Zama. Antonio Di Benedetto

Zama - Antonio Di Benedetto


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      Dejé el lecho, espiritualizado. La mañana era limpia y propicia. Bebí el mate y prescindí de los bizcochos. Comer, masticar, me parecía grosero.

      En la calle me di con una berlina modesta, de gastados arneses y cansino tronco.

      No le presté atención cuando pasó a mi lado. Pero reparé en una mano, carnudita y joven, muy blanca, guardada de encajes, que se tomaba de la portezuela. La cortina echada no permitía hacer público más que ese breve testimonio de donaire. El carruaje se alejaba y, por modesto, no podía distinguirlo de ningún otro.

      Pensé buscar mi caballo; suspendí tal propósito.

      Quizás era la mujer del sueño; seguramente no.

      Al igual que ella, operó en mí como una perdurable caricia.

      Por juntar pedacitos de esperanza, repasé las características del coche y de los animales de tiro, a fin de retenerlas. Sin duda, me dije, para la dama de la mano era un pobre medio de no ir a pie; sin embargo, tuve que decirme también, de menos dispondría ahora la que era en verdad mi dama, Marta, mi señora.

      Me sentí traicionero de su amor, de su humildad y su sacrificio; mas pensé en la mano resguardada de encajes, pensé en Luciana y quise justificarme como ante tribunal: “Por lo menos, debo conservar el derecho de enamorarme”.

      Enamorarme, únicamente, apuntaba en mi reserva de derechos, e imaginaba de nuevo la mano carnudita y clara, fugitiva, y la hacía real haciéndola de Luciana, y mía por un beso, un solo beso de enamorado, y luego el reclinar de mi mejilla en ella y sentir su calor pasándose a mi cuerpo.

      Debía acudir al despacho. No me hacía mal saberlo, porque permanecía bajo la influencia del sueño y de la mano blanca, otro sueño. Mal me causaba, eso sí, que lo real me resultase inasible y, si una mujer venía a mí, lo hiciera en sueños, nada más.

      ¿Nunca sería el visitado del amor? No el amor de Luciana, si es que lo conseguía, sino el de una mujer de otras regiones, un ser de finezas y caricias como podía haberlo en Europa, donde siquiera unos meses hace frío y las mujeres usan abrigos suaves al tacto como los cuerpos que cobijan.

      Europa, nieve, mujeres aseadas porque no transpiran con exceso y habitan casas pulidas donde ningún piso es de tierra. Cuerpos sin ropas en aposentos caldeados, con lumbre y alfombras. Rusia, las princesas... Y yo ahí, sin unos labios para mis labios, en un país que infinidad de francesas y de rusas, que infinidad de personas en el mundo jamás oyeron mentar; yo ahí, consumido por la necesidad de amar, sin que millones y millones de mujeres y de hombres como yo pudiesen imaginar que yo vivía, que había un tal Diego de Zama, o un hombre sin nombre con unas manos poderosas para capturar la cabeza de una muchacha y morderla hasta hacerle sangre.

      Yo, en medio de toda la tierra de un Continente, que me resultaba invisible, aunque lo sentía en torno, como un paraíso desolado y excesivamente inmenso para mis piernas. Para nadie existía América, sino para mí; pero no existía sino en mis necesidades, en mis deseos y en mis temores.

      Estaba espiritualizado.

      A mi paso, tumbada y sin fuerzas para moverse, encontré en una zanja formada por los raudales a una mujer indígena, de mediana edad.

      Me acerqué y ella no sabía con qué objeto, por lo cual sus ojos se pusieron implorantes como para que no la forzara a salir de allí, para que no le hiciera daño. Con ese ruego silencioso, con su abandono y su dolor, me causó viva compasión.

      Quise saber qué le ocurría.

      –Tuvïg –me dijo.

      –¿Sangre? ¿Estás herida?

      Negó despaciosamente con la cabeza.

      –No. Flujos de sangre, su merced.

      –¿Qué puedo hacer por ti? ¿Qué puedo ofrecerte?

      –Yerba o azúcar para la médica, su merced.

