destino de Rusia sin tener que hablar en favor del campesinado haciendo tanto del siervo como de la nación un otro incognoscible, sujeto a la pregunta sin fin pero no obligado a responder[34]» (Fusso, p. 98). En todo caso, la voz del subalterno en Almas muertas, si bien no puede oírse, representa todas las esperanzas del autor.
UNA NUEVA EDICIÓN DE ALMAS MUERTAS
Tal como ha llegado hasta nosotros Almas muertas es algo más parecido a un mecano que a una obra como tal. Junto a una «primera parte» completa se ha publicado siempre una «segunda» que, a no ser por los enormes vacíos que uno se encuentra en el texto, presenta una apariencia externa equiparable a la anterior. No obstante, los criterios por los que se han regido innumerables ediciones de todo el mundo[35], aunque tienden a ser homogéneos, no dejan por ello de ser discutibles.
Por un lado, la mayoría pretende hacer primar el sentido de obra «entera». Por ejemplo, la edición inglesa de Guerney (véase Gogol, 1997), tan alabada por Nabokov, resulta un interesante trabajo de patchwork, que manipula el texto original a su gusto para ofrecer un «producto» lo más redondo, lo más «completo» posible. Ahora bien, Guerney no sólo reforma a su gusto la compleja e incompleta «segunda parte» llevando a cabo una fusión muy personal de los dos borradores conservados sino que su reconstrucción afecta incluso a la «primera parte», que acaba teniendo doce capítulos en lugar de once.
En la mayoría de esas ediciones tiende a incluirse: a) la «primera parte» completa, con la versión primigenia (no censurada) de La historia del capitán Kopieikin, y b) la denominada «segunda parte» o tomo II, en su versión última.
Lo que se suele editar como «segunda parte» no son otra cosa que restos de dos borradores: el más antiguo en el tiempo (incompleto) es el denominado «“Uno de los últimos capítulos”», que suele ir precedido en todas las ediciones por cuatro capítulos (también incompletos), que pertenecen a una redacción posterior.
Ahora bien, tanto del titulado «“Uno de los últimos capítulos”» como de los otros cuatro hay dos versiones: una primigenia, que sería la base del manuscrito, que recoge lo que posteriormente se tachó de él y elimina los añadidos ulteriores; y otra, lógicamente más tardía, recompuesta a partir del texto original no tachado o tan sólo algo alterado y los añadidos en los márgenes y en los espacios interlineares. Es decir, lo que a menudo se denomina «segunda parte» de Almas muertas son dos borradores con dos niveles de lectura cada uno. Las tachaduras son, por suerte, líneas tan sutiles que permiten por lo general la lectura perfecta del texto subyacente; ellas han permitido el establecimiento de las dos versiones de la «segunda parte», que a menudo se ofrecen en el mercado editorial según los gustos de editores y traductores.
Ante esto, cabe hacer algunas reflexiones. Dejando de lado los proyectos ideales y las versiones dejadas a la crítica de la lumbre, Almas muertas como tal, es SÓLO lo que suele conocerse como «Parte I». Los torsos (en dos versiones) conservados de un proyecto, seguramente temprano, de «Parte II» no pueden considerarse a la altura de la «Parte I», ni en cuanto al estilo (muy poco pulido, ¡menos de lo habitual!, con errores perdonables sólo por su condición de borrador[36]) ni en cuanto a la propia estructura: apenas son unos pocos capítulos, en los que la mayor parte de la acción ha de ser imaginada.