Panaderos. Nicolás Meneses

Panaderos - Nicolás Meneses


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peoneta, transportista, ayudante de cocina en restoranes de la zona. Un supermercado tiene vacantes en varias de sus secciones. Me queda cerca, más que la mayoría de los trabajos que se ofrecen. Elijo ese aviso, más uno de soldador y otro de guardia, aunque no tenga el curso. Los guardias no hacen nada y los soldadores pegan fierros con una máquina, no debe ser tan difícil. Le aviso a la secretaria que me da lo mismo el orden de postulación, que ella elija la que mejor le parezca. Doy las gracias y salgo. Camino a la casa, paso a mirar juegos de PlayStation a un local cerca del centro y vitrineo entre las tiendas nuevas que han llegado. Balmaceda, la calle comercial más grande del centro de Buin, está quedando chica de tantos locales que han instalado. Ni siquiera queda vereda. Me aburro pronto y tomo un colectivo para irme a la casa.

      La Coni me habla de los institutos en que imparten la carrera que quiere estudiar. Mi mamá dice que si hubiese podido estudiar, sería podóloga. Le encantan los pies, les corta las uñas a todos en la casa y se enoja mucho cuando la Coni se las come. Las uñas están llenas de gérmenes, grita hacia la ampolleta del comedor, las uñas son un nido de bichos, no te las comái cabra tonta. Yo me las dejo largas para apretar los botones del joystick más fuerte cuando me duele la yema de los dedos. Sirven para cambiar la tele con los botones gastados del control. La mami no me dice nada porque le gustan mis uñas, dice que son iguales a las de mi abuela. Me carga que se ponga sentimental, apenas menciona algo de ella se le caen lágrimas. Por eso prefiero mantenerme en la pieza, jugando o viendo películas. Le digo a la Coni que ya fui a buscar pega, que me van a llamar esta semana. Me sorprende la confianza con que se lo digo. Ni siquiera creo que vayan a llamarme.

      No estoy acostumbrado a hablar por celular. Lo tengo solo para escuchar música y tomar fotos. Para calmar a la mami, que cada vez que salgo en bicicleta piensa que me van a chocar y me llama a cada rato. Cuando contesto la llamada del número desconocido pienso que es una operadora para ofrecerme algún producto. Todas saben mi nombre. Pero esta vez no fue así. Me citaron a mi primera entrevista de trabajo. Será el próximo lunes en la mañana. Debo llevar varios papeles. No es necesario ir formal. Cuando le aviso a la Coni, se alegra mucho. La mami me dio plata para que vaya en colectivo y no tenga que andar en bici en un día tan importante. Está segura de que me va a ir bien. A veces soy tan optimista como ella. Trabajar no me entusiasma. Que la Coni estudie lo que quiera y tenga una vida mejor que los papás, mucho.

      El letrero plástico amarillo bloquea la pasada. La advertencia de “Cuidado, Piso Húmedo” obstaculiza el tránsito. Mi cabeza se llena de alarmas. En las murallas del subterráneo, a la altura del pecho, hay murales de plumavit con gráficos sobre asistencia y rendimiento laboral, un marcador de los días sin accidentes y nubes dibujadas en cartulina que recalcan los valores de la empresa: Respeto, Credibilidad, Pasión, Empatía, Inspiración. Ante la negativa de la tía del aseo, paro un momento e intento que me dé el paso con una mirada suplicante. Se apoya en la escoba como si fuera un bastón y corre el letrero con la punta de sus bototos punta de fierro. Antes de mover un pie, me paralizo. Mis zapatillas de suela plana y cordones desabrochados se pisan y resbalan en un futuro de milisegundos. Ahogado en esa proyección, apoyo el codo en la muralla. Le pregunto a la tía por qué otra parte puedo entrar. Me manda a rodear la salida e ingresar por el estacionamiento. Dibujo un mapa en mi cabeza. Trato de ubicar bien a cuál de los tres estacionamientos se refiere. Me ubico bien y le doy las gracias. Antes de salir, miro detenidamente los gráficos y el contador pegado en la muralla, el número de accidentes del mes de diciembre: 13. Meta para enero: 10. Sin firmar un contrato, mi caída no contaría para el seguro, para cualquier seguro. Mi vida descansa en mi prudencia y buen criterio. Salgo y entro como un cliente más. Me meto entre los pasillos de herramientas y accesorios para automóvil. Miro los fierros que afirman el galpón y las cámaras de vigilancia. Sigo caminando y noto que un guardia me persigue. Lo encaro para preguntarle por dónde se llega a la oficina de personal. Me guía entre los pasillos hasta un corredor que da a una salida de emergencia, cerca de la góndola de lácteos. Se para en la entrada y espera a que suba. La puerta es roja, tiene una ventanilla y se abre empujando. Llego al mismo pasillo en donde la tía seca el piso y lo cerca con el letrero, pero ahora desde el otro extremo. Subo la escalera y me siento entre los demás postulantes. En el pasillo hay un expendedor de agua y los cuadros con los empleados del mes. En unos meses más, imagino mi cara pegada junto a todos esos desconocidos. Al lado de los asientos un macetero grande con una mini palmera. De la oficina, una señorita con una carpeta nos lleva a una sala de reuniones. Revisa los currículums, llama a cada uno en voz alta, habla de las garantías de trabajar en un supermercado, detalla por qué contratan gente en los períodos de vacaciones y enfatiza el compromiso que los futuros trabajadores deben tener con la empresa. Anuncia los puestos disponibles y, como en una tómbola, se sortean los cupos. Cuando levanto mi mano, confirmo mi nombre, digo a regañadientes que sí, que me interesa el puesto disponible. Que estoy a su disposición.

