Siete días de ruido. Óscar Mora
pensando en quinientos, pero me dio cinco mil. Yo no lo corregí. Dijo algo en un idioma que no entendí, lleno de vocales e inflexiones que a ratos parecía alemán y a ratos otra cosa.
Yo me encogí de hombros y con la mirada busqué ayuda en su acompañante; una mujer joven que, por los rasgos compartidos, podría ser su hija.
—Dibujo bueno —explicó ella.
Asentí mientras trataba de sonreír con los dientes apretados, pero la sonrisa no logró despegar. El turista, que me recordaba a un Papá Noel en bermudas, me preguntó por el nombre del pájaro. En realidad le preguntó a su hija y ella, en absoluto impresionada por el dibujo, me tradujo en un español enredado. Luego quiso saber si era un ave típica de la región y otros detalles por el estilo. Comencé a explicarle, pero las palabras no me salían en el orden correcto y se me iba el aire. Mientras intentaba hacerme entender, señalaba alternativamente un copetón que descansaba en una cerca de alambre y el dibujo. Papá Noel se dio por vencido y se alejó presumiendo de su adquisición ante el resto de su familia. Se reunieron con un grupo más grande que los esperaba en el borde del humedal y los perdí de vista. Fui hasta la miscelánea del barrio por los esferos que necesitaba. En la cafetería de la esquina compré pan, salchichón y gaseosa, y di por terminada mi jornada laboral. Ya no tenía ganas de almojábanas.
2
Al regresar encontré a doña Mayte esperándome en la puerta de mi cuarto. Aparentemente, mi tiempo y su paciencia se habían acabado. A su lado, todas mis cosas en un montón apenas obstaculizaban el paso. Verlas así arrumadas me hizo sentir que mi ancla con el mundo era realmente frágil. Inspirado por la angustia, mentí. Le mostré el aviso que había guardado y le juré que tenía la firme intención de solicitar el trabajo, que había regresado nada más que para eso. Con los ojos aguados prometí, entre tartamudeos que ablandaron su corazón, que con seguridad le pagaría el mes atrasado. Ella miró mis pies embarrados y suspiró su rabia. Me dejó pasar con la condición de llamar inmediatamente, cuadrar una entrevista y esforzarme en conseguir el trabajo. Esperaría un adelanto a más tardar en una semana. Entonces se recostó con cara de tormenta en el quicio de la puerta, mientras miraba al idiota presionar cada botón con su tono ligeramente distinto.
Cuando comenzaron las visiones, ya no pude colgar. Primer timbre, suena a manzanas cayendo sobre la tierra; segundo timbre, imágenes de un horizonte cubierto por agua y un barco que naufraga; tercer timbre, incienso en los oídos, pan y vino sobre una mesa, mirra deshidratada; cuarto timbre, langostas, llagas, ganado muerto, lluvia de sapos y fuego, mares de sangre. Y entonces, todo desaparece ante La Voz.
—Aló.
Era plana, aburrida, monótona, con ese dejo de hastío apenas contenido que caracteriza a los secretarios mal pagados. Y mi propia voz, no muy entusiasmada, comenzó a luchar con las palabras, en una batalla por comunicarse que producía lástima; mi dificultad para expresarme, de súbito agravada por esas alucinaciones inexplicables. Doña Mayte zapateaba impaciente. La Voz al otro lado carraspeó y me sacó de mi miseria.
—Bueno, vamos a suponer que está interesado en el trabajo. Anote.
Dictó una dirección que escribí a las carreras al respaldo del anuncio, y me dijo que debía estar allí a las cinco de la tarde del día siguiente, sin falta. Colgó y escuché claramente la tapa de un sarcófago cerrándose. Ese sonido de las losas de piedra que los actores fingen mover con dificultad en las películas de bajo presupuesto. Un velo de negrura se alzó y escuché mi propia respiración amplificada por el silencio opresivo, que era todo lo demás que había. Ocurrió en un segundo, mientras el eco del clic que anuncia el corte de la comunicación terminó de rebotar en mi cabeza. Cuando regresaron las luces, yo tenía claro que no quería ir a esa entrevista de trabajo. Me volví hacia el ajado policía de rulos que esperaba en la puerta y, cansado de tartamudear, hice la señal internacional de la victoria con los dedos índice y medio.
