Siete días de ruido. Óscar Mora

Siete días de ruido - Óscar Mora


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de mi familia. Eso acabó cuando me comencé a atrasar en el arriendo. Cada vez que me veía, sus ojos me gritaban ¿por qué no busca trabajo en vez de desperdiciar el día mirando pajaritos? Supe por boca de Ramiro que doña Mayte había llegado embarazada a la capital poco más de dos décadas atrás. Ramiro la empleó como doméstica durante quince años, luego la ayudó a comprar la casa esquinera en un remate. Cuando su hija entró a la universidad, ella ya tenía montada la pensión y se había erigido señora ilustre en el barrio. En el último año Cristal consiguió trabajo administrando la contabilidad de una empresa de modelaje, cosa que supe porque ella me lo había echado en cara.

      —Mi niña tan joven y tan pila, y otros tan viejos y sin trabajar —dijo en voz alta, mientras yo me escabullía por las escaleras.

      Independientemente de mi relación morosa con la casera, había sido una suerte que Ramiro me recomendara en la pensión. Se presentó poco después de lo del gato y me dio las buenas noticias de la demanda: al parecer no me iban a meter a la cárcel. Tras liquidar todos mis bienes, aún quedaba un saldo considerable y fue él quien convenció al juez de pagarlo en cuotas mensuales. Su consejo: desocupar mi apartamento de inmediato y ponerlo en arriendo.

      —De lo contrario, mi chino, tarde o temprano te verás forzado a venderlo.

      Él se encargaría de cobrar el dinero y consignarlo para las cuotas de la demanda. Fue entonces cuando me habló de una exempleada que había montado una pensión estudiantil.

      —Tal vez te pueda recomendar para que te facilite una pieza mientras la cosa se arregla. Eso sí, es medio fregada con la limpieza y un poquito malgeniada, pero en el fondo es una persona correcta.

      Le dije que me parecía bien y le agradecí por su ayuda. Mencioné lo de sus honorarios, él le restó importancia con un gesto.

      —¡No te preocupes por eso, mi chino! —dijo enseguida—.

      Tu papá y yo fuimos muy buenos amigos y en más de una ocasión me salvó el cuello. Le debo mucho y esto es lo menos que puedo hacer. Me pagas cuando termine lo de la demanda, no te afanes. Lo que sí te voy a pedir es que no me hagas quedar como un cuero delante de Maytecita, yo no recomiendo a cualquiera. Así que, ¿por qué más bien no comienzas a buscar un trabajo prontico?

      Todos lo decían como si fuera tan fácil. ¡Claro que quería trabajar! ¡Claro que necesitaba dinero! ¡Claro que quería vivir mejor! El asunto es que no podía tener un jefe ni compañeros de trabajo o ninguna de esas cosas. La cercanía con la gente me resultaba inmanejable. Si ni siquiera fui capaz de ir a la evaluación psicológica que ordenó el juez y eso solo se lo hizo más fácil a la dueña del gato. La suma que tenía que pagar era exorbitante, pero en ese momento ya no me importaba. Lo único que quería era encerrarme y cortar todo contacto con el mundo. Cada salida iba acompañada de ataques de diarrea, sudoración excesiva, dolor de cabeza, visión borrosa, ganas de llorar, dificultad para respirar y otros síntomas que variaban. Cuando tenía que hablar, las palabras se volvían enormes ladrillos que se quedaban atorados en el tubo estrangulado de mi tráquea y mientras más me esforzaba, más sentía que me iba a morir de miedo. El mismo miedo irracional que me oprimió el pecho mientras me sujetaba de donde podía para no perder el equilibrio y caerme por las escaleras. El pasamanos estaba gastado y pulido en muchos sitios en los que generaciones de habitantes de la pensión apoyábamos las manos día a día, lijando la madera con nuestras preocupaciones. Aspiradora, tetera, olla a presión. La puerta, que también tenía el pomo suave de tantas entradas y salidas, me escupió hacia los caídos. Fue la primera palabra que se me vino a la mente. Por supuesto, algunos lo estaban sin estarlo; sentados en las sillas de los carros y en los bancos del parque. Pero sin importar en qué posición estuvieran, no podía pensar en ellos de otra manera. Caídos. La palabra se sentía correcta; bien y mal al mismo tiempo. Las nubes hacían que la luz pareciera venir de todas partes y las formas adquirían un doble tinte de irrealidad, y eso, inexplicablemente, también se sentía correcto. Mi mente estaba poseída por algo que se parecía al tono de final de la emisión, recuerdo de esas épocas en las que la televisión todavía descansaba. A las doce ponían el himno nacional y todos a dormir. Probablemente el estruendo que había escuchado lo produjo la gente cuando se desplomó. Los que caminaban, los que manejaban sus carros, los que se dirigían a desayunar, los que leían el periódico, los que aguardaban el cambio del semáforo, los que hablaban por celular, los que esperaban a alguien más… Todos también al final de su emisión. El tipo que me intentó atracar al salir de la entrevista en el matadero terminó en el piso y apenas habrían pasado diez horas de eso, si el relojgallina no mentía, y mentía siempre que se me olvidaba darle cuerda. Al doblar la esquina no encontré a la mujer que pasaba en las mañanas. Eso me trajo cierto alivio. También me plantó varias dudas: quién habría sido entonces la persona que vi caer, por qué se cayó después de los demás y en dónde estaría esa figura con camiseta blanca y cucos azul pastel. Un pitazo de la olla a presión en la cafetería de la esquina me sobresaltó y fue la excusa perfecta para pensar en otra cosa.

      En la cocina, las hornillas seguían funcionando, las cocineras no. Estaban tiradas en el piso con cucharas y limpiones en las manos. Lo que sea que pasó fue fulminante. Ojalá no hayan sufrido demasiado. Supuse que existirían peores maneras de morir. Mi estómago recordó con un gruñido que no probaba bocado desde el día anterior. El hecho de que en la cafetería no me fiaran se volvía irrelevante con toda la gente en el lugar jugando a comprobar la temperatura de las baldosas con la cara.

      El olor a caldo quemado era intenso. Salía humo de los pegotes carbonizados de leche derramada en los costados de una olla chocolatera. Apagué los fogones y tomé un pan tibio al pasar por el mostrador. Cada miércoles horneaban pan de leche con queso. Un mes con antojo de probarlos y solo se necesitó que todo el mundo se muriera para calmarlo. Costaban tres mil cada uno y, pensándolo bien, no eran caros. Antes de darme cuenta ya estaba masticando. Esquivé con cuidado a la mesera con el corazón mal tatuado en la mano y me senté en una silla incómoda; en la mesa ya estaba servido un chocolate caliente. Una parte de mí insistía en que era una pesadilla, que debía fingir normalidad, que a la larga todo se iba a arreglar cuando despertara. Otra parte de mí le dio un bocado al pan. Lo salado y crocante del queso tostado por encima lograba un perfecto contraste con lo blando y jugoso del queso de adentro. Luego pasé al chocolate, que no estaba muy bueno, pero a caballo regalado… El dueño estaba justo a mi lado, en el suelo. Me incliné y le toqué el cuello. Confirmé lo que intuía. Aun así me obligué a tragar y a dar otro bocado y a tomar otro sorbo. Fui incapaz de aventurar una hipótesis acerca de lo que sucedía, aunque si algo tenía claro era que no iba a encarar tal situación con hambre. Ya era suficiente con el ruido que, si bien se había replegado al fondo de mi cerebro, se resistía a desaparecer por completo.

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