Te quiero hasta el cielo. Carme Aràjol i Tor

Te quiero hasta el cielo - Carme Aràjol i Tor


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allí desde 1970 y, hasta hacía poco tiempo, iba al casal para la tercera edad San Antonio de Padua. En sus paseos, siempre se encontraba a alguna amiga y le resultaba muy agradable. Cuando hablaba con alguna de ellas su conversación resultaba aparentemente normal, pero ella disimulaba porque, en realidad, no sabía con quién estaba hablando. Normalmente, la cuidadora y Quimeta acostumbraban a llegar a casa sobre las siete de la tarde.

      Quimeta, en esta época, se encontraba en una etapa en la que todavía era consciente de muchas cosas. A las chicas que se ocupaban de ella les era muy difícil dominarla, y en muchas ocasiones mi madre no quería hacer las actividades que le proponían porque quería decidir ella misma lo que quería hacer. Pero la verdad era que, en el fondo, no quería que hubiera ninguna chica en su casa porque consideraba que las chicas eran unas intrusas, lo cual dificultaba mucho el trabajo de las cuidadoras. A pesar de todo, algunas eran mejores profesionales que otras y sabían manejarla mejor, que eran las que intentaban entretenerla con alguna actividad como escribir, leer o hablar del pasado para hacerle recordar situaciones vividas por ella. Al final del día, le preparaban la cena y se encargaban de que mi madre cenara.

      El tiempo que transcurría entre la llegada a casa y la hora de cenar resultaba difícil porque Quimeta, muchas veces, no estaba dispuesta a hacer las actividades. Además, como estaba en su casa, le parecía que la chica que en aquel momento la cuidaba era su criada y que ella le podía mandar hacer lo que ella quisiera. Era muy mandona y decía cosas como: “ Tú eres mi criada y ahora tienes que limpiar toda la casa”. Las chicas hacían lo que les mandaba mi madre para ganársela, aunque no les gustaba hacerlo ni habían sido contratadas para ello. Debido a esta situación, tuvimos muchos problemas con las cuidadoras porque muchas de ellas no estaban dispuestas a servir a mi madre de esta manera.

      Finalmente, a las nueve de la noche mi madre ya se había ido a dormir con la ayuda de la cuidadora y esta se iba. Aproximadamente a esta hora llegaba yo.

      Poco a poco, con alguna de las últimas chicas, buscamos estrategias para que Quimeta no le mandara limpiar la casa. Por ejemplo, una de ellas fue pasar más tiempo haciendo actividades fuera de casa al salir del centro de día, hasta que llegara la hora de preparar la cena.

      Quimeta, en su casa, reaccionaba atacando a las chicas, porque era la única manera que ella tenía para revelarse ante la situación, ya que estaba enferma pero todavía era consciente de muchas cosas. Yo, a veces, deseaba que mi madre pasara a otra fase más avanzada de la enfermedad para que no fuera tan consciente de la realidad y poder dominarla, ya que en la etapa que estaba en ese momento era muy difícil que obedeciera para hacer las cosas que resultaban necesarias para su bienestar.

      En esa época tuvimos a muchas chicas, ya que estas no duraban mucho debido a la actitud de mi madre, que las desbordaba; o bien porque ellas incumplían lo que habíamos pactado. Algunas de ellas se ofrecían para realizar este trabajo y, aunque yo las contrataba como profesionales, en realidad no lo eran, por lo que no se sentían capaces de entender las reacciones de Quimeta y se tomaban sus ataques como algo personal. Finalmente, encontré una agencia donde las cuidadoras que me proporcionaban eran muy profesionales y efectivas. Y en este momento la relación entre mi madre y las cuidadoras empezó a funcionar mucho mejor, ya que la atención de las chicas hacia mi madre era muy buena y conseguían llevar a mi madre a su terreno.

      Mi madre acostumbraba a estar siempre muy nerviosa por las tardes. Durante la mañana estaba más tranquila, pero a medida que iba pasando el día cada vez se mostraba más inquieta. El neurólogo le había recetado un medicamento suave que la ayudaba a tranquilizarse, el cual se lo dábamos por la mañana, al mediodía y por la tarde, cuando llegaba a casa acompañada de su cuidadora, por lo que al cabo de un rato mi madre empezaba a estar más tranquila y era más fácil para la cuidadora poder trabajar con ella.

