Zama. Antonio Di Benedetto

Zama - Antonio Di Benedetto


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y si la hembra también lo estaba, en redoblado delito.

      Me encontré, de pronto, elaborando una justificación: yo solamente quise decir mujer blanca, como opuesta a indias, mulatas y negras, que me inspiraban repugnancia, y eso, me atreví a mentir, en la hipótesis de que se tratara de una licenciosa notoria y de cualquier modo como posibilidad. Estaba totalmente confundido y me envolvía en palabras sin darme salida, porque patente se me representó una situación de disfavor para mi probable traslado. Si el asunto se tomaba como ofensa de un americano contra el honor de los españoles y alguien interesado se encargaba de abultarlo, podría estorbar mis demandas ante el propio virrey.

      Estaba desolado, hasta que me reconforté apelando al discurso sobre mi virtud que hizo en la cena don Godofredo Alijo.

      –¿Cómo es posible entonces conciliar opiniones tan diversas? Tengo a mi favor la de un respetable ministro de la Real Hacienda.

      Percibí que Bermúdez se encontró súbitamente desarmado. Aun en el caso de que la autoridad máxima, el gobernador, se hubiese enterado y pronunciado en contra, no era el oficial mayor persona suficientemente indicada para estar al tanto de su pensamiento.

      Arguyó entonces que ciertos caballeros habían hablado, en los días siguientes, sin cuidar que su concepto trascendiera, aunque él, Bermúdez, por discreto no me daría sus nombres, al menos si eso no resultaba imprescindible para las precauciones que yo pudiese tomar.

      Aunque la hablilla tuviese base real, me sentía por encima de ella, porque no veía peligro inminente, de modo que aseguré a Bermudez que no me intranquilizaba y le dije que podía guardar reserva para siempre sobre la identidad de esos caballeros.

      Ya no pudo correrme.

      Otra imagen, no la del supuesto favor, advino a mi mente: Luciana de Piñares de Luenga varias veces de consulta, desusada en mujeres de su condición, en el despacho del oficial mayor.

      Pero esto había sido antes de la fiesta y no le encontraba atadero con el nuevo episodio.

      9

      Esas jornadas de acontecimientos imprevistos, de agitaciones y tumbos, me apartaron de cualquier intento de encontrarme con Luciana, lo que era difícil hasta otra reunión, y las reuniones se daban espaciadamente. Zama, ofensor, no podía pisar el umbral de Piñares, ofendido. Buscarla en misa era abocarse al laberinto de los oficios, que se daban de a dos o tres por mañana en cada templo y eran arriba de seis, sin contar los de naturales.

      Rita, que fue resplandeciente, lo era menos, como si algo le chupara la sangre. Al encontrarnos se forzaba en pro de una conducta normal, porque había sido herida y conservaba la lastimadura del débil humillado por el fuerte.

      Pude, pues, retornar a Marta. En esta disposición me halló un mensaje suyo, enviado por el mismo barco en que llegó un caballero oriental con cartas de recomendación para mí. Traía este hombre un probable negocio de explotación de maderas; personas considerables me encomiaban atenderlo debidamente y presentarlo a quienes pudiesen facilitarle sus cosas. Esta atención importaba indudablemente merma de mis monedas de plata.

      Marta, superando sostenidos reparos, me hablaba de la situación económica del hogar. Estaba afligida. Había tenido que vender las modestas alhajas de su dote, a espaldas de mi madre. Con esos recursos hacía tiempo, hasta que yo pudiese ayudarlas.

      Como yo inmediatamente no podía, tuve que franquearme en otra misiva conmovida por su abnegación silenciosa y colmada de recomendaciones de que siguiera ocultando la crisis a mi madre. Debí aclararle que mi sueldo era realmente de mil quinientos pesos, pero mil debían serme ingresados de los propios de la ciudad y, en consecuencia, por ser éstos tan exiguos, los míos no pasaban de ser ilusorios. En cuanto a los otros quinientos, sólo en ocho oportunidades habían llegado de España, sobre quince meses de permanencia.

      “Marta –suplicaba yo con la pluma–, sacrifiquémonos aún algo más. Es por mi carrera, que no puedo abandonar si quiero otro cargo más cerca de ti, de mayor lustre y efectivas entradas. Algo se juega también mi nombre, que es el de tus hijos.”

