Te quiero hasta el cielo. Carme Aràjol i Tor

Te quiero hasta el cielo - Carme Aràjol i Tor


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me ofrecí para coordinar la atención de mi madre. A mis hermanos les pareció bien y, desde el primer momento, confiaron plenamente en mí, colaborando en todo lo que fuera necesario. Entonces me convertí, bajo documento notarial, en la tutora y administradora de los bienes de mi madre y la coordinadora de todo lo relacionado con su enfermedad. Este rol nos fue siempre muy útil y mis hermanos lo valoraron siempre, especialmente cuando lo comparaban con algún caso de amigos cercanos que también tenían un enfermo de Alzheimer en la familia pero ninguno de los hermanos asumía la coordinación global de la situación, lo cual creaba muchas dificultades en la atención del día a día del enfermo y repercutía en la buena calidad de su atención.

      Entonces, nos pareció que lo mejor era que mi madre siguiera viviendo en su casa porque así no saldría de su entorno habitual, y decidimos lo siguiente: buscar una chica que la cuidara durante el día. Yo me ofrecí a pasar la noche en su casa durante la semana; aunque seguía viviendo en mi casa el resto del día, ya que estaba a diez minutos caminando desde la suya. Se trataba de una situación muy complicada para mí, aunque me pareció que sería bueno para mi madre que no tuviera una cuidadora con ella las veinticuatro horas del día ya que de esta manera, por la noche, y al levantarse, me vería a mí y no a una persona extraña. Cambiamos la cocina de gas del piso de mi madre por una cocina eléctrica, que resultaba menos peligrosa. Rehabilitamos el cuarto de baño, quitamos la bañera y la sustituimos por un plato de ducha.

      De esta manera, empezamos la aventura de ocuparnos directamente de nuestra madre. Todo esto ocurría el año 1998 y en esta época mi madre tenía setenta y seis años.

      Tuvimos suerte y muy pronto encontramos una chica muy simpática y preparada que cuidaba de mi madre durante todo el día y que, desde el primer momento, me inspiró confianza. Se ocupaba de mi madre y de cocinar para ella, paseaban mucho y mi madre estaba muy contenta. A Quimeta le gustaba tanto que se lo quería regalar todo. Un día abrió las puertas de su armario y le dijo: “Puedes coger lo que quieras, te lo regalo”. La chica, que era muy honrada, no cogió nada y me lo comentó ese mismo día. Esta idílica situación con la cuidadora duró poco ya que muy pronto me anunció que no podría venir todo el día porque le había salido un trabajo por la mañana que le interesaba mucho y que solo podría venir por la tarde. Pero me comentó que no me preocupara porque ella tenía una prima que acababa de llegar del Perú y que, si yo quería, podía venir por la mañana. En un principio, me pareció bien. Pero la prima no era igual que ella y no se entendía bien con mi madre porque era una persona muy cerrada y, además, tuve la sensación de que no era de fiar. Mi intuición se confirmó cuando llegó la factura del teléfono ya que había una llamada a Perú y también había desaparecido un juego de mesa nuevo. Por lo que no me quedó más remedio que hablar con ella y despedirla.

      A partir de esta experiencia, nos planteamos buscar un centro donde mi madre pudiera estar durante el día.

      Mi madre continuó sufriendo infartos cerebrales, aunque no tan fuertes como el primero. En una ocasión, sufrió uno durante un paseo con mi hermana, en el interior de una tienda del Paseo de Gracia. Su boca se torció una y otra vez, y mi hermana llamó al servicio de urgencias de la Generalitat. Afortunadamente, fue una crisis suave, por lo que, siguiendo las instrucciones que el médico le iba dando por teléfono, mi madre la superó. Resultó muy reconfortante comprobar que en la tienda donde le ocurrió esta crisis le ofrecieron todo tipo de facilidades para que mi hermana pudiera ocuparse de mi madre con comodidad.

      Otro fin de semana, durante el que yo me ocupaba de mi madre, nos encontrábamos de paseo por el barrio. Mi madre estaba muy contenta pero, de pronto, tuvo otra crisis y se le volvió a torcer la boca y se cayó; en esta situación, la acompañé en la caída para que no se hiciera daño. Nos encontrábamos delante de una óptica y los trabajadores llamaron al servicio de urgencias médicas de la Generalitat y muy rápidamente llegó una ambulancia con un equipo médico. Allí mismo evaluaron su estado y la llevaron al hospital, donde estuvo unos cuantos días. Afortunadamente, esta vez el ictus fue más suave que la primera vez.

