Sangre eterna. Natalia Hatt

Sangre eterna - Natalia Hatt


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nadie.

      Aunque sí había esquivado varios besos indeseados por parte de algunos pretendientes que pensaban que, porque era amable con ellos, también les correspondía. Estaban equivocados. Más de uno se había encontrado con una barrera invisible a centímetros de su boca.

      Tener un escudo era una muy buena herramienta.

      —No sé si habrá próxima vez —dijo, sabiendo que posiblemente nunca volvería a verlo, lo que le causaba pena. Se estaba encariñando sin habérselo propuesto.

      —Yo creo que sí la habrá —dijo él, terminando su café.

      Meredinn suspiró.

      —Debo irme, Louis.

      —Está bien —aceptó él—. Pronto volveremos a encontrarnos.

      —¿Cómo puedes estar tan seguro? Ni siquiera te he dado un número de teléfono, ni te he pedido el tuyo.

      —Porque yo puedo encontrar a quien sea, donde sea. —Se levantó de su silla, igual que ella lo hacía.

      —Más intriga —contestó, dispuesta a no aceptar su número de teléfono, por más que deseara hacerlo.

      —Hay algo que no te he dicho —habló él, cuando estaba a punto de darle la espalda.

      —¿Qué, de entre todas las cosas, no me has dicho? — preguntó, con una mirada un tanto severa.

      —Vine a París porque tengo un mensaje especial para ti.

      El corazón de Meredinn dio un salto. ¿Cómo podía alguien saber que estaba ahí? Nadie lo sabía, ni siquiera las hadas. Además, ocultaba su apariencia, luciendo como una humana normal.

      —¿Un mensaje para mí? ¿De quién?

      —Eso lo sabrás cuando lo leas —respondió él, mostrando un sobre de color verde claro de dentro de su saco, para luego entregárselo sin demoras. Ella lo tomó, curiosa por saber qué había allí.

      —Gracias, supongo —dijo; después lo guardó en el bolsillo de su pantalón blanco—. Ahora debo irme. Fue un gusto haberte conocido, Louis.

      —El gusto ha sido mío —respondió él.

      Y sin que se lo esperase, la tomó de sus manos, trayéndola contra su pecho, para luego unir sus labios en un suave beso. Para sorpresa de Meredinn, su escudo no se activó, como lo hacía de forma automática, y ella respondió al gesto, sintiendo cómo todo su ser se derretía ante el contacto con esos suaves labios.

      «¡Dios!», pensó, consciente de que solo había estado media hora con ese extraño y que estaba mal comenzar a sentirse de esa forma. Sabía que no podría volver a verlo. Pronto cumpliría los dieciocho años y su misión comenzaría. No debía tener interés romántico alguno; no en esos momentos.

      —Nos vemos pronto, princesa —dijo él, guiñándole el ojo antes de irse caminando por el lado contrario.

      Ella se apuró a caminar hasta el baño de mujeres más cercano, se metió allí para desaparecer sin ser vista y despertó en su enorme habitación en el palacio real. Como lo había esperado, el sobre verde estaba en su falda, porque Meredinn tenía puesto un simple vestido color violeta. No llevaba bolsillo alguno.

      Abrió la carta, encontrando una tarjetita:

      «Señorita Meredinn.

      Está cordialmente invitada a un baile de gala en tres días, en el palacio del dios Zeus. Vaya en cuerpo físico y lleve el vestido que pronto se le proveerá.

      Atentamente,

      Los Dioses del Olimpo».

      Sintió que estaba a punto de desvanecerse. Había estado en presencia de un mensajero de los dioses, quizá un dios en persona..., y se había encaprichado con él. Lo bueno era que ahora sabía con certeza que sí lo volvería a ver.

