Nada importa. Jesús Terrés
—hablo de mis amigos— la voz de Guzmán era una referencia en el complicado arte-de-vivir, como lo podían ser Hemingway, Churchill, Frank, Jack o Wilde. Un connoisseur de lo importante. Antes de morir, escribió un panegírico que, para mí, es una pequeña Biblia. Una lámpara incandescente en este hoy de penumbra y lloriqueos. No se lo pierdan:
He visto y he hecho cosas que jamás imaginaríais, lo supe por vuestro asombro cada vez que os las contaba.
He visto las nubes pasar como algodones bajo mis pies sobre el valle del río Deva, en Cantabria.
He amado mucho, hasta querer morirme, fijaos qué disparate… Y no tengo noticia de haber sido correspondido, tan solo indicios, destellos confusos, y algún que otro chasco.
Me he asomado a los misterios del Cosmos. Aprendí que el Universo es muy grande y las posibilidades infinitas, así que no desesperéis. Pero decidir es hacer camino, y nunca se puede retroceder, aunque lo parezca, podemos volver a un mismo tiempo y lugar, pero siempre pagaremos un precio y nunca seremos los mismos. Eso se llama entropía.
He recorrido los otoñales bosques de la cultura de papel, la Historia, la Literatura y la Filosofía, y descubierto con regocijo que no todo está dicho. Me serví de muchos libros, aunque creo que pasé por más erudito de lo que en realidad era. La mayor parte de mi cultura provenía del cine y la televisión y de una impulsiva curiosidad por todo. Ningún libro o película me pudo dar más que algunos buenos indicios sobre quién era y por qué estaba aquí.
Practiqué la política desde el activismo y desde mi vida cotidiana, que es desde donde mejor se puede hacer sin necesidad de adherirse al poder y al dinero, para poner un granito de arena a eso de cambiar el mundo. Tuve la gran fortuna de vivir como lo hice precisamente porque me permitieron aceptarme y vivir tal cual era.
Lamento al fin dejaros, ahora que empezaba a dejar de tener miedo. Que me desembarazaba de cautelas y obligaciones. Que me permitía, a veces, presentarme ante quien fuera tal cual soy, sin ostentosas demostraciones de paciencia o resistencia, y sin preocuparme demasiado por el futuro.
El artículo de Rosa es sincero hasta el dolor. Dice «sus palabras están entre las más hermosas que jamás he leído. Entre las más sabias. Más tiernas. Más valientes. Inmensas palabras sanadoras que deberían ser oídas por todo el mundo, porque curan de la tristeza del vivir». Estoy de acuerdo. A mí, como a ella, «Panegírico» me estalló en la cabeza. Y me enfado con ese gris con el que, tantas veces, queremos ocultar todos los colores del mundo. Y sus palabras cascabelean en mi memoria y no encuentro la forma —ni quiero— de apagar su voz:
Emborracharse de vida. Descubrir —no es fácil— que no está todo dicho. Poner un granito de arena a eso de cambiar el mundo. Dejar de tener miedo.
Véndeme Madrid
—Buenas tardes, señor Terrés.
—Bien hallada.
—Soy Claudia, tengo dieciocho años y tengo un gran dilema.
—Así me gustan a mí las preguntas, al grano.
—A pesar de mi edad, siempre he creído que tenía las cosas claras en cuanto a mi futuro, aunque quizá tenga unos cuantos pájaros en la cabeza, pero es la bendita culpa del cine y de JKR.
—¿Quién es JKR? ¿Son las siglas de los componentes de One Direction? ¿Las iniciales de un tatuaje de Mario Casas? ¿La maleni esa inglesa que escribió Harry Potter?
—Así que después de mucho pensar, decidí que el año que viene quiero estudiar Relaciones Internacionales, algo que solo puedo hacer en Madrid. Ya me he cansado de hablar con padres, profesores y orientadores de tres al cuarto que no tienen ni idea de lo que quiero ni de por qué. Por eso acudo a un profesional.
—¡Paren las máquinas! Espera. ¿Ese profesional al que te refieres soy yo? ¿En serio? Jovencita, para que te hagas una idea: te respondo esto en batín y pantuflas desde la novena planta del hotel Majestic de Barcelona, hincándome un bloody mary con el firme propósito de echar a patadas de mi habitación a esta resaca fiel como un San Bernardo, que no se va de mi lado la condenada. Para que te sitúes en torno a lo que puedo saber yo de recursos humanos, digo. Pero qué narices: vamos al lío.