      A pesar de que había decidido seguir viviendo en mi casa, por las noches iba a dormir a casa de mi madre. En verdad, para mí era un poco agotador y me creaba cierto desorden en mi vida, ya que a lo largo de un mismo día cambiaba de ubicación varias veces, con todo lo que esto implicaba en cuanto a tener ropa en las dos casas, etcétera. A pesar de todo, tenía muy claro que quería hacerlo de esta manera porque así mi madre podía seguir viviendo en su casa y en su entorno. Y también porque por la mañana y por la noche se encontraba conmigo, su hija, y no con una persona ajena a la familia. Por todo ello, me parecía que este sacrificio valía la pena.

      Cuando llegaba, si no era muy tarde, iba a saludarla a su habitación. Si estaba despierta, hablábamos un ratito. Le preguntaba cómo había ido el día, a veces le preguntaba por sus cuidadoras del centro de día, de las que siempre me hablaba muy bien, pero como no recordaba mucho los hechos a corto plazo todo esto me lo explicaba a base de hacerle muchas preguntas.

      Un día, llegué un poco tarde a casa y mi madre estaba ya durmiendo. Entré en su habitación para ver cómo estaba, y se despertó. Se alegró al verme y en un tono muy alegre, sonriente y muy satisfecha, me dijo: “¿Sabes? Se me ha aparecido la Virgen”. Yo le respondí: “Ah, ¿Sí, Quimeta?”. “Sí, sí”, insistió. Quimeta con su alegre y radiante rostro, estaba muy convencida de lo que decía.

      Otro día, por la noche, yo trabajaba en unos documentos en el comedor de su casa. Era ya muy tarde, y, de pronto, vi a mi madre que se acababa de levantar de la cama y daba vueltas por toda la casa. Pasó por mi lado, no me vio, y, una vez hubo revisado todas las habitaciones, volvió a su cama.

      Otra noche en la que yo dormía, de pronto, escuché un ruido y me levanté. Me encontré con mi madre totalmente vestida de calle. En aquella época le poníamos pañales porque tenía incontinencia urinaria y esa noche llevaba los pañales y el pijama debajo y encima la ropa de calle -también llevaba una bolsa llena de ropa-. Le pregunté: “¿A dónde vas Quimeta?. Y ella me contestó: “Me voy a La Seu d’Urgell, hay un taxi abajo esperándome”. Intenté convencerla de que a esas horas todos los taxistas estaban durmiendo y de que sería mejor que esperara a la mañana siguiente para marcharse. Tuve suerte y la convencí, por lo que la ayudé a desvestirse y volvió a dormirse. Aquel día me quedé estupefacta, porque comprendí que mi madre estaba dispuesta a marcharse sola de casa, a las tantas de la madrugada. De todas maneras, no hubiera podido salir porque, por si acaso, cada noche yo cerraba la puerta de la calle con llave y la guardaba en otro lugar. Por la mañana, cuando se despertó, a ella se le había olvidado aquel episodio.

      Mi madre cada vez tenía más incontinencia urinaria. Por lo cual, la chica que la cuidaba le ponía un pañal al irse a dormir. Y antes de irme yo también a dormir se lo cambiaba por otro. Cada vez se levantaba menos para ir al lavabo, pero un día se quiso levantar y se cayó. Yo no la escuché y hacia las cinco de la mañana me la encontré tirada en el suelo. ¡Pobrecita!, posiblemente se había pasado mucho rato en el suelo durante la noche. Quimeta estaba quieta, con los ojos abiertos y muy fría, incapaz de levantarse y pedir ayuda.

      Este tipo de situaciones me provocaban una profunda tristeza, por el hecho de ver a mi madre tan desprotegida. Me despertaba una gran ternura y muchas ganas de protegerla, ya que veía que era incapaz de cuidarse y pedir ayuda ante cualquier situación difícil. Por ello, sentía que tenía que protegerla y defenderla ante cualquier situación.

      A partir de aquel día, los tres hermanos decidimos que, como era muy difícil controlarla durante la noche porque se podía levantar a cualquier hora y a mí me podía pasar desapercibido, le pondríamos unas barandas en la cama para que no se pudiera levantar. Mi hermana Antonia se encargó de comprar unas del tipo que acostumbran a ponerle a los niños; y, desde entonces, mi madre ya no se volvió a levantar durante la noche, por lo que yo le cambiaba el pañal y todo funcionaba bastante bien.

      A veces, cuando iba a su cuarto por la noche, mi madre me explicaba que veía personas en la estancia. Por ejemplo, un día yo estaba con ella en la habitación, me dijo: “Mira estos dos, no sé qué están haciendo aquí”. Ella miraba hacia un punto de la estancia muy atenta, como si viera algo. Yo le decía: “Quimeta, no veo a nadie”, pero ella continuaba mirando durante un ratito y observando lo que ella creía ver. Mientras fue capaz de expresarse, de vez en cuando explicaba situaciones similares.


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