Panaderos. Nicolás Meneses

Panaderos - Nicolás Meneses


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que ninguno quiere ni le pidió jamás. Mi papá yendo a la guerra y volviendo maltrecho, condecorado por la ACHS. Mi papá, un veterano de guerra orgulloso de que su hijo vaya a las trincheras. Vuelvo a mirar el espejo. Me encuentro una espinilla madura en la frente y la reviento. Sale pus y un poco de sangre. Me limpio con un poco de papel y salgo a presentarme en la oficina. Estoy incómodo, no sé cómo comportarme frente a ella y a mis futuros compañeros. La ropa nueva me pica. Ni para mi bautizo me había vestido completamente de blanco. Me llevan a portería. Al lado del escritorio del guardia, apoltronados al muro, los relojes de registro de asistencia. Me instruyen en su uso. Son casi las 11 de la mañana. Digito mi rut. Ubico mi índice en el lector de huellas. Graban mi dedo. Suena un pitido: ¡Bip! “El registro de entrada ha sido realizado con éxito”. Busco a la señorita de Recursos Humanos. Habla con una cajera en el pasillo. La cajera llora. No me doy cuenta bien, porque me pongo a mirar un espejo colgado al lado del reloj. Es normal, de cuerpo entero. Tiene pegado, con scotch en la parte superior, una hoja de oficio que dice: “Así nos ven nuestros clientes”. Me pongo el delantal y me doy vuelta el jockey, como el Chino Ríos. Ahora soy mi papá. Solo me falta el bigote mexicano.

      El primer turno pasa rápido. Es como verse la mitad de las películas de Rápido y furioso, jugar un campeonato en el Pro Evolution Soccer, mirar un especial completo de Dragon Ball. Llego a tomar desayuno. Hablo con el Joaquín, un part-time de 30 horas que lleva dos semanas. Me habla del trabajo. Tomamos café con leche en la sala de descanso del segundo piso. Tiene mi edad, es muy risueño, lampiño y el tono de su voz parece no alcanzar aún la pubertad. Me siento más cómodo con alguien de mi edad acompañándome. Desde la ventana, miro los pasillos del supermercado tras una intermitente cortina de vapor. Le pregunto a don Jorge de dónde viene el humo. Es el horno de la cámara de los pollos, responde. ¿Estamos arriba del horno de los pollos?, le consulto de nuevo. Miro el piso de cerámicas rojizas. No hay peligro de incendio o al menos de que se propague rápido. En una esquina veo un extintor. Me calmo. La sala de descanso es una caja contra incendios. Parece un loquero con todos nosotros vestidos de blanco y comiendo, casi sin hablar. Apurémonos para alcanzar a ir al baño, dice don Jorge. Contrataron a una nueva tecnóloga que nos obliga a colar en la sala de descanso, nosotros comemos en la panadería, pero la nueva tecnóloga le da cualquier color, hasta nos quitó la radio. ¿Por qué les quitó la radio?, vuelvo a preguntar. Según ella porque nos distraemos y podemos accidentarnos innecesariamente, agrega. Innecesariamente, pienso. Sin música será muy aburrido y no se puede usar audífonos. Tendré que habituarme a la melodía de los motores. Innecesariamente.

      El encargado de mi turno se llama Jonathan Bermúdez. Yona para los amigos. Un abrazo de saludo y uno de despedida. Es flaco, pero con músculo suficiente para el trabajo. Usa un aro de gancho en la oreja izquierda que se tapa con un parchecurita mientras trabaja. En sus manos ocupa muñequeras azules. Tiene pasado futbolero en la selección nacional sub 20 y es fanático del Real Madrid y Cristiano Ronaldo. Preocupado de su gente, que vendríamos a ser los trabajadores de su turno. Preocupado, también, de hacer la pega. Nos dice “Rey” o “Príncipe”, como si fuéramos la nobleza del pan. Me consulta a cada rato qué me parece la pega. Bien, contesto, sin mentir ni exagerar. Me pregunta si he trabajado antes en panadería o pizzería. No, respondo tajante, no he trabajado nunca en esto, mi vida laboral recién comienza, digo mientras corto la cinta de inauguración. Se alegra y me elogia por mi rapidez con las manos. Sonrío. Al correr de los minutos me fijo en una cosa: trabaja más que nosotros, aunque podría tirarnos las pegas más pesadas. Tiene un motor de dos mil revoluciones por minuto. Llega el parón, descansamos y comemos. Esperamos el otro vuelo para retomar. Según el Joaquín, el turno de tarde es más pesado, pero a mí no me parece. No pasa ni media jornada y mis compañeros ya me molestan y animan a que haga lo mismo. El Yona apunta a don Jorge y dice cuidado con Jorgito que vende películas mal grabás y ese de allá es medio coqueto. Me da risa, el cansancio se esfuma. Comienzo a entender por qué se molestan tanto.

