Te quiero hasta el cielo. Carme Aràjol i Tor

Te quiero hasta el cielo - Carme Aràjol i Tor


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antes, cada fin de semana uno de los hermanos éramos responsables de Quimeta.

      Cuando mi madre iba al centro de día, al llegar el fin de semana que nos tocaba a cada uno de nosotros, cada hermano la llevaba a la casa donde le tocara pernoctar. Procurábamos tenerla muy ocupada porque, como estaba muy inquieta, necesitaba movimiento constante con el fin de que se tranquilizase. La verdad era que ella se lo pasaba bastante bien.

      Los tres teníamos muy claro que una buena manera de retardar su deterioro era intentar que estuviera siempre activa, y una de las mejores maneras era hacerla caminar mucho. Cuando salía con nosotros esta era nuestra prioridad. Le gustaba mucho caminar y este ejercicio le iba muy bien porque mientras caminaba estaba entretenida y tranquila.

      Mi hermano Jaume vivía en una casa con jardín, bastante cerca de la casa de mi madre y de la mía y a mi madre le gustaba mucho ir a su casa porque podía permanecer en el exterior. Para tenerla entretenida, Jaume le hacía barrer el patio y quitar las hojas secas, y a mi madre le encantaba porque se sentía útil. Los sábados por la tarde hacían pizza, era una costumbre familiar porque a sus hijos Roc y Pau les gustaba mucho y aprovechaban ese momento, que era cuando tenían más tiempo, para prepararla entre todos: Jaume, su mujer, Roc, Pau y mi madre. De esta manera, mi madre estaba muy ocupada y se mostraba encantada. Pero cuando se ponía nerviosa mi hermano la llevaba de paseo por el barrio.

      Mi hermana Antonia se la llevaba a su casa en Cornellà, donde vivía con su marido Frederic, ya que sus hijos ya estaban emancipados. La llevaban de paseo todo el día, iban a los museos, a la playa, etcétera. De esta manera, Quimeta estaba contenta y tranquila, y cuando llegaban a casa Antonia le daba trabajo, le hacía limpiar lentejas, cortar vegetales, etcétera, por lo que se sentía muy útil. Cuando, a pesar de realizar todas estas tareas, mi madre seguía inquieta, Antonia tiraba disimuladamente por el suelo las lentejas y le decía: “Quimeta me tienes que ayudar a recoger las lentejas”. Ella se mostraba encantada, se ponía a recogerlas y muy pronto se calmaba. Cuando se le acababa el trabajo, Quimeta decía que se quería ir; entonces, se le buscaba otro trabajo o volvían a salir a la calle.

      A los hijos de Antonia y Frederic, Ernest y Marta, les gustaba coincidir con su abuela cuando estaba en casa de sus padres porque la querían mucho, ya que Quimeta se había ocupado de ellos muchas veces cuando eran pequeños, tanto en Barcelona, como durante los veranos en La Seu d’Urgell.

      Los fines de semana que me tocaba a mí estar con ella, paseábamos mucho. Y, cuando estábamos en casa, me ayudaba a hacer la comida. Pero, en algún momento que no la controlaba, originaba algún que otro pequeño desastre. Como una vez que, en verano, se orinó junto a mi cama y no noté nada porque se secó debido al calor. Como el suelo de mi casa era de madera, este se impregnó de orina y olía muy mal. Me costó mucho conseguir que el olor desapareciera, y para ello tuve que limpiarlo con un detergente fuerte y poner un purificador perfumado durante mucho tiempo, hasta que finalmente desapareció el olor. Otro día estaba en el salón y se sentó sobre un revistero de madera, el mueble se rompió y a ella no le pasó nada.

      La mayoría de los domingos íbamos a comer a casa de su hermano Jaume, que vivía en la Villa Olímpica, cerca del mar. Antes de comer aprovechaba para llevarla a la playa, nos sentábamos un ratito cerca del agua en unas sillas y después íbamos a comer a casa de mis tíos Jaume y Ramona. A mi madre le encantaba ir a casa de su hermano y su familia porque los quería mucho. La mujer de Jaume se llamaba Ramona

      -como su vecina-, la quería muchísimo y siempre decía que era su cuñada predilecta. También quería mucho a sus sobrinos, Mariona y Jaume. Quimeta decía que Mariona era su sobrina preferida, y con Jaume también tenía una relación muy afectuosa. Por lo cual, los domingos que yo me ocupaba de mi madre era muy fácil pasar el día porque ella se sentía muy bien en la casa de su hermano y su familia y, a la vez, entre todos procuraban tenerla entretenida. Cuando empezaba a ponerse nerviosa, Mariona le decía: “Padrineta, me tienes que ayudar a doblar estas servilletas”. Y Quimeta, muy diligentemente, se ponía a trabajar. Cuando había doblado todas las servilletas, Mariona, disimuladamente, las desplegaba y Quimeta volvía a doblarlas.

