Zama. Antonio Di Benedetto

Zama - Antonio Di Benedetto


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con escasa firmeza y vista para que resultase eficaz.

      Tres esclavos, que por la prisa no habían terminado de ponerse la camiseta, obedecieron nuestras perentorias conminaciones: “¡Buscad! ¡Buscad!”, buscando por las galerías, los patios, tras las plantas y botijones, hasta desaparecer. Regresaron sin haberse topado con nada, a tal punto que parecían advertir en ese momento que fueron a descubrir algo e ignoraban qué.

      Don Domingo les explicó lo que yo vi, por si alguien podía aportar referencia esclarecedora: “Un niño rubio, espigado, como de doce años; descalzo y casi sin ropas, que ha de haber dormido unas horas aquí, en el lecho de don Diego”.

      Los esclavos se consultaron entre sí, con la mirada y voces bajas y nerviosas.

      Uno de ellos, un zambo, resumió lo que podía considerarse un dictamen:

      –Ha de ser un niño muerto, mi amo.

      Si Rita, en una de las habitaciones que destilaban luz por las rendijas, estaba escuchando, era preferible que compartiese la idea supersticiosa del negro. De lo contrario, me habría juzgado merecedor de todas las burlas.

      En la mañana se repitió la revisación prolija de la casa y sus dependencias. Sólo mi habitación había sido visitada y nada de valor faltaba.

      Me poseía la sospecha de una malévola chanza, mas no acertaba a determinar sospechosos. ¿Por qué pensé en Ventura Prieto si nada hacía razonable acto tan fastidioso contra mí? Levantisco y dispuesto a la pendencia, no pude, en las horas de despacho, sustraerme a una recatada vigilancia de sus gestos, a un control prevenido de sus posibles alusiones, por si alguna lo delataba. Pero no, ninguna.

      En la tarde, mientras cavilaba dónde esconder con mayor seguridad mis escasas monedas de plata, tuve el más deseado convite: de mate cebado por Rita.

      Nos sentamos al amparo de un plátano anciano, en sillitas bajas, y me sirvió el primero en silencio. Era azucarado y flojón. Lo sorbí despaciosamente y creo que con el líquido me venía gradual conciencia de cariño, tanto que me anegaba.

      Alzó la mirada, como si estuviera al tanto de ese sentimiento nuevo y limpio, y buscó en mis ojos un indicio de que podía tenerme confianza. Yo estaba enternecido: la veía bella y delicada, víctima de un amor consumado en el misterio, con la soledad del secreto y supuse –firme en la convicción– que ella había sido, era y sería de un solo hombre.

      Entretanto, no habíamos pronunciado una palabra y yo no sabía cómo participarle mi disposición afectuosa, repentinamente fraternal. Le dije entonces algo desmañado, apelando a un recurso de vía indirecta. Le dije que sentía inmensa gratitud por ella. Sorprendida, me preguntó por qué. Con ardor le expliqué que si alguien se ocupaba de mí, hombre sin familia y alejado de su tierra, era por una misericordia que conmovía mi pecho hasta ese punto que podía verse. En efecto, resultaba visible mi emoción, porque despuntaba en una ligera acuosidad sobre los ojos.

      Ese brote de lágrimas y hasta mis palabras eran desproporcionados con el favor que recibía de Rita, una atención que en múltiples ocasiones me prodigaron sus hermanas. Ha de haberlo comprendido así, debe de haber percibido cuánto era mi desasosiego por el arrepentimiento, tal vez piedad, que me inspiró con su oculto amor y su tardío pero sumiso acercamiento a mí. Le salió el llanto, caudaloso, y se mordía los dedos para no gritar. Yo le acariciaba la cabeza reclinada sobre mi pierna, y procuraba animarla a recuperarse pronto, con justificado miedo de que nos descubriesen en tal situación.

      Se calmó. Secó su rostro. Tornó a una actitud serena, pero triste.

      Me sirvió un mate, después sorbió uno ella. Dejábamos que la atmósfera luminosa y posesiva nos convirtiese en calmos objetos.

