Siete días de ruido. Óscar Mora

Siete días de ruido - Óscar Mora


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trazaba a lado y lado líneas tan finas como me lo permitía el esfero, y marcaba el contorno.

      Los gloriosos días en que ella sí pasaba, la rutina seguía: esquivar a doña Mayte, salir de la pensión, esquivar el desayuno, caminar al parque, vender dibujos a los turistas y regresar en la tarde con lo recogido, que bien podía ser nada.

      Por fortuna, desde niño me había gustado dibujar y mis padres me dieron ánimos para hacerlo cuanto quisiera. Mis garabatos tuvieron como cómplices a una caja de madera de ciento veinte colores con permanencia de cincuenta a setenta años que hubiera sido la envidia de un estudiante de dibujo. Conforme crecí, desarrollé una técnica que me permitió alcanzar un talento nada despreciable. La obsesión con los pájaros comenzó después de tomar clases en una academia privada. “Dibujo de la naturaleza” se llamaba el curso y fui de los mejores. De ahí en adelante lo mío fue el realismo, aunque a los dieciocho años tuve un pequeño periodo expresionista. Mis padres se asustaron un poco cuando me vieron tan serio con el dibujo, organizando exposiciones en el colegio y en el salón comunal del conjunto residencial en el que vivíamos. Al final optaría por estudiar diseño y publicidad y, cuando terminé la universidad, ya trabajaba en el departamento de relaciones públicas de una empresa. Todo según el plan, tal y como debía ser. Sin embargo, nunca dejé de dibujar. Incluso después de verme obligado a vender mis muebles, mi colección de arte, mis propias obras y los electrodomésticos —todo ese bulto de posesiones inútiles que uno acumula en la espalda—, lo que echaba de menos era mi caja de ciento veinte lápices. Poco tiempo después de llegar a la pensión, comencé a hacer bocetos en la mesa y en cuanto papel se me atravesara. De alguna manera eso me ayudó a acostumbrarme a la idea de no tener nada. El espacio desierto que sumaban mi cuarto y mi billetera se convirtió en un eco de todo aquello que antes creía necesitar. Encontraba una especie de justicia retorcida en esa ausencia cada vez que me asomaba a la calle para verla a ella o al resto del mundo.

      Disfrutaba asomarme a ese cuadro en movimiento, mirar a la gente que lo recorría e imaginar lo que pensaban. Me encontraba haciendo eso cuando la vi pasar por primera vez. Iba llorando y cojeaba; de seguro se habría torcido el tobillo. Enseguida reconocí que vivía en la pensión. Compartía una pieza con la hija de doña Mayte. En mi mente la llamaba, le preguntaba si estaba bien, le ofrecía ayuda y ella decía que sí. La observé en silencio hasta que dobló la esquina. Cerré la ventana, me senté en el piso de espaldas a ella y grité lo más fuerte que pude; un alarido sin forma y sin palabras que me lastimó la garganta. Algún vecino comenzó a golpear la pared. Avergonzado por la cursilería de la situación, quise salir corriendo y alejarme del barrio y de la ciudad y del mundo. Por supuesto, no fui capaz de salir de la pieza. La escuché abrir y cerrar la puerta de la calle, subir las escaleras y eso fue todo. No obstante, al día siguiente, apenas me levanté, logré cruzar el umbral, bajar las escaleras, salir de la pensión y caminar dos cuadras. Ese día descubrí el humedal.

      Un bosque de eucaliptos lo rodeaba y se espesaba hacia el norte. A lo largo de la calle, en donde el humedal se encontraba con el barrio, habían plantado saúcos, sietecueros y alisos, intercalados con arbustos de abutilón, campanillas y acantos. Un espacio tan bien cuidado era inusual en un sector como este. Al parecer tenían una muy buena junta de acción comunal, en la que por supuesto doña Mayte estaría involucrada. Habían construido un mirador en el que pusieron placas con dibujos mediocres de las diferentes especies de pájaros que lo visitaban y sus respectivos nombres científicos. Algunas personas del barrio se sentaban en tocones a almorzar o a descansar. Incluso había un parque de juegos que los niños frecuentaban. Llevaba un buen rato sin sentir algo parecido a la tranquilidad, por lo que me quedé parado mucho tiempo, hasta que comencé a llamar la atención de las personas. Comencé a respirar mal. Me senté al pie de un roble y, sobre una libreta de direcciones vacía, que usaba en reemplazo de la Blackberry que tuve que vender, comencé a trazar bocetos de mieleros, copetones, mirlas y colibríes. Desde entonces se me metió en la cabeza que, gracias a esa mujer que había pasado cojeando, yo había construido una rutina que, con el tiempo, lograría lo que no logró el psicoanálisis.

