Zama. Antonio Di Benedetto

Zama - Antonio Di Benedetto


Скачать книгу
iba la furia atenuada, dando paso a un pensamiento severo contra mí mismo: ¡Carácter! ¡Mi carácter!... ¡Ja!

      Mi mano puede dar en la mejilla de una mujer, pero el abofeteado seré yo, porque habré violentado mi dignidad.

      Aunque esto no fuera, aunque sólo fuese en el empaque el desorden, me sabía sin justificación por entregarme a la ira y a la represión en el prójimo de lo que yo mismo había engendrado en él.

      3

      Era de nuevo la siesta, que me hacía deseable, pero riesgoso, el lecho; era la siesta que, al menos ese día, tan cercano al del baño de las mujeres, no quería repetir a campo.

      Era la siesta y ese hombrón terrible se me vino por la calle vacía como un meteoro de sol destinado a mí, entre todos los mortales, por potencias infalibles.

      Me tomó de las ropas y yo quise contenerlo con un enérgico “¡Caballero!”. No me escuchó, llamándome sin respiro “buscón de mujeres honestas” y “asqueroso mirón que ni se les atreve”. En un confuso indignarme y comprender que se trataba del marido y saber quién era ella y tratar de desasirme, me gritó “¡Habrá duelo!”, y se fue y me dejó. Me dejó con la necesidad de seguirlo y sacudirlo, engañándome, conteniéndome, con la promesa del desquite futuro, porque, él dijo, habría duelo.

      Pero no habría. Por toda la calle no pasaban más que una perra en celo y sus pretendientes de cuatro patas; en consecuencia, ningún testigo le exigiría el cumplimiento de su palabra, un anuncio explosivo que seguramente le bastó para quitarse la gana de darme un maltrato. De mi parte, peores flaquezas podía reprocharme.

      Sin embargo, me juré que sería la última. Me dije que, si a sufrir ésa me avenía, era únicamente comprendiendo la razón de su arrebato, conociéndome culpable. Salvo que, yo alegaba, no debió insultarme. “Asqueroso mirón”: son palabras que entran sin alternativa de olvido.

      De ser así, de nunca producirse el proclamado duelo, ¿debía deducir que existe una medida para la satisfacción de la ofensa, aun en los individuos aparentemente más brutales? ¿Debía creer que, tal vez, el hombre que defiende con escaso celo a su mujer más que temeroso es un limitado por secretas motivaciones, que le vedan ocuparse demasiado de ella: un oculto odio, un lejano hastío, un amor extinto y no obstante para nadie evidente, ni para él siquiera?

      4

      El gobernador me entregó un incomprensible caso. Nada más me solicitaba que consulte y al pedido me atuve. No quise pensar si él, el gobernador, tenía o no autoridad para sacar de la cárcel a un reo, convicto de asesinato, y hacerlo ir a mi despacho con sólo un guardián al costado a “explicarme la situación”, de modo de ver “por dónde y cómo procede la exención de cargos”. Se imponía atenderlo y no darme por enterado de cómo llegó a mí ni con qué alta recomendación y designios del recomendante. Era preciso que yo cuidase mi estabilidad, mi puesto, justamente para poder desembarazarme de él, del puesto.

      Era preciso que oyese al preso, lo cual en pocos momentos se me pintó imposible, por cuanto no es posible oír a quien no habla. Estaba cerrado, no con dureza, sino con ausencia, en callar sobre el meollo de la cuestión, esto es, la trama de su delito.

      El guardián, con mucho comedimiento, de atrás del preso me advirtió que debíamos temer una crisis de llanto o no sé qué desgarramiento de orden sentimental.

      No era, pues, un individuo temible, sino un quebrantado.

      Por ahorrarme la escena que, quizás, yo mismo había provocado con la desnudez del interrogatorio y el fastidio que me sobrevino demasiado pronto, lo dejé solo, con el guardián que, más que vigilarlo, parecía hacerlo objeto de su protección.

      En el intervalo, creo que por cambiar de humor, pasé al cuarto donde trabajaba Ventura Prieto. Le narré el caso de mudez que había dejado tras la puerta.