      Le di una monedita para su médica, la curandera, y otra para ella. Le dije que debía aguardar hasta que llegasen dos hombres, que la llevarían alzada a ver a la curandera y después a su rancho.

      –No tengo rancho, su merced. Soy libre y tenía; pero mi hombre me echó.

      Si bien entendía su situación, no supe cómo contribuir a resolverla. Arrojé sobre su falda otra moneda, consciente de que eso no era nada para la miseria y la enfermedad, que el marido quería extirpar de raíz eliminando de su presencia a la mujer.

      Ante la casa de la gobernación me aguardaba un mandadero con mensaje del oriental. Amaneció con retortijones y vómitos de cólico e imploraba mi colaboración para que se atendiese su salud.

      Con repentina sangre en la cabeza, lo interpreté como una burla de la suerte, como un juego malévolo para excitar supersticiones: yo me ocupaba en la calle de una enferma desconocida, en procura de que sanase, y parecía que la enfermedad se pasaba a mi conocido. Enfermo él, no podríamos visitar a Luciana en la tarde: la desventura recaía en mí.

      Hice avisar al oriental que muy enseguida tendría auxilio de expertos, pero decidí no ocuparme de momento y, secretamente, deseé que sufriera hasta aullar.

      Prescindí también de mandar hombres en socorro de la mujer caída.

      El gobernador tenía indicado que en cuanto yo llegara me pusiese a sus órdenes. Esto implicaba antesala, hasta que él se dignase franquearme el paso. En esta ocasión se retardó hasta crisparme de impotencia.

      En igual situación y viendo mis nervios permanecían de pie dos ancianos pulcros y una joven bonita, sencilla y notoriamente pasiva. Estaban en la sala desde antes que yo y si respondieron corteses y tímidos a mi abreviado saludo, más no hubo entre nosotros, aparte de un silencio largo y una aparente igualdad de condiciones que me humillaba.

      De ellos se trataba. El gobernador, que me recibió con una cordialidad apaciguadora, me rogó que lo librase de esa gente, según sus conocimientos temiblemente pedigüeña.

      Tuve que acceder, con callada reserva de venganza.

      Pasé a la antecámara sin mirarlos, clausuré tras de mí la puerta del despacho y esperé que ellos me buscaran.

      Tendrían que fatigarse de aguardar audiencia del gobernador, animarse a inquirir a su secretario y entonces darse cuenta de que quien iba a atenderlos era el señor asesor letrado; recibidos al cabo de otro tiempo, caer en la comprobación de que el asesor letrado era yo, es decir, la misma persona que tuvieron a tiro media hora, desperdiciada e irrecuperable.

      Pero el tiempo, allí, de nada servía, y finalmente me molestó su paciente antesala. Más me cansé yo que ellos; por lo menos, eso creo.

      Qué fuertes eran mis deseos de ser despótico y expeditivo y cuán escasa oportunidad me dieron las humildes palabras del anciano.

      Era descendiente de adelantados; podía citar, en rama directa, a Irala.

      Cuando me exponía esto, como una relación de hechos, sin postura ni orgullo, llamó alguien a la puerta y era Ventura Prieto. Lo hice pasar para que el anciano se sintiera disminuido, obligado a confesarse y pedir ante persona extraña, de quién sabe qué rango.

      Ventura Prieto, discreto, quiso retirarse; a una indicación mía permaneció cerca de la entrada, observando interesado.

      El anciano, intranquilo como yo lo deseaba, dijo ser de los antiguos pobladores de Concepción, con tierras heredadas, pero ya tan reacias a sus decrépitas manos que había caído en la miseria y se veía en precisión de pedir a Su Majestad para sí, su mujer y su nieta, sin padres ésta a causa de un acto sanguinario de los indios, diez años atrás.

      La niña, que al principio me miraba con limpidez, poco a poco había inclinado la hermosa frente y con su manecita, apenas con la punta de los dedos, se tomaba de mi mesa, como para aferrarse a algo. Mi mesa representaba al asesor letrado: yo era lo sólido y lo último para hacer pie.

      Yo constituía de nuevo algo útil e importante.

      Mi


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