      Esa misma mujer que pasaba en las mañanas y que me encontré en el bus de camino a la entrevista se sobresaltó cuando le toqué el hombro. Me miró con el ceño fruncido. No la culpé por asustarse, pues nunca habíamos cruzado palabra. Antes de que pudiera replicar, señalé la ventanilla con la cabeza y los ojos; un gesto calculado para no parecer un idiota. Si intentaba hablarle, de seguro la voz no me saldría. Ella giró la cabeza y miró por la ventana.

      —¡Mierda, me pasé! —dijo.

      Saltó del asiento y yo le di espacio como todo un caballero de pacotilla. Se lanzó hacia la puerta del fondo y dejó tras de sí el perfume de su cabello. Nunca ese jabón verde de motel había olido mejor. Mientras timbraba, me miró. Yo hice grandes esfuerzos por parecer desinteresado y natural, en vez de ansioso y acosador —que era como me sentía—. Ella lucía un poco intimidada. Cuando pensé que la intimidación naturalmente ocurría al revés, se me escapó una sonrisa que casi dolió. Ella levantó una ceja y sonrió a su vez. La puerta se abrió y ella se giró. Aproveché para admirar la forma de su espalda y sus nalgas en ese nuevo ángulo. Un momento después el bus se detuvo y las puertas se abrieron con un chirrido de metal oxidado y un golpe. Antes de que ella se bajara el conductor aceleró y ambos perdimos el equilibrio. Yo me agarré a la barra, ella trastabilló. La perdí de vista cuando el bus dobló una esquina. La sonrisa, que se había tomado el ochenta por ciento de mi cara, pasó a mejor vida. Me senté en el mismo puesto que ella acababa de desocupar y mi mirada comenzó a vagar por esa ciudad que desfilaba distorsionada tras el vidrio sucio. Los nervios se abrieron paso entre el aroma de su pelo y el olor a moho del asiento.

      El aviso describía un trabajo para el que no se necesitaba experiencia previa. Algo que en teoría cualquiera sería capaz de hacer. Control de plagas. Por supuesto, necesitarían a alguien que no tuviera miedo de ensuciarse las manos. Mis palmas estaban untadas de tinta. Había olvidado lavármelas con la prisa por salir. Si añadimos la camisa arrugada, los zapatos llenos de barro y la palidez general, estaba hecho un desastre, pese a lo cual intentaba convencerme de que en realidad estaba hecho para ese trabajo, fuera cual fuese. El bus se adentró en un sector desconocido. El borrón de luces y casas se reflejaba en el vidrio y hacía que todas las direcciones parecieran la misma.

      En la ciudad, la distancia entre dos calles puede ser tan larga como letras del alfabeto existan. Por la i, las casas comenzaron a ralear. La j era un potrero lleno de escombros y maleza, allí tocaba bajarse. En el papel, las letras seguían siendo las mismas, garrapateadas a prisa en el reverso del aviso “La empresa Abadón y Cía. Necesita…”. La calle estaba llena de charcos que prometían gripa. Al fondo se perfilaba el antiguo matadero municipal. No se me ocurrió en ese momento que, si en efecto era el matadero, llevaría por lo menos diez años clausurado. Era lógico que una empresa de eliminación de plagas tuviera sus oficinas en un matadero y, aunque el sentido común aconsejaba no entrar, la necesidad de callar a la casera terminó siendo más fuerte.

      Al atravesar el destartalado portón de madera de cerezo, me vi en una edificación en ruinas. La única iluminación entraba por grandes agujeros en el tejado; claraboyas que derramaban haces de luz desde diez metros de altura. El suelo estaba tan sucio que no podía asegurar si era tierra o cemento. El espacio recordaba un poco a una catedral; en la penumbra de los rincones se perfilaban sombras más oscuras, maquinaria abandonada e hileras de ganchos sucios en los que miles de reses se habrían desangrado y tal vez solo era óxido esa costra café que los cubría.

      De repente sentí que no debía estar en ese lugar. De seguro anoté mal la dirección, pues siempre que escribo a las carreras no entiendo los garabatos que quedan. Sin embargo, la sensación iba más allá. Había algo fundamentalmente equivocado en el hecho de estar en esa bodega abandonada. Algo forzado en la raíz misma de las cosas. La culpa era de la casera. Yo nunca habría ido si me hubiera esperado un mes… o dos. Toda la frustración acumulada fluyó por mi garganta y comencé a murmurar insultos que terminaron condensados en un madrazo. Se sintió bien. El silencio que siguió después, no tanto. Los ecos no paraban de rebotar en las esquinas del mataderocatedral, por el contrario, parecían ir creciendo. En el fondo de la enorme bodega, al lado de los ganchos, la oscuridad se condensó y formó la figura de una persona.


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