      En estos momentos, nos pareció oportuno cambiarla de neurólogo. Mi hermana conocía un neurólogo muy bueno del Hospital del Vall de Hebron, llamado Nolasc Acarín, y consiguió el cambio. El nuevo neurólogo nos inspiró mucha confianza desde el primer día y supo dirigir muy bien el proceso de deterioro de mi madre, así como el apoyo a los tres hermanos, que nos sentimos muy bien con su ayuda y sus consejos, los cuales eran muy profesionales y, a la vez, cercanos. Siempre nos decía que, a nivel familiar, mi madre estaba muy bien atendida, por lo cual tanto Quimeta como nosotros asistíamos a su consulta con mucho agrado. Uno de nosotros tres la acompañábamos cada vez.

      En esa época, mi madre estaba siempre muy nerviosa e inquieta. Y el doctor, además de otros medicamentos para el Alzheimer, le recetaba tranquilizantes suaves para que se calmara un poco. Por aquel entonces, mi madre ya no tomaba Aricep, el medicamento para el Alzheimer que le había recetado la anterior neuróloga, porque el nuevo doctor no lo consideró necesario.

      Al doctor Acarín le parecía muy bien cómo habíamos organizado la atención de mi madre. Pero nos recomendó que, si Quimeta tenía una crisis médica de cualquier tipo, no la ingresáramos en el hospital sin habérselo consultado antes a él, porque quería valorar si era estrictamente necesario o no su ingreso ya que para una enferma de Alzheimer el hecho de ingresarla en un hospital era un gran trastorno porque salía de su espacio habitual, donde ella se movía con comodidad; y, además, el hospital es un lugar donde hay mucha tensión ya que se vive mucho dolor y esto hace que los enfermos se inquieten y sufran un retroceso.

      Mi madre tenía cataratas y el oftalmólogo nos dijo que tenía que operarse, pero debido a su enfermedad era mejor hacerlo con anestesia total, por lo cual tenía que ingresar en el hospital. Lo consultamos con el neurólogo y nos comentó que era mejor no operarla. Su razonamiento fue el siguiente: “¿Verdad que Quimeta no tiene que estudiar ninguna carrera? Entonces, mejor no operarla porque la anestesia total puede ser perjudicial para su cerebro, que ya está muy deteriorado”. Por lo que, al escuchar su opinión, los tres hermanos decidimos no operarla.

      En esta etapa, la organización para ocuparnos de mi madre era la siguiente:

      Yo dormía cada noche en casa de mi madre y, durante este tiempo, me ocupaba de todo lo necesario.

      Por la mañana, la despertaba, la duchaba y le preparaba el desayuno.

      Cuando estaba arreglada, yo misma la acompañaba al primer centro de día y, cuando la cambiamos de centro, mi hermano la llevaba en su coche. Pero el día que él no podía, la acompañaba yo antes de ir a trabajar.

      Durante los fines de semana, cada fin de semana un hermano era responsable de mi madre durante el sábado y el domingo. Mi madre pernoctaba en la casa del hermano que se hacía cargo de ella, excepto cuando estaba conmigo, que nos quedábamos en su casa.

      Cuando tenía que ir al médico, nos lo alternábamos los tres hermanos. Y yo era la que coordinaba toda la atención médica.

      Los tres hermanos nos adaptamos a esta organización y los tres hacíamos lo que podíamos para llevarla a cabo.

      Los tres hermanos evaluamos que no era bueno para mi madre que estuviera en casa toda la mañana con una cuidadora porque se aburría, ya que se pasaba el tiempo escondiendo cosas en los armarios, buscándolas después y diciendo que le habían robado cualquier cosa.

      Se lo pasaba muy bien cuando salía a pasear con la chica de las tardes, pasaban la tarde dando vueltas de un lugar a otro y esto a mi madre le encantaba. Pero cuando despedí a la chica de la mañana, a pesar de que la chica de la tarde me gustaba mucho también, decidí prescindir de ella porqué consideré que era mejor llevarla a un centro de día ya que creía que para mi madre sería mejor.

      Busqué un centro privado al lado de casa. Resultaba


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