—¿Y usté es que se volvió jipi después de viejo? —dijo doña Mayte con tono agrio.
Intenté con la señal internacional de “todo bien”. Mano cerrada y pulgar arriba. Esa sí la entendió. En el fondo, la única señal que quería hacerle era la del dedo medio extendido, si bien era un lujo que no me podía dar.
—¿Entonces qué? ¿Consiguió la entrevista o no?
Asentí con la cabeza.
—¿Cuándo?
Le repetí lo que el secretario me había dicho por teléfono.
—Me imagino que se arreglará ¿no?
Sin esperar la respuesta, se dio vuelta, cruzó el corredor hasta su habitación y cerró la puerta.
Cuando terminé de guardar mis cosas, me miré en el espejo. Por mucho que odiara admitirlo, la casera tenía razón, no podía ir vestido con la ropa de dar lástima. La vecina del segundo piso, que a diario me despertaba con su tetera antes que el despertador, pues el tiesto sonaba como si el mundo se fuera a acabar, posiblemente me ayudaría a planchar una camisa. Nada más imaginar el esfuerzo de bajar, tocar su puerta, intentar contestar cuando preguntara que quién era, explicarle la situación y pedirle el favor me hizo quedarme así, sin planchar. Por más agotadora que fuera la comunicación por mímica, era peor tratar de hablar cuando me cogían los nervios. De seguro en la entrevista no se fijarían en esas cosas. Tal vez ni siquiera tendría que hablar mucho y a lo mejor el trabajo me dejaría algo de tiempo para el dibujo. Una labor mecánica y solitaria sería ideal.
Martes
1
Me puse la primera camisa que encontré dentro de la maleta. Estaba arrugada, me quedaba un poco grande y olía a guardado, pero ni siquiera hice el intento de buscar otra. Los pantalones no estaban tan sucios, las botas sí. Me alisé el pelo hacia un lado. Revisé la imagen general en el espejo del lavamanos: un intento fallido de disfrazarme de un “yo mismo” que se había diluido en los últimos seis meses. Y salí a buscar trabajo para pagar lo que debía de arriendo.
2
El secretario había sido enfático en la puntualidad. Tenía que estar en el centro faltando un cuarto para las cinco, lo cual me obligaba a tomar un bus. No podían haber pasado más de tres meses desde que tuve que vender mi carro y, sin embargo, la sensación era la de adentrarse en territorio virgen. En el paradero, saqué la mano y me subí a un dispositivo de tortura traqueteante saturado de olor a gasolina diésel. Por la manera en que el conductor tomaba las curvas, parecía seguir una ruta suicida hacia el borde del mundo. Viajaban tres personas. Una de ellas, la que iba sentada al lado de la ventana de seguridad, con los ojos cerrados, moviendo los labios, era la mujer que pasaba en las mañanas. El corazón se me aceleró y comencé a sudar. Siempre la veía tomar esta misma ruta y ahora regresaba, como si le hubiera dado la vuelta a la ciudad. Era la primera vez que la veía por la tarde, la primera vez que yo salía y ella regresaba.
Me gustaba imaginar su vida. A qué se dedicaba, cómo sería en la cama, qué le gustaría comer, qué tipo de hombres le resultaban atractivos. Una vez tuve un sueño erótico con ella. Fue un sueño de esos que parecen seguir un guion, con movimientos de cámara y todo. Recuerdo que en el sueño ella estaba de pie tras el biombo. No la podía ver, pero sabía que era ella y que estaba desnuda. Me llamó por mi nombre y en ese momento desperté, pues sentí como si me hablaran al oído. Tuve que levantarme y lavar los calzoncillos. La última vez que había tenido una polución fue en la universidad. Me sentí un poco ridículo y, sin embargo, una parte de mí había esperado encontrarla desnuda detrás del biombo.
Esa obsesión con ella se volvió la principal razón para atravesar el fangal en que se convertía el tiempo que faltaba para tenderme sobre la colchoneta a dormir otra vez. Si ella no