      ***

      Estaba segura de tres cosas. Primero, que los dioses ya estaban al tanto de ella, seguramente curiosos por la cantidad de poderes que poseía, y deseaban conocerla. Segundo, que no necesitaría escabullirse dentro de su casi impenetrable mundo para cumplir su misión, que iba a comenzar el mismo día en el que fue invitada al baile de gala. Y tercero, que entonces sentía mucha más curiosidad por Louis, si es que ese era su nombre. Le resultaba irresistible, encantador y enigmático, aunque era un tanto engreído. Anhelaba conocerlo más, aun si entendía que su misión estaba primero que cualquier interés amoroso. A pesar de ese hecho indiscutible, sabía que no podría sacárselo de su mente por más que lo intentara.

      Los dioses del Olimpo la habían invitado a un baile... Ellos no representaban a todos los dioses, sino solo a una sección de aquellos, cuya entrada principal por el mundo de los humanos se encontraba en Grecia, en la cumbre del monte Olimpo. Su mundo estaba dividido en diversas secciones, tal como el mundo humano estaba fragmentado en países. En los albores de la humanidad, como se la conoce ahora, cada grupo de dioses se había encargado de dirigir, moldear e influenciar, a los distintos grupos mortales. Por eso cada cultura tenía sus propios dioses, distintos pero similares en ciertos puntos.

      En la actualidad los dioses ya casi no se involucraban en asuntos humanos, ya que al encargarse de generar diferentes creencias y religiones, habían cumplido con el propósito principal que los guardianes les habían encomendado: el de crear diferencias sectarias para que las personas se sintiesen disímiles entre sí y tuviesen la necesidad de separarse de quienes considerasen sus opuestos.

      Estas falsas religiones llevarían a enemistades y guerras entre los pueblos, cosa que los guardianes querían que sucediera. Lo que deseaban siempre había sido dividir, en vez de unir. El dicho que rezaba «Divide y reinarás» no podía ser más certero. El mundo estaba dividido en nueve dimensiones diferentes, la mayoría de ellas estaban separadas a su vez en diferentes secciones y razas. No había forma de lograr la paz entre todos de esa manera.

      Ildwin había sido quien había instruido a Meredinn sobre esos asuntos que casi nadie conocía y quienes sabían preferían callar. Las consecuencias que podría acarrear hablar de ello eran tan grandes como insospechables.

      Ella conocía un poco sobre los Dioses Olímpicos; sabía que eran catorce los más conocidos, aunque solo doce de ellos estaban permanentemente en el Olimpo y eran capitanes de otros dioses menos conocidos. Pero los dioses originales se habían seguido reproduciendo, sus números habían ido aumentado, solo que de eso poco se sabía, pues no había registro de lo ocurrido con ellos durante el último par de milenios.

      Los dioses preferían evitar el contacto con otras razas, por lo que se recluían en su propio mundo. Amaban la buena música, el arte y la comida, y vivían de fiesta, ya que no necesitaban realizar ningún tipo de trabajo. Existían de manera envidiable en ese paraíso al que solo ellos tenían acceso, aunque no eran inmunes a los conflictos que se desataban entre ellos de forma constante.

      Zeus era el líder de los dioses, su padre y firme gobernador. Todos lo respetaban como tal. Era el dios del cielo y del trueno, por lo que su papel principal había sido organizar el clima en el planeta. Él estaba casado con la diosa Hera, aunque había tenido muchas amantes e hijos ilegítimos.

      Hera era su esposa legítima, aunque también su hermana. Era la diosa de las mujeres y el matrimonio, y más que nada de la fidelidad. Era muy celosa y vengativa, sobre todo contra las amantes de su esposo y sus hijos, de igual manera con los humanos que la ofendían. Cuando una mujer defraudada le ofrecía sacrificio, ella siempre estaba lista para castigar a su esposo infiel.

      Poseidón, hermano de Zeus y Hera, era el dios del mar, de los terremotos y las tormentas. Los marineros debían estar en su favor para que les brindase mares de calma, pero si lo ofendían, tendrían una muerte segura.

      Deméter, otra hermana de los anteriores, era la diosa de la agricultura, del ciclo de la vida y protectora del sagrado matrimonio. Ella había sido la encargada de enseñar a la humanidad el arte de la agricultura, de sembrar y cosechar.

      Hestia,


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