—Mi dilema es que me veo el año que viene encerrada en una residencia, pagando quince pavos por copa en locales atestados de gente, pasando miedo en el metro, perdiéndome en cuatro calles y encima distanciándome de las personas que tengo aquí…. Y lo único que te pido para que me des ánimos y me hagas recuperar la ilusión de coger la maleta es que me vendas Madrid. ¿Qué tiene Madrid? ¿Cuál es su magia? Y, sobre todo, ¿qué le puede ofrecer a esta pobre chiquilla de provincias?
—Acabáramos. Que el problema no es tu formación, eso lo tienes claro; ni siquiera tu familia (tienes un par de pelotas, enhorabuena por eso). El problema es que tienes miedo. Tan fácil. Tan difícil.
No te hablaré hoy del miedo, de los cambios o los cientos (miles) de razones para hacer la maleta sobre la cama de esa habitación a la que ya nunca volverás. Hoy solo te hablaré de Madrid. Y esta respuesta va a tener su gracia, porque te escribo, insisto, desde Barcelona, esa ciudad gris a la que ya he perdonado (serías tan increíble si te dejaras de tantas tonterías, Barcelona). Así que sí, qué narices. Aquí. Ahora. Desde la mejor habitación de la mejor planta del mejor hotel de Barcelona voy a explicarte por qué Madrid es la mejor ciudad del mundo.
Y es que Madrid es Madrid todo el año, pero nunca Madrid es tan Madrid como en septiembre. Las calles se desperezan, caen las primeras gotas de este otoño que se cuela entre las sábanas y tintinean las copas en la barra caoba del Cock. Una más. La penúltima. El Madrid de los atardeceres imposibles, los hermanos Alcázar en la Gran Vía y las niñas con sudario en la mesita bebiéndose Juan Bravo.
Sé que vivirás en Malasaña, que te besarán en los portales de Corredera Alta volviendo del Tupperware y que beberás copas de mierda en noches vulgares que no olvidarás nunca. Dormirás poco, llorarás más de la cuenta y echarás de menos aquella cama —que aún te espera— y maldecirás a aquel payaso que un día como hoy te vendió esta ciudad inexplicable. Pero un día bajarás por Espíritu Santo con una desconocida que ya llamas amiga (qué importa de dónde vienes, si estás aquí) y la vida se pintará de acacias y tejas, el color del cielo que abrasa la Gran Vía cuando atardece, y cada paso será una nota de una partitura que aún no entiendes, pero que ya intuyes. Y cruzarás Recoletos y el sol se pondrá en la Cuesta de Moyano, a la vera del Jardín Botánico y el Museo del Prado. Donde cada tarde reposan botines, fracasos, tesoros, llaves y brújulas bajo las tapas de aquellos libros de lance que esperan, sin prisa, la mano de otro dueño.
Y vivirás mil vidas y aprenderás a amar el cine en los Doré, harás cola en la barra del Cisne Azul —esas setas—, y pedirás otro vermú (otro más) y un pincho de tortilla en La Ardosa. Aprenderás a reverenciar El Prado (hay que hacerlo) y quizá descubras el arte (esto es necesario, Claudia) en exposiciones como la de Cézanne en el Thyssen. Pasarán los meses; dormirás poco, llorarás menos y recordarás con cariño aquella cama, porque ya no será la tuya. Ya nunca lo será. Porque la tuya está en Madrid.
Y un día, sin más, no existirá otra ciudad.
Porque no la hay.
Vivir con poco
Sé que más de uno —qué le vamos a hacer—me escupiría por culpa del titular. Vivir con poco. Qué dice este notas —precisamente tú— de vivir con poco. Pero es que la cosa no va por ahí. La cosa no va de pelucos, bespoke, borgoña ni Can Roca.
En los últimos cinco años he sufrido tantas mudanzas que uno aprende (no es una lección fácil) que tu vida no es eso que guardas en las cajas de cartón. Tu vida no son tus discos, tus libros ni aquellas sábanas cuyo olor significaba para ti el hogar. Con las mudanzas —y tantas otras cosas— uno aprende a mirar las cajas de otra manera. Trozos de cartón con objetos dentro. Vivir es otra cosa.
«Un té, una lámpara y un poco de música»
La