      10

      Encontré alojamiento para mi visitante en una casa de la calle San Francisco. La calle de San Francisco corre, mirada desde el río, detrás de la calle de San Roque y en la calle de San Roque estaba la casa de los Piñares de Luenga. De los fondos de ésta, una piedra lanzada por mano de hombre podía golpear la ventana del oriental.

      Lo visité asiduamente en su habitación y ha de haberle extrañado tan solícito interés por favorecer sus negocios.

      Hasta que un día, muy temprano, observé agrupados, detrás de la casa de Piñares, caballos y mulares con avíos de viaje. El señor preparaba la ida a su estancia de Villa Rica.

      Dejé transcurrir un lapso prudente e invité al oriental a visitar a Piñares de Luenga, ministro de la Real Hacienda, que seguramente podría contribuir con informes que dejaran sólido y concluido el proyecto.

      Compuesto en forma que merecí cumplidos de mi favorecido, pasé a buscarlo; con él del brazo me presenté por la puerta principal en casa de don Honorio Piñares de Luenga.

      Un esclavo joven nos informó que el señor ministro se hallaba en su estancia de Villa Rica y no regresaría hasta pasado un mes. Hice manifiesta una intemperante decepción, con voces algo elevadas de tono que provocaron miradas de estupor de mi acompañante. No me iba y requería mayores explicaciones. El oriental me tironeó discretamente de la manga y, antes que él malograse mi plan y en vista de que nadie desde adentro venía en mi colaboración, me decidí y ordené:

      –Di a tu señora que aquí está, presentado por don Diego de Zama, un caballero de Montevideo, que debe regresar muy pronto a su patria y desea ser atendido por el señor ministro.

      El cunumí se retiró, dejando entornada la puerta, en acto de precaución.

      El oriental dio curso a su malestar, diciéndome que cómo podía insistir de esa manera por una información de relativa importancia, de todos modos imposible de lograr, ya que el ministro no estaba. Que había otros ministros de la Real Hacienda, si tanto quería hacer por él y que...

      La puerta se abrió del todo, franqueándonos el paso. El esclavo nos guió hasta el salón.

      Luciana nos recibió muy señora pero con las mejillas algo encendidas. Se mostró gustosa de nuestra visita y yo supe que era por mi osadía. Creo que nos sentimos repentinamente cómplices.

      No obstante, dedicó toda su atención al oriental, a escucharlo un poco, lamentar la ausencia del marido y, muy luego, a cercarlo de preguntas que el hombre no podía responder, porque no era ni muy avisado ni amigo de las cosas espirituales, y hacia ellas se encaminó la curiosidad de Luciana. Quiso saber del teatro y de la música de Buenos-Ayres y Montevideo, y como por ahí no sacaba provecho de ilustración, se le ocurrió que este individuo, comerciante, podía estar enterado de trapos y le preguntó de las tiendas y hasta el precio de los dedales de plata. Como aquí algo acertaba, el oriental quiso recuperar terreno y se mostró viajero, diciendo de un viaje a Córdoba. Pero dio un traspié, porque Luciana supuso que por lo menos algún doctor sería amigo de él y le vino en ganas conocer la vida íntima de gente de esa clase, sus fiestas, reuniones, estilos de ropas, platos y bebidas, formas de educación de los hijos, un cuestionario para enciclopedia. No era para el oriental.

      Se daba mi turno. Yo iba a él resentido, porque licenciado soy, aunque no de Córdoba, y bien podía preguntárseme. Era esa vez un poco como siempre: allí donde la gente no es de universidad, si posee algo de qué enorgullecerse, posición o hacienda, decide ignorar estudio y títulos de quien los tiene.

      Mi oferta procuró alivio al oriental y a Luciana un interés que, asombrosamente, se permitió dejar en suspenso, hasta una nueva visita nuestra, que nos encargó se repitiera dos días después, a la oración.

      11

      Esa noche soñé que por barco llegaba una mujer solitaria y sonriente, sólo para mí, necesitada de mi amparo, que se confiaba a mis brazos y mezclaba con la mía su ternura. Pude precisar su rostro, gentil,


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