Con fin a dos. Fernando García Pañeda
CON FIN A DOS
Fernando García Pañeda
© Fernando García Pañeda
© Con fin a dos
Julio, 2020
ISBN papel: 978-84-685-4853-1
ISBN epub: 978-84-685-4854-8
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Libre de toda ansiedad, de todo presentimiento negativo, sintiéndome a salvo de cualquier peligro, excepto el de no tener suficiente tiempo para amarle, disfrutaba de una felicidad desconocida.
Le miraba, le escuchaba con ojos fulgurantes, haciéndose irresistible al encontrarle irresistible.
Índice
Día 10
Día 11
Día 12
Día 13
Día 14
Día 15
Día 16
Día 17
Día 18
Día 19
Día 20
Día 21
Día 22
Día 23
Día 26
Día 28
Día 29
Día 30
Día 31
Día 32
Día 33
Día 34
Día 35
Día 36
Día 37
Día 38
Día 39
Día 40 Sine die
Día 1
Así que ahí estaba. No, no se la había llevado la pandemia, como empezaba a temer después de varios días sin verla. Más bien parecía que, como al común de las gentes, también estaría obligada a soportarla entre paredes.
Peleaba contra el espacio-tiempo del ascensor para colocar las bolsas repletas de frutas, verduras, leche, pescado y algunas conservas traídas del supermercado cercano.
Dudé. Seguro que me mandaba a la mierda, me diría «ni te acerques, imbécil», tal y como estaban las cosas. Pero no podía verla así, con ese aire agotado y arrastrando lo que parecía el doble de su peso. Parecía una reina destronada que no se da por vencida.
Vamos a ver qué pasa.
—¿Me permites? ¿Puedo ayudarte? —dije acercándome más de lo que recomendaban las autoridades sanitarias.
—Pensaba que no lo ibas a decir nunca.
Me encantaba ese ligero acento tan peculiar, sobre todo al pronunciar las erres. Y aún más la expresión cansada aunque desafiante y la sonrisa burlona. Me hicieron así, no lo puedo evitar.
—Es que, bueno, con lo del contagio, la prevención y todo eso quizá no querrías…
—¿Cómo no iba a querer? Total, vamos a morir todos.
Ingeniosa, algo de esperar; amable, más de lo que imaginaba. Claro, quién lo iba a imaginar, después de haber recibido un par de holas y un desganado gracias (después de media hora sosteniendo la puerta del portal) a lo largo de tantos meses.
Pulsé el botón del segundo, su piso. Iba a seguir tentando a la suerte.
—Si te parece bien, te ayudo a dejar las bolsas en la puerta.
—Ya puestos, mejor en la cocina. ¿Te vas a quedar a medias haciendo un favor?
Huy, cero bromas, chaval. Se te ha ido la mano.
Pero, para nueva sorpresa, se adelantó llaves en mano y abrió de par en par la puerta de su piso y volvió la vista con una nueva sonrisa giocondiana. Así todas las bolsas, excepto la menos pesada que agarró ella, y me guio hasta una amplia y luminosa cocina.
—Si fuera nutricionista te recomendaría consumir alimentos con menos plomo.
—Vaya. Pensaba que era poca cosa para un chicarrón.
—Estoy acostumbrado a pesas de hasta ochenta kilos, pero no a esto.
—Puaj, carne de gimnasio.
La escuché reír por primera vez. Parecía una risa embalsada que rompía su presa de contención hasta desbordarse.
—En fin, no te contagio más. Ya te he dejado una buena ración de virus —me despedí contagiado de su risa.
Estaba bien tentar a la suerte, pero no en demasía. Soy una de esas personas aburridas que fijan la virtud en el término medio. Hasta que me excedo, claro.
Me dirigí a la salida sin que ella dijera nada. No sabía interpretar su silencio, aunque la sonrisa seguía anclada a su boca.
—Eh… Si necesitas algo, lo que sea, ya sabes, vivo arriba —dejé caer, por si acaso.
—O sea que eres tú el pesado que hace tanto ruido. Ya te vale.
Puede que no sea tan silencioso como un ratón, pero me consta que estaba lejos de tan ominosa semblanza. Además, estaba equivocada.
—Procuraré ir descalzo a partir de