Escritoras ilustradas. Herminia Luque
(el duelo, el papanatismo ante lo francés, el falso sentido de la amistad). En todo caso, hay un protagonismo femenino y una dignidad en personajes femeninos, como la Matilde de La aya, que nos hablan de mujeres con criterios propios y acciones coherentes con su modo de pensar.
No hay, pues, una abierta rebelión ante las dinámicas de poder de su tiempo, ni siquiera contra el orden jerárquico de los sexos. Sí hay una crítica más o menos clara, una censura más o menos explícita. En otras escritoras coetáneas podemos ver dicha crítica con un gradiente que va desde el desacuerdo explícito de Inés Joyes, hasta la ironía de La Pensadora gaditana, pasando por los reparos a una tradición poética y unos usos sociales de Hore a la rebeldía lectora de Frasquita Larrea o la amable reprensión de la de la marquesa de Fuerte-Híjar. La imaginación adquiere tintes reivindicativos en María Rosa de Gálvez, en cuyo teatro hay personajes femeninos de fuerte personalidad.
La literatura, en sus variados géneros y formatos (periodístico, ensayístico, oratorio, poético, dramático, incluso desde la traducción), servirá a las escritoras para dar rienda suelta a las críticas y a propuestas ilustradas de mejora. María Rita de Barrenechea y María Rosa de Gálvez cultivarán el género teatral, con un amplio espectro en esta última, desde la comedia de figurón, la comedia lacrimógena, la tragedia o la traducción de textos ajenos. Las obras más importantes de Rita podemos adscribirlas al género de la comedia. Una comedia neoclásica que se va abriendo paso entre los vaivenes del gusto popular y el aplauso de la elite ilustrada.
Las literatas de esta época crearán, como hemos dicho, modelos literarios femeninos en los que encarnarán los conflictos de las mujeres de su época, y crearán, asimismo, sujetos autoriales. O lo que es lo mismo: incluso desde técnicas en apariencia menores como la traducción se erigirán en autoras, en creadoras por derecho propio.
A la par, la literatura de estas autoras nos muestra los límites de esa rebeldía crítica. Unos límites que nacen tanto de las características de las obras de estas escritoras (una obra escasa, insuficiente en número de obras y en cantidad de ediciones) como del impacto real que tiene en público y crítica en su tiempo.
Las biografías de nuestras escritoras son extraordinariamente ilustrativas. Tanto por los datos que nos aportan como por los vacíos que dejan. Los silencios biográficos, esa ausencia de datos, de registros escritos sobre las vidas de estas mujeres, son harto elocuentes.
Los vacíos iconográficos son también significativos: no conocemos ningún retrato fidedigno de María Rosa de Gálvez. Sí lo hay (y magnífico), un retrato de María Rita de Barrenechea, pintado por Goya y hoy en el Museo del Louvre. Realizado poco antes de la muerte de la marquesa, acaecida en 1795, es, a la vez, de una extraordinaria sobriedad y una sutil delicadeza. María Rita aparece ataviada con la típica basquiña o falda negra, mantilla blanca y unas flores menudas y un vistoso lazo en el pelo negrísimo; su rostro, no obstante, deja advertir cierto desmejoramiento, con los ojos algo hundidos. El fondo de la pintura (quizá el Arenal de Bilbao, se ha especulado) es de una modernidad asombrosa, un rothko de tonos azules, verdosos y grisáceos no homogéneos; el contraste del fondo casi abstracto con la figura femenina, (plantada con típica pose rococó, perceptible en el ángulo de sus pies, pero también con una tranquila determinación, fruto de su propia personalidad), da como resultado uno de los mejores retratos del pintor aragonés.
No olvidemos que María Rita es una aristócrata (marquesa de la Solana y condesa del Carpio) y puede permitirse ser retratada por el pintor de moda en la corte. Con todo, pese a su posición social relevante, los datos biográficos disponible son relativamente escasos. Y esa ausencia de datos actúa en un sentido negativo para el conocimiento que tengamos de las vidas de las escritoras, sobre todo en lo referente a su intimidad (lo que sentían y pensaban), más allá de la voluntaria o involuntaria situación en un segundo plano, propia de las vidas de las mujeres de esta época.