      Ella intentó el diálogo, preguntándome por el niño rubio de la noche pasada y aunque empleó un tono diferente vino a acuciar en mí ese resquemor de la probable chanza. En tanto le explicaba cómo saltó del lecho, me esquivó igual que pájaro en vuelo y se incorporó a las sombras como si a ellas perteneciera, me atravesó una sospecha urticante: Rita y su hombre prepararon la escena. Quisieron asustarme, tal vez trastornarme, en castigo por mis regresos de alta noche que malograban sus arrullos.

      Se contuvo en seco mi enternecimiento y el mayor esfuerzo de corrección que hice se enderezó a no herir demasiado con una acusación. Obstinado en la creencia de que Ventura Prieto andaba por medio en el asalto del niño, se me ocurrió que el amante de Rita era él. No me interesaba si lo era o no; yo quería saber si a Rita debía, aunque fuese en parte, mi grotesco desarreglo nocturno.

      Entonces le declaré que me creía con derecho, siquiera, a conocer el nombre de la persona a quien protegía con mi reserva.

      Achicó sus ojillos la indignación, apretó los dientes un momento y, acto seguido, los soltó para decir, con rigor terminante:

      –Oficial mayor Bermúdez.

      Y un gemido se fue con ella de disparada, al encuentro de su habitación.

      Quedé contemplando tenazmente la sillita baja, vacía, en tanto la calabaza se enfriaba en mi mano.

      8

      Solamente a esa altura Bermúdez comenzó a ser, para mí, algo definido. Hasta entonces no pasó de constituir un receptor y girante de legajos en la casa de la gobernación.

      Para la gente, tengo entendido, representaba algo parcialmente espectacular: del cuello para arriba.

      Había sido capitán del rey y un tajo hondo a la altura del corazón le vedó para siempre la vida violenta de los militares. Nada le impedía, sin embargo, el uso del casco, el más pulido que vi, y él lo lucía con motivo de cualquier solemnidad, fuese civil, militar o religiosa. Pero ocurría que, prematuramente, pues no pasaba de los treinta y cinco años, quedó sin un pelo en la parte superior del cráneo, y la gente decía que, con casco o no, la cabeza le brillaba igual. Esto parecía envanecer a Bermúdez.

      Cuando nos reunimos en el trabajo, su presencia excitó mi dolor y arrepentimiento de la víspera. Pensé que, después de todo, ese individuo intrascendente era para alguien razón de pecado, amargura y deleite, e imaginé la pequeña mano de Rita deslizándose en caricia por la bruñida cabeza calva.

      Bermúdez, que nunca se me aproximó sino con papeles, o con aquella socarrona confidencia de la fiesta, tuvo ese día un infrecuente rasgo amistoso. Me pidió que comiéramos juntos en la posada a mediodía. Si bien no mencionó causa, me sentí obligado, suponiendo que con prontitud extrema Rita pudo transmitirle sus pesares por mi conducta.

      Renació mi disposición de ser útil a los amantes e incluso me hice la ilusión de llevar sus relaciones a un plano más decoroso. Nada había en el convite de Bermúdez que trasluciese ánimo agresivo, por lo que acudí confiado a compartir su mesa.

      Sin embargo, su manera de introducirme en materia me picó. Me dijo que tenía que hacerme una confidencia, en bien de mi seguridad, y me rogaba que no tomase a mal su deseo de prevenirme. Como yo pensaba que él conmigo sólo estaba en condiciones de ventilar la cuestión de sus amores con Rita, supuse que, tras reconocerlos, ya que otra alternativa no le quedaba, me formularía una amenaza. Eché cuentas y consideré que su corazón en peligro no lo facultaba para un duelo, de modo que pude dispensarle el obsequio de mi paciencia hasta escucharlo algo más.

      Ni el mejor catador de hombres está en condiciones de saber qué esconde, qué trae el prójimo que pacíficamente devora con él jugosas porciones de carne asada.

      Cuando apuré a Bermúdez para que se explicase, me declaró:

      –Señor doctor, estáis en un serio compromiso.

      Me puse trémulo y apreté los puños: ¿de manera que el compromiso era para mí y no para él?

      Pero añadió rápidamente, sin darme lugar a la reacción, el argumento que lo determinaba a pensar por mí: yo, que soy americano, el único americano en la administración de esta provincia, aunque tenía probada mi lealtad al monarca, proclamé en la fiesta que sólo me conformaba con mujeres españolas. Mi esposa, sobre hallarse lejos, era


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