Panaderos. Nicolás Meneses
carro al mesón y agacharse casi hasta el suelo para sacar y acomodar las de abajo. La memoria de mis manos se despliega y es como si las hallullas fueran cartas en un paño de apuestas. Tras llenar una lata, sigo con la próxima, hasta completar las 15 del carro y empujarlo a la cámara de fermentación. Casi todas las máquinas tienen infografías sobre uso seguro y advertencias de peligro. La advertencia de la cinta cortadora es: “No apoye las manos en la cinta mientras está en marcha”. Nos podríamos atrapar los dedos entre clavos y moldes.
Mi primer contrato es por un mes. Si no cumplo las expectativas de los supervisores, lo más probable es que no me renueven. Quieren sacarme el jugo desde el primer día. En panadería no entran hueones pencas, es lo primero que me dijo el Jorge. Después del segundo contrato, viene el de planta. Ahí ya no hace falta preocuparse tanto por hacer bien la pega. Eso es lo que me asegura el Pipe. Me gustaría contestarle que hay que hacer bien la pega, que independiente de extender el contrato y quedar de planta, lo importante es cumplir, pero me abstengo. En el fondo me siento obligado por mi consciencia. Cuando intento explicarme el porqué, la imagen de una sala de operaciones aparece en mi cabeza, mi mente siempre en la camilla, mirando el techo. Todo es tan parecido, sobre todo el blanco, los mil tipos de blanco. Cuando me cambio de línea presto mucha atención a las puntas, los motores, tantas ruedas y ejes girando. Botones verdes y rojos, interruptores de seguridad, ¿dónde puedo desactivarme en caso de emergencia? Me sorprende lo despreocupado de mis compañeros al operar las máquinas, la risa constante, la talla pesada. Mis nervios apenas se acostumbran. Movimientos reflejos y de precaución se me escapan cada vez que los veo distraídos. Es como si mirara a alguien al borde de un edificio de 20 pisos balanceándose en la baranda. Solo quiero cerrar los ojos y que el mareo desaparezca. Pero no puedo. La cantidad de luces emulan un quirófano de donde no se puede quitar la vista del paciente.
TÍTULO VIII
DE LA OBLIGACIÓN DE INFORMAR DE LOS RIESGOS LABORALES
ARTÍCULO 139°: De acuerdo a lo establecido en el Decreto N°40, normativo de la Ley N° 16.744 y las modificaciones introducidas por el Decreto N° 50 del Ministerio del Trabajo y Previsión Social del año 1988, que obliga a informar de los riesgos laborales, es que se describen a continuación los riesgos más relevantes asociados a las actividades desarrolladas en HIPERMERCADO SAN FRANCISCO S.A.
RIESGOS EXISTENTES | CONSECUENCIAS | MEDIDAS PREVENTIVAS |
Manejo manual de materiales | *Heridas*Lumbagos*Fracturas*Contusiones | 1. Para controlar dichos riesgos, se deben seguir los siguientes pasos: a. Posición de los pies. b. Espalda recta, no vertical. c. Meter barbilla. d. Agarre palmar. e. Brazos pegados al cuerpo. f. Usar músculos de las piernas.2. Usar elementos auxiliares.3. Solicitar ayuda para cargas pesadas y de grandes dimensiones. |
CAMINA ATENTO A LAS CONDICIONES DE TU ENTORNO
Como la mañana es fría, mi papá me aconseja que use un chaleco con cuello de tortuga o un polerón con gorro. Que me tape las orejas porque el viento helado produce resfríos. Cuesta levantarse, acostumbrarse al despertador, activar el cuerpo desde las primeras horas de la mañana. La casa en silencio, yo avanzando al baño para asearme y tomar desayuno. Llego a la cocina y me encuentro a mi papá. Sigue levantándose primero que todos. Calienta la tetera, se prepara un té de melisa y mira tele. Me saluda con un “buenos días”, seco, sin despegar su mirada de la pantalla. Alterna su mano izquierda entre la taza humeante y el control remoto. Lo acompaño un rato, en silencio, viendo noticias. Aprovecho cualquier comercial y me despido. Pasé dos años sin hacer nada después de cuarto medio. Hacer nada es un dicho, pero la verdad es que jugué mucho PlayStation y vi hartas películas. Algunos días acompañaba a mi papá a la feria. Otros a mi mamá a las cosechas. Ahora tomo la bici y apoyado en la vereda me monto con un pequeño salto. El viento de la mañana me llega con los recuerdos de los días de liceo. Pedaleo para olvidarlos. Los evito como a los hoyos del pavimento. No acelero mucho y esquivo los vehículos estacionados por miedo a que el chofer o los pasajeros abran sus puertas de golpe. Uso un casco negro con calcomanías flamígeras, la chaqueta reflectante colgada en la mochila que se mueve como una capa de superhéroe y me siento en el Tour de Francia, no en un camino agrietado de una comuna rural. Cuando respiro por la