Zama. Antonio Di Benedetto

Zama - Antonio Di Benedetto


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de acordar sin tardanza el gobernador, por quien me comprometo con mi palabra.

      Puse tanta aplicación en la solemnidad de mi promesa, persiguiendo un chispazo de gratitud en los ojos de la joven, que olvidé reclamarle documentación probatoria de su ascendencia.

      La joven me había entregado el fulgor humedecido de sus ojos y yo me sabía alguien, alguien en su intimidad dichoso.

      Ventura Prieto venía a traerme la reiteración del mensaje del oriental.

      Desusadamente amistoso, le pedí consejo. Me indicó al cirujano Palos y yo hice una broma con su nombre, obtuve otras referencias sobre el modo de encontrarlo y le encargué me enviase dos hombres para que fueran en busca de la mujer caída. Yo era en ese momento una persona buena y comunicativa, tanto que referí a Ventura Prieto el episodio callejero, procurando hacerlo partícipe de mis humanas acciones y mi compasión.

      Mayor era la suya o más lúcida. Me dijo que tanto merecía un cirujano la indígena como el oriental y me animó haciéndome presentes los procedimientos antojadizos de los curanderos: “Hechizos o intervenciones crueles; de lo contrario, lo inoperante: por ejemplo, contra los flujos de sangre, sahumerios de hojas de güembé”.

      Poco necesitó Ventura Prieto para persuadirme, pero tuve que arrepentirme de haberle franqueado mi confianza.

      Se atrevió a opinar sobre mi pronunciamiento en el caso de los descendientes de adelantados, del que era testigo.

      Dijo que para privar de la libertad a cien o doscientos nativos y hacerlos trabajar en provecho ajeno no era mérito suficiente un papel antiguo con el nombre de Irala.

      Como todavía no acertaba a comprender si criticaba mi disposición favorable al anciano o simplemente el régimen de las encomiendas, quise explorar un poco más, y le pregunté cuál título consideraba válido para obtener la encomienda.

      –Ninguno –me respondió–, y menos que todos el de la herencia remota.

      Lo contemplé con un tanto de superioridad y suficiencia, porque sus opiniones eran peligrosas y lo veía ofuscado, mientras que yo me mantenía sereno.

      Dije, muy pausadamente, como si estuviera reflexionando, aunque en realidad pedía respuesta:

      –¿Estaré hablando con un español o un americano?

      Y él, incontinente, me replicó:

      –¡Español, señor! Pero un español lleno de asombro ante tantos americanos que quieren parecer españoles y no ser ellos mismos lo que son.

      Aquí nació mi furia:

      –¿Va por mí?

      Vaciló un instante, se contuvo y dijo:

      –No.

      No estaba Palos de cirujano, sino de alzacopas, y aunque rescatado de la taberna no consintió atender más que al oriental, juzgando indigna la calle para “las consultas de la ciencia”.

      Lo dejé, pues, junto al lecho de los cólicos, y seguido de dos esclavos de la casa acudí en busca de la mujer, con plan de trasladarla al patio de la servidumbre para que no fuese largo el camino del cirujano ni deprimente para sus pretensiones.

      No se hallaba donde antes la vi y nadie por las inmediaciones parecía haberse ocupado de ella, de su estado y partida.

      Tampoco era sencillo dar con la vivienda de la curandera, si es que allí se había encaminado la mujer. Los esclavos primero y personas de la vecindad enseguida, me informaron de lo que yo nunca me había ocupado hasta entonces: los “médicos” venían del campo, pero sólo en día de fiesta religiosa.

      Una gûaigüí, una vieja, había, sin embargo, con residencia fija y consulta permanente.

      Por Ventura Prieto lo supe, cuando fui a la posada a reponer fuerzas y todavía estaba desorientado, tanto que hacía trascender mi desasosiego y remordimiento, culpable de descuidar una vida que prometí asistir.

