Zama. Antonio Di Benedetto

Zama - Antonio Di Benedetto


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fuera.

      Naturalmente, no me era desconocida Luciana y hasta algunos diálogos mediaron antes entre nosotros. Desde que, por el reto del marido, supe que ella era la mujer del baño en el arroyo, dispensé ocasionales lapsos imaginativos a su cuerpo, agraciado más de lo que las ropas permitían suponer. No obstante, desconté que se trataba de algo prohibido e imposible.

      Aunque Piñares no hubiese venido, la presencia de ella en la fiesta entorpecía, trababa mis movimientos, más porque no me dirigió una mirada ni dio la menor posibilidad al saludo personal que yo no habría sabido cómo presentarle.

      Me condenaba por no haber previsto el encuentro, rigurosamente lógico por eso de ser Alijo y Piñares miembros del mismo cuerpo. Es que en los días que mediaron desde el convite mi atención estuvo puesta, de un modo excluyente, en Rita.

      Permanecí en casa tanto como antes nunca lo hice. Aceché su paso, vigilé sus salidas a misa, todo en pos de algún signo de condescendencia en retribución del encubrimiento. Pero prescindió orgullosamente de mí.

      Me puse afiebrado como si la fiebre me viniese de la cabeza, consagrada a Rita y los proyectos que con ella me hacía.

      La fiesta se me presentó como un probable respiro.

      Tres horas de tertulia, entre cacao y cena, forzosamente tenían que acrecer la familiaridad que lo limitado de nuestro círculo favorecía en la vida cotidiana, siempre repetida a lo largo de meses y años.

      Podíamos permitirnos mucho, unos a otros, aunque en verdad yo permitiese más de lo que mi natural corrección me autorizaba a hacerles a los demás.

      Alguien propuso, en la rueda masculina, que al cabo de la cena, devueltas las mujeres al hogar, se hiciera una reunión con mulatas libres en cierta casa de las afueras. Como la mayoría aprobó con lascivia evidente en la comisura de los labios, un hombre de iniciativa, un organizador consagrado, preguntó de a uno en uno quiénes irían, para echar cálculos y disponer todo en una escapada inmediata.

      Yo me hacía fiera violencia en la vacilación, hasta que llegó mi turno y me excusé.

      Entonces, uno de ellos, como muchos ya al tanto de mi comportamiento, me preguntó sin malicia:

      –¿Sólo blanca ha de ser?

      –¡Y española! –respondí con arrogancia.

      Lo terminante de mi réplica cortó cualquier posibilidad de comentario.

      El organizador prosiguió tomando lista.

      Solamente el hombre de la pregunta no cejó en su curiosidad y, con respeto y discreción, se atrevió a llamarme aparte para decirme que estaba asombrado de mi preferencia excluyente. Me pidió el honor de confiarle si al proceder de tal modo estaba dando cumplimiento a un voto de carácter religioso.

      Le contesté la verdad:

      –Temo el contagio del mal gálico. Temo perder la nariz, comida por la enfermedad.

      Me dejó en paz.

      No había confesado la totalidad de mis razones, sí una principal. Nunca, hasta hacerlo, pude prever que descubriría así mis aprensiones y un móvil de mi conducta a una persona ajena a mi intimidad.

      Pero era un caballero y ni el menor gesto insinuó la burla que bien podía permitirse cuando, en la mesa, hablando para los comensales más cercanos, incluso las señoras, el dueño de casa peroró con aprobación sobre los hombres virtuosos e insinuó cuál de los contertulios podía ser tenido por tal.

      Yo me hallaba en su radio de influencia; también Luciana, que no mostraba atender el discurso moralista. Sin embargo, cuando el perorante dio a entender quién de los que ahí estábamos cargaba, según dijo, el tormento blanco y santificador de la pureza, Luciana soltó el brío de su mirada penetrándome, sus ojos puestos en los míos brevemente. Fue como si ella respondiera sin resistencia al llamado de algo nuevo y levemente extraño.