      Terminamos la cuota de producción y las últimas tres horas las dedicamos a limpiar y embolsar el pan frío para revenderlo en la apertura del día siguiente. A las nueve y media nos vamos a las duchas y 10 para las 10 estamos marcando nuestra salida. El Yona me dice que la cosa es así hasta el sábado. Rotamos el turno por semanas. La próxima nos tocará de mañana. Los otros compañeros del turno son el Kano, hermano del Yona, completamente opuesto a mi supervisor; el Juan de Dios, chico y flaco, con una carnosidad en su ojo izquierdo y las manos callosas como la corteza de un árbol viejo; y el Pipe, alto, maceteado y de párpados caídos. El encargado supervisa las tareas de la panadería, coordina la producción y los tiempos de descanso, como los turnos de los que estamos con él. Desempeña las mismas funciones que un trabajador normal. Es el responsable de asignar las tareas y pregunta qué nos acomoda. Me explica cómo es la cosa en la panadería: partes como aprendiz y llegas a maestro, igual que en las películas de karate. Uno de a poco se acostumbra al ambiente lleno de harina y ruido de motores. Pero, ante todo, en la panadería se trabaja en equipo. No tanto por exigencia de la empresa, por mantener el ritmo, ni por obligación de la tecnóloga. ¿Por qué?, pregunto. Porque es mucho más divertido.

      Para preparar un tipo de pan se requieren de dos a cuatro personas, lo que vendría a ser una línea de trabajo, me explica el Kano. El proceso se maneja con máquinas. Me las enseña una por una. Acá está la batidora, que mezcla los ingredientes y prepara las masas, tú echái la harina del silo (que es el depósito de harina) desde este tubo que está aquí colgando o directo de los sacos, cuando es pan especial o marraqueta; esta es la sobadora, ¿la conoces? Ella es la que está a cargo cuando el Yona no está, ¡no!, mentira. Mira, con esta amasamos y comprimimos los bastones, tení que tirarle polvo pa que corra y luego tomar el bastón como tomaríai a tu señora en brazos y tirarlo a la cortadora, dejái el bastón en esta cinta que lo arrastra hasta estos dos moldes, el picador y el cortador. Más acá hay otro mesón donde poní las latas. Poner el pan en las latas se llama empiedrar; acá empezamos todos, así que te dejo porque tengo que ver los hornos; el Yona no viene los miércoles porque es su día libre, pero cualquier cosa nos preguntas. Ah, cuando no viene el Yona el Juanito está a cargo. El Juanito me pregunta, igual que el Yona, si he trabajado en panadería o amasando. Le digo que no, primera vez. Erí rápido, me dice. Menos mal que quedaste con nosotros, dice, los del otro turno son fomes, te aburrirías con ellos, en cambio con nosotros es puro hueveo. Me pregunta de dónde soy y le contesto que de la Carlos Figueroa. Él es de El Solar, pero es sureño de toda la vida. Tú tení sangre del sur, remata, erí bueno pa la pega, los del sur somos así. Mi papá es del norte, pero la mamá es sureña, le respondo.

      Nunca paramos de mover las manos.

      Saco latas del carro y las apilo en el mesón. Mis recuerdos poco a poco se reactivan. Esta pega la tengo metabolizada: la aprendí en la infancia. Ya he sido empiedrador. No voy tan a ciegas. El pan sale de la cinta con una velocidad que no me lo creo. Empiedro y empiedro hallullas, amontono latas y completo carros. Los carros son torres de fierro con ruedas de casi dos metros, donde se ponen las latas para cocer el pan. En cada lata caben 42 hallullas o 15 marraquetas. En los carros caben 15 latas. Luego cambiamos al molde pequeño para cortar el centeno, volvemos al grande para el integral, y por apuro ponemos el de la coliza. La hallulla especial, que es una hallulla chica con más grasa, la dejamos para el último. Según calculo, la producción de la tarde es de 10 a 15 quintales de hallulla. Mis brazos se entumecen por el esfuerzo. Aprendo a empiedrar con rapidez. Mi velocidad depende del Juan, que corta; y del Pipe, que soba, azotando la masa en el arrimo de la sobadora. Ambos trabajan en el otro lado preparando las tiras para que se ajusten bien al tamaño y no se atrapen en los moldes de corte. Una persona puede sobar y cortar. En realidad, una persona puede hacer el proceso completo, pero perdería el ritmo. Empiedrar no conlleva ningún riesgo inmediato, solo forzar la espalda al mover las latas del carro al mesón y viceversa. La ventaja de ser grandote es que solo hay que estirar las manos para recoger hallullas, empiedrarlas y poner las latas en el carro. A veces compito en secreto con el Juan y el Pipe, y empiedro más rápido de lo que ellos logran cortar pan. Es un impulso inconsciente, las ganas de hacer todo un juego e interactuar y estar atento a los demás sin que ellos lo sepan. Mi técnica de trabajo ha cambiado un poco. Cuando cabro chico me apoyaba la lata en el pecho y la guardaba en los carros con movimientos tiesos, miedosos, de escasa precisión. Palpaba las latas con cuidado para evitar quemarme, porque el encargado


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