      No tuve que arrepentirme, pues Ventura Prieto, con un no desdeñoso “Así no andará”, me pidió autorización para tratarlo y ayudarme.

      Merced a una sonrisa de amigo, que bien podía parecerlo por asemejarse escasamente a lo que se supone sea un funcionario, Ventura Prieto pudo hacer que ese espíritu clausurado se entregara brevemente.

      La mirada baja, una respetable pesadumbre gravando el acento de su voz, dijo aquel mozo que fue apuesto y estaba prematuramente marchito:

      –Yo era un tenaz fumador. Una noche, con espanto, observé que me había nacido un águila de murciélago...

      Se interrumpió.

      Con la escasa declaración nos inquietó lo suficiente como para desear que no enmudeciera de nuevo. No lo hizo. Había advertido que las palabras no respondían enteramente a su pensamiento y procuraba, mediante un repaso mental, una justa coordinación. Muy luego, recomenzó y compuso su discurso.

      –Yo era un tenaz fumador. Una noche quedé dormido con un tabaco en la boca. Desperté con miedo de despertar. Parece que lo sabía: me había nacido un ala de murciélago. Con repugnancia, en la oscuridad busqué mi cuchillo mayor. Me la corté. Caída, a la luz del día, era una mujer morena y yo decía que la amaba. Me llevaron a prisión.

      No habló más.

      Compartimos su silencio.

      Con los ojos indiqué al guardián que podía conducirlo de regreso.

      También Ventura Prieto dijo que yo debía hallar la forma de salvarlo.

      Se lamentaba de no haber visto el cuerpo acuchillado de la mujer morena. Quería saber por dónde la cortó.

      5

      Esta audiencia absorbente hizo acallar los estampidos que en mi corazón causaron los dos espaciados cañonazos anunciadores de la presencia de un barco.

      El saco de correspondencia fue traído a la gobernación antes que yo pudiese salir, como otras veces, hasta el muelle, para acercarme más a las posibles novedades y al rostro de los marinos y contados viajeros de arribo.

      El oficial mayor distribuyó concienzudamente sobre su mesa los envíos para cada cual, ninguno para don Diego de Zama, porque mis manos estaban destinadas a permanecer vacías otro largo tiempo.

      Esta ausencia de noticias de Marta, de mis hijos y de mi madre me causó esa depresión que en más de una llegada de barco tuve que sufrir, pero que, al sumarse la cifra en el transcurso de los ya catorce meses de permanencia, me abatía aún más.

      Al abandonar mi despacho, prescindí de ese espectáculo siempre deseable de otra embarcación grande y procelosamente viajera, en el puerto.

      Me reduje a casa.

      Pedí a una esclava una colación de huevos de gallina. Por desacostumbrado, ya que siempre comía fuera, esto atrajo la atención de las hijas de mi huésped, don Domingo Gallegos Moyano, y determinó que más tarde una de ellas se aproximara a mi aposento con oferta de mate, que acepté.

      Consagré la segunda mitad del día a una epístola, detenida y quejosa, a Marta, para que el barco la llevase en su camino río abajo.

      Desenvolvía despacio en mi mente el viaje de la carta, por agua hasta Buenos-Ayres, por tierra después centenares de leguas con su rumbo oeste, y me dolían los reproches, frescos aún en el papel que mi esposa, lejana y sin su hombre, habría de leer tres, cuatro meses más tarde, quizás en un día en que yo fuese feliz. Pero no modifiqué mi escrito.

      En mi retiro, hacia el crepúsculo, tuve el anuncio de un visitante.

      Como ignoraba cuál barco había arribado, asimismo desconocía que el capitán era mi amigo, el oficial Indalecio Zabaleta, a quien abracé con fuerza y cariño.

      Entreví que, si me buscaba tan pronto, apartando los asuntos que normalmente ocupan a un capitán en su primer día de puerto, algo traía para mí. Pero alguien distinto capturó mi atención, antes de hacerle cualquier pregunta.

      Más allá de la puerta, en la galería, estaba detenido –contenido, me pareció–


Скачать книгу