      Me sentí repentinamente ablandado y benigno. Pude sustraerme con facilidad al halago de otras silenciosas miradas estimativas y aferrarme sólo a ésa, fugaz, de la mujer del admirable desnudo, que ya evocaba sin sensualidad y prescindiendo de la evidencia de que ella, esa noche y entre las demás mujeres, no parecía superior a ninguna.

      En el transcurso de la comida no volvió a ocuparse de mí. Ese despego más me atraía y hasta me condujo a un exceso de copas en procura de animarme a parecer brillante, lo cual, pude comprobarlo, no seducía a Luciana.

      Torné a guardar mi ansiedad en prudencia y silencio.

      Yo no sabía hasta qué punto me había traicionado. Me enteré, no sin inquietud, cuando desplacé la silla para abandonar la mesa, como lo hacían todos, y el oficial mayor, Bermúdez, se aproximó a mi oreja, simulando para los demás una confidencia amistosa y risueña, y me dijo:

      –Alguien, cerca de mí, tuvo una ocurrencia que hemos festejado mucho. Señaló a Luciana Piñares y exclamó: “Es la mujer de cuerpo más hermoso que Zama ha imaginado”.

      Era como para que en mí se levantase una tempestad de carácter. Pero ocurrió que el imaginador de cuerpos hermosos recibió en ese momento, ni un segundo después, otra mirada de la mujer del cuerpo más hermoso que había imaginado. Una mirada que cantaba este mensaje: “Si mejor os conociera...”.

      Si de regreso me hubiese dado en la calle con Su Majestad y en sus labios esta propuesta: “Zama, ¿quieres cargo en Buenos-Ayres, mejor visto y rentado, si es que aceptas partir mañana?”, le habría respondido: “Todavía no”.

      Ningún hombre –me dije– desdeña la perspectiva de un amor ilícito. Es un juego, un juego de peligro y satisfacciones. Si se da el triunfo, ha ganado la simulación ante interesado tercero y contra la sociedad, guardiana gratuita.

      7

      Esa noche, además, se me presentaba como establecida para el amor con Rita: entraría por la puerta del fondo y le daría caza en el huerto, esta vez implacable y, quizás, amado voluntariamente. La menor de las Gallegos Moyano había pasado para mí a una condición de inferioridad con respecto a Luciana y, en el planeamiento del futuro que me hice asistido por la Luna, a una función meramente accesoria.

      Sin embargo, mientras más cerca me sabía de la casa, mayor importancia cobraba para mis ansias urgentes de amar, aunque fuese buenamente. Disponía de anticipada resignación, mas no podría soportar que el huerto vacío me defraudara.

      Me defraudó.

      Vino a mí, ni un grado menos, el furor empecinado.

      Atravesé los patios sin cuidarme de no hacer ruido y llegué al mío de un solo impulso, dispuesto a golpear la puerta malogrando el reposo y la tranquilidad de Rita.

      Mi puerta estaba abierta y la habitación echaba afuera un estable resplandor. Quise que fuese ella aguardándome y sabía que eso era imposible. Maldije mis trancos destructores del silencio y del sueño y procuré remediar el anterior alboroto acercándome con pies de pluma.

      Sobre la mesa ardía una vela y junto a la vela se hallaba una caja de latón, secreto depósito de mis monedas de plata.

      Un ladrón.

      Me desmandé de nuevo atropellando, crujiendo de rabia.

      Lo primero que me reclamó fue la caja. Tres o cuatro monedas desparramadas sobre la tabla, las demás adentro. Fue una comprobación velocísima, pero más rápido resultó el intruso, a quien no había visto hasta entonces. Salió de las sombras de mi lecho, me orilló con agilidad y se lanzó hacia la galería sin darme tregua en la sorpresa.

      Era un niño rubio, desarrapado y descalzo.

      Fui hasta la puerta. Se lo había tragado la oscura galería. Pensé que un niño solo era poco para tanto atrevimiento y supuse un cómplice aún escondido. Me volví hacia el interior, ya con el estoque desenfundado y dando grandes voces de amenaza hacia adentro y de alarma hacia el exterior.

      Impetuoso, busqué las sombras y les tiré puntazos,


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