Un segundo plano que es una realidad palpable en el mundo literario, siendo muy difícil el acceso al reconocimiento como escritoras, toda vez que se les niega la pertinencia de su inserción en la res publica de las letras. Pues se considera su ámbito propio el doméstico, el de una privacidad entendida cada vez en un sentido más restringido, si bien esa ideología de la domesticidad no se ha implantado en ambientes cortesanos, donde prevalece una mentalidad típica del Antiguo Régimen en la que, por paradójico que parezca, las mujeres conservan cierto margen de libertad. Al menos en la clase aristocrática. No obstante, se considera impropio para las mujeres tanto el acceso al saber como a la plena autoridad como escritoras. Del rechazo que suscitaba el afán de saber de muchas mujeres dan cuenta las descalificaciones de que eran objeto, denominándoselas «bachilleras» o «marisabidillas».
Aun así, el acceso a la autoría se realiza muchas veces a partir de estrategias que podríamos considerar secundarias, no estrictamente creativas (al menos en la concepción actual), estrategias como la traducción y la refundición de textos de otros autores, con las que se prueba, no obstante, su competencia en al menos una parcela del campo de las letras.
A pesar de la precariedad del estatuto como autoras de estas «mujeres de letras», existe un baremo para calibrar la dimensión de sus aportaciones, así como la novedad que supone su irrupción en el panorama literario, en número muy superior a la precedente época barroca (donde ya hubo escritoras de la talla de Ana Caro de Mallén o María de Zayas14 y otras como Feliciana Enríquez de Guzmán15 y las novelistas Mariana de Carvajal o Leonor de Meneses),16 separándose de una tradición preexistente. Dicho baremo es la distancia existente con otras escritoras coetáneas, religiosas en su mayoría. Pues hay un buen número de escritoras, monjas profesas por lo general, que siguen ancladas estilísticamente en modelos tardobarrocos, pero sobre todo en una mentalidad exclusivamente religiosa, ajena por tanto a nuevas ideas de racionalidad ilustrada que pone el foco en los intereses puramente humanos, puramente terrenos. Esto nos da la medida exacta del carácter de auténtico distanciamiento de cánones y formas literarias religiosas tradicionales de las autoras que estudiamos aquí. Tenemos claros ejemplos como el de la religiosa examinada por Fernando Durán, Sor Gertrudis Pérez Muñoz. La autobiografía que esta escribe la encuadra en un contexto a años luz de la Ilustración. Su confesor, en el prefacio con el que quiere editar el manuscrito, señala que la autora, «una monja ignorante», va a demostrar (en cuanto instrumento de la voluntad divina) esas verdades que «los nuevos filósofos en sus libros pestilenciales reputan imposible, fabuloso, ridículo, y execrable, sin otra razón que la de ignorarlo».17 El motivo por el que esta monja se pone a escribir es estrictamente religioso: el mandato de su confesor. Forma parte de su vivencia religiosa; no es, pues, una actividad, como la entendemos ahora, puramente literaria
Cabe recordar, no obstante, que las escritoras que estudiamos son cristianas y en sus escritos no encontraremos ninguna impiedad. Nada más lejos de las intenciones de nuestras escritoras que la de ir en contra de la religión católica. Las referencias piadosas son incluso abundantes en otras escritoras de la época, como Inés de Joyes y Josefa Amar y Borbón (quien dedica el capítulo segundo de su obra Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres al «conocimiento de Dios y de la religión»). La Ilustración española en su conjunto es, a fin de cuentas, tradicional, cristiana y discretamente reformista. Pero nada más lejos tampoco de su ideario que la subordinación al pensamiento religioso o la renuncia a crear fuera de los cauces de la temática religiosa o la preceptiva moral católica. Existen, incluso, fuertes sesgos laicos en la concepción vital de una Inés Joyes. Pese a la declarada necesidad de una educación cristiana para los hijos, la felicidad a la que apela en su Apología de las mujeres es claramente terrena: una felicidad laica y una gloria de este mundo: «[...] viviréis felices cuanto cabe en el mundo y moriréis con la gloria de dejar una posteridad virtuosa».18
De deshonesta y lasciva tacharía la crítica a María Rosa de Gálvez. Pero, aunque los supuestos sonetos «libertinos» que habría escrito no se han hallado jamás, lo que está claro es que su obra no se subordina a una moral convencional ni se pone jamás al servicio de intereses religiosos algunos. Sus personajes femeninos (Zinda, Blanca de Rossi, Florinda) poseen unos criterios éticos propios que no dependen de prescripciones consuetudinarias ni de mandamientos cristianos.
No obstante, no hay que olvidar