boca, el viento frío me lija la garganta. Aspiro por la nariz, que es más tolerante al frío, y sigo un camino lleno de hoyos, vidrio molido, ripio, botellas plásticas y acequias que se rebalsan por la falta de limpieza y el agua de las parcelas. Trato de acostumbrarme a la reducción del verde, a la invasión de condominios, lo que no cuesta mucho porque todas las casas son iguales. Acá viven Mario Bros con su princesa, me digo, castillos chicos por fuera, pero por dentro gigantes, si no no me explico cómo les cuesta tanto salir a la calle. Conquistar un mundo por un castillo. Cuántos Marios Bros habrá. A los castillos solo les faltan las terminaciones para que los nuevos vecinos lleguen y amenacen con sus autos a quienes usamos esta ruta para ir a nuestra pega. Así es a veces. Pienso en lo molesto de esas casas repetidas y acuarteladas sobre sí mismas. Acá las viviendas son pocas, precarias y mutan de a poco sus fachadas de palos alambrados a las rejas de fierro con puntas dentadas, para que nadie haga el amago de mirar siquiera. Miedo. Miedo a los colmillos de los perros callejeros que me atacan cuando paso muy despacio por una calle. Miedo a los vidrios que son silenciosos miguelitos. Transpiro, pedaleo y me sumo a la fila de ciclistas. Miro las espaldas y bicicletas de esos trabajadores. Portan su chaleco reflectante, un jockey de la empresa para la que trabajan y su mochila; algunas veces las que el Ministerio de Educación les da a sus hijos y ellos no quieren usar porque prefieren una de marca. Persigo ciclistas que airean el eslogan desteñido del gobierno de turno: Educación Pública Para Todos, Mi Primer PC, Un Chile Más Justo. Llego al semáforo, uno de los pocos que hay, espero el verde y cruzo calculando que el siguiente no cambie tan rápido y pueda cruzar el tramo de un tirón para llegar al supermercado. Entro por el portón trasero del estacionamiento, me meto al subterráneo, me pongo en la cola detrás de los contratistas, saludo al guardia y le pido la llave de la jaula. Abro el candado, me meto entre las filas de ruedas, busco un espacio, cuelgo la bicicleta al gancho y como una res, queda quieta, descansando. Echo las luces en la mochila y me voy al camarín.
Cumpliendo horario cualquier movimiento es autodestructivo, nuestro cuerpo puede detonar por cualquier parte en cámara lenta, dispersando esquirlas por toda la escena. Es como una etapa difícil de un juego de guerra, donde sin querer recibes balazos de todas partes. Eso pienso mientras miro a mi mamá con el brazo derecho enyesado y la mano izquierda tiritando con la cuchara de té dirigiéndose a su boca. Se accidentó en el packing de kiwis y tiene licencia por dos meses. Como trabaja de temporera, quedará sin sueldo este verano. Tampoco tiene seguro médico, porque como trabaja de temporera, no tiene contrato. El contratista solo cumplió con llevarla al hospital y traerla a la casa. Cuando se fue, me imaginé un camión chocándolo y llevándose toda la cabina delantera de su furgón escolar en desuso. No entendí por qué mi mami, antes de partir, le dio las gracias.
Me gustaría decirle que deje de trabajar. Que cuando me pase a horario full, podré pagarle la carrera a la Coni y además ayudar en la casa. Así no tendría que pasar por eso de nuevo. El brazo no le va a quedar igual que antes. La mami no se queja, le carga quejarse, pero se le nota lo compungida que está con el dolor. Cada vez que tiene un accidente en el packing queda peor. Todavía tiene una puntada en la espalda de la vez que se cayó de la escalera cuando un coloso pasó a llevar las patas de apoyo. Y el gasto fue de mi papá, él tuvo que quedarse a cuidarla y pagar con su plata los remedios. Le dije que demandara al contratista, pero se enoja, dice que conoce al Carlitos de hace mucho, que siempre la llama a ella para las pegas de selección de frutas, que son las mejor pagadas, que no puede ser tan ingrata. Me da rabia, no entiende que no es una cuestión de amistad, sino lo que corresponde.
Barro la masa botada, hinchada por la levadura: pequeños pedazos, bultos grumosos a punto de explotar en el suelo. La echo a un saco vacío que usamos para recoger el polvo acumulado entre cada turno de harina. Esa basura no se cuenta como merma. Antes de cada parada a comer hay que barrer el piso. Me impresiona que se bote casi un quintal de harina diario. Lluvia de harina directa a los pulmones. Sin contar el polvo que escupen los extractores de aire hacia un sitio eriazo lleno de maleza que queda tan blanca que parece petrificada. Mi papá pondría el grito en el cielo por toda esa pérdida,