Siete días de ruido. Óscar Mora

Siete días de ruido - Óscar Mora


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reloj —el de la gallina que movía la cabeza al compás de los segundos— tronaba en mi cabeza.

      Ya casi me había acostumbrado al vaivén del ruido y mi respiración, cuando uno de los picos de la ola se disparó. Lo siguió un gran estruendo, como si todo el mundo se hubiera puesto de acuerdo para tropezar. Entonces la ola se retiró. Sentado en la colchoneta, totalmente despierto, me llegaron de la calle los ecos difusos de frenos y cosas estrellándose. Me incorporé y el crujir de la madera del piso viejo casi me reventó los tímpanos. Me senté en el borde para amortiguar la estridencia y tratar de reconocer lo que sonaba más allá. En el primer piso, la olla a presión en la cocina de la cafetería. En el segundo, la tetera apocalíptica de la vecina que no perdona su infusión mañanera. En el tercero, la aspiradora de la casera marcaba el contrapunto a la tetera y la olla. Aparentaba ser el trasfondo normal de la pensión, aunque faltaba la típica pelea de vecinos o aquel que se creía tenor en la ducha, alguna madre que regañaba a su hijo o alguien llamando a alguien más en la calle.

      Cada pausa del ruido se volvía más corta hasta llegar a un punto en el que el pico terminó por convertirse en una meseta interminable y me hizo sentir igual que un murciélago. El ruido era una niebla roja que brillaba débilmente y en la que los objetos provocaban fluctuaciones. La niebla definía el contorno de la mesita atiborrada, la ventana cubierta por la cortina, las paredes, la maleta en el rincón, el biombo, el lavamanos, la puerta agrietada y el cielo raso con el único bombillo ennegrecido e inútil que siempre me recordaba la incertidumbre del cielo, teóricamente situado en algún punto por encima de las tejas. Cada cosa bajo ese cielo parecía existir gracias a las ondas nebulosas que rebotaban en todas partes.

      Caminé hacia la ventana perseguido por la cacofonía de mis pies contra las tablas. Me golpeé la rodilla con el borde de la mesita y apenas lo sentí, pues mi capacidad para experimentar dolor estaba acaparada por la migraña. El roce de los aros sobre la barra de la cortina fue la obertura a ese amanecer sin ganas que invadió la pieza.

      Al principio no entendí lo que tenía al frente. Cuando mis ojos se acostumbraron, vi mucha gente tirada en el piso de la calle. Los carros atravesados de cualquier manera con el motor en marcha y los conductores inmóviles con la cabeza sobre el volante me hicieron pensar en un terrible accidente múltiple. Eso no explicaba la gente en las aceras, en las bancas y en el pasto del parque. Quizá una fuga de gas, aunque no sabía de una que pudiera tener un efecto tan fulminante como para dejar a una pareja abrazada contra una pared, doblados en un ángulo que tenía que ser increíblemente doloroso. En la esquina, un bus había chocado contra un poste. Algunos pasajeros, de haber estado conscientes, seguro habrían gritado cuando el conductor se desplomó y el vehículo comenzó a torcer el camino para acabar incrustado de frente en la viga de hormigón. No había sido un choque muy severo, pues el poste no estaba inclinado y la parte de la nariz del vehículo que yo alcanzaba a ver apenas estaba un poco abollada. Sin embargo, la gente no se movía. Se les notaba ese fatalismo que queda en los rostros cuando se ha perdido la conciencia, por lo menos a los que alcancé a distinguir recostados en los vidrios.

      Mi mandíbula crujió y el crujido se perdió en el estruendo de la ola de ruido que todavía me acompañaba. Me dije que tenía que ser una alucinación. No era posible que esto sucediera de verdad. Las copas de los eucaliptos que se asomaban desde el humedal refutaban esta idea. Nada entre ellas y la ventana se movía. Era tanta la quietud que hasta el cielo parecía muerto.

      Cerré los ojos y me vi a mí mismo desde la calle: un hombre de tez pálida asomado por la ventana del tercer piso, con cara de absoluto pánico. En el techo, una paloma muerta enredada en una de esas antenas que no sirven para nada. Una niebla brillante se derramaba por la ventana, untaba la pared y caía a la calle, en donde cubría a la gente.

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      2

      Una mujer en camiseta blanca y cucos azul pastel dobló la esquina. Era la misma que pasaba en las mañanas y me alegraba el día; la misma que me había encontrado en el bus camino a la entrevista. Comenzó a dar tumbos por la calle, esquivando los cuerpos tirados por todas partes. Tenía una mano en la sien y con la otra tanteaba el aire en busca de asidero. Se dio vuelta y cuando miró en mi dirección rompió el trance que me hacía sentir desdoblado. Desde la ventana seguí cada uno de los pasos vacilantes que dio antes de desplomarse en mitad de la calle. En ese preciso momento el ruido comenzó a tranquilizarse, o así fue como yo interpreté esa deliberada disminución en su intensidad.