      Le cuento a mi mami que quedé en la pega. La pillo lavando platos en la cocina, justo después del almuerzo. Mami, solo había cupos en panadería, le digo. Para de refregar y se da media vuelta. Trato de reír, aparentar que es un chiste, una talla fome como las que tira mi papá al almuerzo: “Mamá, mamá, en la escuela me dicen Omo”. Se seca las manos con un paño de cocina y saca un cigarro de su delantal. Fuego, susurra. ¿Qué? ¡Fuego!, alcanza a gritar. Mami, le ruego con voz encogida, voy a tener mucho cuidado, ¡es por la Coni! ¡Fuego!, vuelve a gritar. Le paso una caja de fósforos que está arriba del refrigerador. Se pone el cigarro en la boca y lo prende nerviosa. Abre la ventana de la cocina. Mamá es malo fumar adentro de la casa, acuérdate de lo que nos dices. Me meto las manos al bolsillo y empiezo a buscar algo. Tú le vay a contar a tu papá. Mamá, ¿las llaves dónde están? Me mira escupiendo el humo, como un dragón a punto de lanzar llamas. Mami, ¿mis llaves las ha visto? Su furia hecha brasas me cae encima. ¡Olvídate que te voy a ir a ver a la Mutual a ti también, cabro culiao!, grita y se va trastabillando al patio trasero. En el living la Coni ve tele. Dan Hora de aventuras en el Cartoon ­Networks. Me siento junto a ella a esperar al papá. Le pregunto si le molesta que trabaje de panadero. ¿Cómo el papá?, me responde. Sí, como el papá. No, yo quiero que vuelva mi papá, dice, como si hace años él estuviera lejos de nosotros.

      ¿Por qué los panaderos se visten de blanco? Me acuerdo que fue la primera pregunta que le hice al papá cuando me llevó a ayudarle en la panificadora. Me quedaba pegado en la harina suspendida, flotando en el aire, el polvo arremolinado que se veía a través de los rayos de luz. Debía usar mascarilla si estaba en la zona de amasado, mascarilla y cofia. ¿Por qué los panaderos se visten de blanco? Porque es nuestra religión, contestó. Nunca hago dos veces la misma pregunta ni me gusta indagar en el porqué de algunas cosas. Incluso cuando la respuesta que consigo de las personas es un chiste, para mí es suficiente. Más aún cuando niño. Yo creía en un dios del pan, como mi papá. Como todo cabro chico, creía en lo que su padre le dice. Creía sobre todo en el trabajo bien hecho. Me enojaba igual que él cuando veía a alguien que no hacía lo que debía. Flojo. Para él toda la gente era floja, se crió trabajando y eso era lo único, según él, que no lo había traicionado. Hasta ese día.

      Me gustaría pedirle algunos consejos antes de entrar a trabajar, pero me da vergüenza. Tal vez me rete, me prohiba ir. Aprenderé solo, como hasta ahora, como en un juego, descubriré un mundo y lo superaré sin ayuda de nadie, encerrado en mi pieza o en un supermercado.

      Me citan a las 10 de la mañana. Llego con los papeles que pidieron. La jefa de Recursos Humanos fotocopia mi carné en su oficina, mete las hojas en una carpeta y me lleva a una bodega. Pregunta mi talla de pantalón, polera y zapatos. Miro el desorden de ropa y calzado, el peligro de un derrumbe e imagino un montón de prendas bloqueando la salida en un terremoto grado 8.8. De nuevo me pregunta por mi talla de zapatos y apila en un escritorio dos pantalones, dos poleras, un par de bototos, un delantal y un jockey. Todo con el logo de la empresa. Me lleva a la puerta de un baño, ordena que ahí me cambie. Cuando estés listo, iremos a la panadería, dice. El baño es estrecho y no cuenta con ventilación. Tengo que arrancar la etiqueta a todas las prendas. Los zapatos son cómodos, blancos, con la lengüeta y la suela ploma. Ajusto mi cabeza al jockey y me miro al espejo, como se mira a la cámara para la foto de la graduación de cuarto medio. Aquí estoy, vestido de blanco, la ropa que se lava aparte de la de color. Mi mami con gusto quemaría mi uniforme como quemó el del papá. Pelearían, se sacarían muchos trapos


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