      Un domingo que íbamos a comer a su casa y que, como siempre, antes habíamos ido a pasear por la playa, mi madre tuvo un comportamiento extraño y estuvo más nerviosa de lo normal. Llegamos a casa de mis tíos como pudimos, y a la hora de comer mi madre no tenía hambre. De pronto, su boca se le torció y tuvo un infarto cerebral como los que ya había sufrido en otras ocasiones. A pesar de que la crisis no fue muy fuerte, yo estaba muy nerviosa porque cuando mi madre estaba en este estado su cuerpo comenzaba a hacer unas torsiones bastante impactantes. Pero, como ya tenía experiencia, tuve la paciencia de acompañarla durante este proceso y esperé un poco antes de llamar al médico. La crisis no duró más de dos minutos; los cuales, se me hicieron eternos. Poco a poco, todo volvió a la normalidad. Parecía que no hubiera ocurrido nada y mi madre volvió a su estado de normalidad, aunque un poco débil y desorientada. Durante la comida, Quimeta no tenía hambre y, prácticamente, no comió casi nada. Al principio, hablaba con la boca un poco torcida pero, poco a poco, esta fue volviendo a su estado normal y en esta ocasión decidimos no llamar al médico porque la crisis ya había pasado y mi madre estaba bien.

      Desde que Quimeta tuvo su primer infarto cerebral, de vez en cuando, tenía estas pequeñas crisis más suaves, que reciben el nombre de microembolia cerebral, a las que ya nos habíamos acostumbrado y de las que los médicos nos habían explicado que muchas personas mayores son propensas a ellas, y que las sufrían de vez en cuando. Cuando mi madre tenía una crisis de estas características, durante uno o dos días, hablaba con cierta dificultad y tenía la boca ligeramente torcida; pero después, paulatinamente, todo volvía a la normalidad.

      Después de cada una de estas crisis, acostumbraba a quedarse muy tranquila y relajada. Yo tenía la sensación de que tras la crisis alguna parte de su cerebro se había desbloqueado de tal forma que Quimeta mejoraba durante algún tiempo.

      Desde que se le manifestó la enfermedad, mi madre tenía la obsesión de irse a La Seu d’Urgell, el pueblo donde había vivido tras su boda. Por ello, a los tres hermanos nos pareció aconsejable que ella pudiera ir en verano como siempre había hecho, ya que siempre le había gustado mucho y lo consideraba su pueblo de adopción.

      Los tres hermanos creíamos que era muy positivo para nuestra madre recordar su pasado, especialmente el tiempo que había vivido en La Seu, un lugar al que ella quería mucho. Por ello, nos organizamos para que cada hermano pudiera acompañarla cada año durante quince días, y de esta manera Quimeta podía pasar allí un mes y medio.

      En La Seu d’Urgell tenemos la casa familiar, donde hemos vivido toda la familia desde que yo tenía seis años hasta que nos mudamos, primero a Canarias y después a Barcelona. Es una casa con jardín y huerto que Quimeta siempre ha disfrutado mucho. Cuando llegaba, le gustaba ir a ver el huerto y a sus vecinas, especialmente a Angeleta y Montse. Las visitaba continuamente durante el día: “¿A dónde vas Quimeta?”, le preguntaba yo, y algunas veces ella me respondía: “A La Seu”. Y otras: “Voy a despedirme de Angeleta”. Cuando llegaba a casa de Angeleta le decía: “Vengo a despedirme porque me voy a La Seu”. Angeleta la invitaba a sentarse pero Quimeta estaba allí muy poco tiempo, ya que, como en esta época estaba muy inquieta, siempre quería irse. Tanto Angeleta como Montse tenían mucha paciencia con ella y la trataban con mucho cariño, siempre dispuestas a atenderla; y a Quimeta le encantaba ir a su casa.

      A veces, mi madre iba al huerto ya que le gustaba pasearse por allí. Una vez, le perdí la pista y no sabía dónde estaba, no la encontraba por ninguna parte. Me dirigí hacia el huerto y la encontré allí, tendida en el suelo boca abajo, inmóvil. Al parecer, se había caído y no sabía levantarse, ni tampoco pedir ayuda. Y, como siempre que ocurría algo así, yo me ponía muy triste porque la veía muy indefensa y frágil, incapaz de pedir auxilio.

      En La Seu los tres hermanos la hacíamos caminar mucho. Nos pasábamos las tardes paseando con ella y a Quimeta le encantaba. Íbamos al paseo que está en el centro del pueblo, al parque olímpico, al castillo, a Castellciutat, al paseo del camino Ral, etcétera. Siempre acabábamos en la terraza de algún bar,


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