      El tiempo que duré mirando la figura tirada en el piso me convenció de que no era una pesadilla lo que estaba viviendo. De estar dormido, no tendría conciencia de cada segundo que pasaba. De estar dormido, despertaría bañado en sudor con la respiración agitada. El hecho de no despertar significaba que eso de afuera era el mundo real, o lo que quedaba de él. Mis pies no quisieron salir a ayudarla. Mis uñas dejaron surcos cafés en la pintura blanca del marco de la ventana. Mi mandíbula volvió a crujir. No fui consciente de cuán acostumbrado estaba a la idea de que “la gente se muere todo el tiempo” hasta que la vi caer. Mis ojos no se decidían entre ella y un cielo que alternaba, esquizoide, entre tintes rojizos y el gris pesado habitual de la ciudad. Tan lejos y desde arriba, las cosas perdían nitidez y contexto. La nada se apoderó de mí, una infección que adormecía el espíritu. Al rato ya no estaba seguro de que ese bulto blanco fuera la mujer que me había ayudado con la depresión por el simple hecho de existir y pasar frente a la pensión en las mañanas; el pequeño secreto inalcanzable que nunca me dirigiría la palabra; la ridícula vuelta a la adolescencia a mis treinta y ocho años de edad; la mujer que vivía con Cristal, la hija de doña Mayte, en una pieza del segundo piso. Mientras trataba de convencer a mis uñas de soltar la madera en el alféizar, me golpeó la idea de que la estaba viendo por última vez y ya no quise ver nada más.

      Cuando me pude apartar de la ventana aún seguía en mi cabeza el concierto de la aspiradora, la tetera, la olla a presión y, detrás, el ominoso ruido que las recubría como una pátina de malos recuerdos. Me asomé al pasillo. Alguien estaba tirado en la escalera. Vi unos pies y parte de las piernas. El resto del cuerpo no se distinguía. Las suelas gastadas y remendadas indicaban que el dueño de esos zapatos caminaba mucho y no tenía para comprarse unos nuevos o no se le daba la gana. Tenía una mano metida en el bolsillo y con la otra se aferraba a una de las barras metálicas que sostenían la baranda de la escalera. Esos detalles hacían que la situación pareciera más real, el asunto era que yo aún no estaba listo para aceptarlo. Cerré la puerta y dejé al mundo afuera por un rato más. Di vueltas por la pieza hasta tropezar con mis botas. Por debajo estaban llenas de un barro del que sobresalían pequeñas briznas de hierba del humedal. Por encima estaban cubiertas por una capa de polvo, seguramente del matadero. La camisa, que también había ensuciado durante la entrevista, se convirtió en mi coraza. Metí un brazo y luego el otro. Comencé a abotonarme de abajo hacia arriba. En la manga izquierda tenía una mancha de sangre seca. Instintivamente me toqué el labio. Estaba hinchado y escocía; tanto la herida como el recuerdo ya se estaban infectando. La mancha desató imágenes del atraco, la entrevista en el mataderocatedral, la llamada del secretario, el anuncio… Pensar en ello me dejó sin fuerzas. Me senté un rato y me quedé viendo el haz de luz que entraba por la ventana y que se diluía en el piso. Un rectángulo resplandeciente. La luz adecuada puede convertir la mierda en arte, decía un profesor de dibujo. Mi cabeza comenzó a despejarse y esa lucidez encerraba una trampa. Obligué a mi cuerpo a levantarse, di un paso y, después de ese, los demás fueron cada vez más fáciles. Abrí la puerta para enfrentar la realidad de las escaleras. Pasé junto al tipo de los zapatos gastados. Su cara maliciosa no me era familiar, así que no importaba. Unos escalones más abajo, en el descanso, estaba tirada Cristal, la hija de doña Mayte, y eso ya era otro cantar.

      Pensé en la casera. Seguro estaría igual que todos los demás. En tres meses pasó de ser un ángel salvador a una pesadilla que me atormentaba a diario. De todas formas se me hizo un vacío en el estómago al imaginármela tirada en el piso. La pensión se sintió vacía sin el eco de su voz regañando por cualquier cosa.

      —¡Límpiense los pies antes de entrar, carajo!

      Cuando no aspiraba su apartamento o la escalera, lanzando miradas nerviosas


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