      Tanto los americanos como los españoles, y éstos de las clases más distinguidas, para remedio de sus achaques preferían, antes que al cirujano, al cura experto, y más que al cura experto, al curandero. De todos modos, era proverbio que la muerte sólo es cosa de viejos y de parturientas, no de soldados ni enfermos. Si algo de verdad había en esta convicción, su vigencia no excedía los límites de la provincia y, en todo caso, del núcleo más civilizado, allí donde no dominaban los indígenas ni se comía carne humana.

      Nada alteró, pues, mi presencia en casa de la médica, donde dos señoras españolas aguardaban su turno y fingieron no conocerme.

      Entre el concurso no se hallaba la buscada. Me demoré un instante, por si formaba parte del grupo que, más adentro y con cierto aislamiento, se consultaba con la gûaigüí. Como el trámite tardó, fui allá y allá estaba, entre todos, un niño rubio, de unos doce años, espigado, en la tarea de pasar a la vieja los canutos de caña con orinas para el diagnóstico.

      Una noción me forzaba a asociarlo con el bandidito que ocupó mi cama y destapó mi caja de caudales. Pero la certidumbre tardaba en venir. Por ahí, en una tregua de su tarea, me miró tranquilo y sonriente, como con familiaridad. No dudé: era él.

      Con resolución que no precisó de reflexiones, me abrí camino entre el grupito de enfermos y le caí encima con mi pesada mano aferrándolo de un hombro. El mozuelo se desconcertó un tanto, mientras yo lo acusaba: “Fuiste tú, canalla. ¡Fuiste tú!”. Y para forzarlo prontamente a la respuesta, lo zamarreé, increpándolo: “Pillo, dime quién te mandó robarme. ¡Dime!”.

      Yo sentía en torno el revuelo de gallinas asustadas de las mujeres y esto me molestó, distrayéndome lo suficiente como para que el pequeño, ladino y bravío, se sacudiera entre mis manos, liberándose un poco hasta sentirse firme en un pie: con el otro me aplicó un fuerte puntazo en la parte prohibida.

      Grité de dolor, yo, ¡maldito sea!, y el rapaz se me escapó.

      Las mujeres se habían desparramado y nadie pensaba en auxiliarme ni acercarse. La vieja, con aire místico y ausente, permanecía sentada en el suelo con las piernas cruzadas bajo la falda. Yo bramaba, conteniéndome con las manos la parte afectada.

      Cuando el dolor se atenuó, asalté a la vieja con preguntas. Sólo pude aclarar que días antes el niño rubio le llevó de regalo una cantidad de ají seco, que utilizaba como medicina, y en cambio lo autorizó a quedarse en su casa, sin conocer quién era, ni siquiera su nombre.

      Muy segura de su afirmación, pero sin lamentar la pérdida del ayudante, me dijo:

      –No volverá.

      12

      Comenzaba la tarde, pero tanto mal me había dado aquel día que me espantaba continuarlo. Sin embargo, no se puede renunciar a vivir medio día: o el resto de la eternidad o nada.

      Podía, sí, sustraerme a las asechanzas de la ciudad montando el caballo con impensado rumbo. Oscilaba entre esa perspectiva y la muy incierta de visitar a Luciana.

      No podría hacerlo sino como acompañante del oriental, pero el cuerpo del oriental era sobre el lecho un gusano que se retorcía sin salir de un punto fijo. Me resultaba tan inútil para aquella ocasión que lo contemplé en silencio y me dije que su muerte nada me importaría.

      Nada me importaría mi propia muerte, creí también, y me acometieron unas ganas fuertes de no ocuparme ya de cosa alguna, de no retornar ni a mi cuarto ni a la calle ardiente y polvorienta, de echarme allí mismo, aunque fuese en el suelo, y descansar, descansar.

      Como entré por los fondos, en casa de mi huésped encontré a las mujeres de la cocina que dedicaban la siesta a preparar dulces. Al aire libre, en grandes ollas de hierro, cocían las frutas descascaradas.

      Yo venía sudoroso y seguramente más encendido de lo normal por la tierra, esa tierra roja de las calles pegada a mi rostro. Deseé el beneficio de un agua tibia por todo mi cuerpo y mandé que aprovecharan ese fuego para prepararme un baño.

      Colocaron


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