Nada importa. Jesús Terrés
champagne con pepitas de oro. El vodka de Armani. La botella de diseño firmada por no sé quién (¿acaso se bebe la botella?). Toda esa confusión entre continente y contenido. Un chardonnay viejo de Montrachet, en cambio, sí que es un lujo.
Las habitaciones de hotel con Voss en la mesita de noche perfumadas con ambientador de fragancias florales. Unas flores frescas (rosas o jacarandas) y un jardín cuidado sí es un lujo.
La carta de aguas. Y miren que yo lo entiendo todo. Que vale que te encapriches (qué voy a decir yo) con el Petrus de tres mil eurazos o el IWC con el podrías regalarte un coche. Es tu dinero y es tu vida. Pero ¿carta de aguas? ¿En serio? ¿En serio son necesarias 9.750 gotas de agua pura de lluvia de Tasmania en Australia?
Lo cool. Lo cool nunca es un lujo.
Viejos amigos, buenos vinos y el café de cada mañana. Las canciones de la adolescencia. Los polvos que justifican un día (una semana, un mes, una vida) de mierda. Cruzar la meta de lo que era (parecía) imposible. El Padrino en Blu-ray. Los sábados por la mañana. El placer de oír llover. Una mujer difícil. Los quesos de Xavier. Las portadas de los vinilos de Blue Note Records. Los besos robados. Los libros viejos. Las cosas hechas a mano. Todo eso es un lujo. Lo de antes no.
Ser un hombre (en primavera)
Cuando éramos jóvenes (entusiasmo, misantropía y camisetas negras) escuchábamos cintas de casete con Doolittle en una cara (Automatic for the people en la otra), robábamos jirones al futuro y teníamos una teoría: la llamábamos la «dictadura del tirante» y arrancaba exactamente el 20 de marzo. Un día después del fuego. Un par de horas antes de que el sol tomara las calles sin permiso ni vergüenza. Ya estoy aquí, parecía decir. Es la hora.
La primavera. Un adolescente no es más que un cachorro con cuatro libros a la espalda y un par de planes. Poco más. El equinoccio de primavera (primavera = primer verdor) es el icono de la renovación y la juventud, de la belleza y las flores. De la vida que regresa (siempre regresa) a colmar de colores las estaciones y recordarnos por qué jugamos a este juego sin sentido.
Al mediar de la primavera (escribe Pla en su Viaje a pie) llegan las primeras, pequeñas fresas de bosque y de jardín, y su perfume parece entremezclarse con el olor de las violetas. La «torpe y obstinada primavera» (González-Ruano, siempre César), unas horas felices para todos. Las terrazas de los cafés se llenan; aparece la primera mujer tostada –—¿Dónde? ¿Cómo?— y la vida misma parece ponernos un clavel en la solapa.
Primavera fue la última palabra que escribió Sylvia Plath antes de suicidarse y a la consagración de la primavera está dedicado lo mejor que compuso Stravinsky.
Yo no sé nada (o poco) de lo que se cuece en la cabeza de una mujer cuando el invierno llega a su fin y la primavera atropella los días grises, las dudas y el nórdico. Pero sí sé lo que pasa en el mundo de un hombre cuando los primeros rayos de sol atracan la pereza y las mujeres toman las playas de nuestra Normandía con cien mil buques de guerra disfrazados de tirantes y vestiditos del Zara. En primavera nos volvemos a enamorar (y ya van…) de todas y cada una de las mujeres que hemos detestado en invierno; y lo que antes era no hoy es sí, y lo que ayer era lana hoy es piel. Y al hombre cabal que éramos lo secuestra un loco y un niño con una espada de madera y un castillo donde esconder una sonrisa. En primavera solo cabe rendirse y celebrar la derrota. A su salud.
¿Merece la pena?
«El descubrimiento más consistente que hecho tras cumplir sesenta y cinco años es que no puedo perder tiempo en hacer cosas que no quiero hacer», cosas de Jep Gambardella —protagonista de La gran belleza, maravillosa sexta película de Paolo Sorrentino. No es solo que sea una película enorme (que lo es), es que nos ha presentado a Jep, nuestro Jep, nuestro cínico y tierno y triste y cansado Jep; que desde ya —¿alguien lo duda?— forma parte de nuestro imaginario cinematográfico. Gambardella se queda con nosotros y lo estará siempre en nuestras conversaciones de gin tonic, noches tristes y codo en barra, en nuestros artículos, nuestras preguntas y nuestras respuestas. Jep y su discurso facepalm frente a su amiga Stefania en esa terraza frente al Coliseo. Jep y su paseo con Sabrina Ferilli entre las catacumbas de la Città Eterna. Jep y su infinita melancolía ante su sesenta y cinco aniversario.
¿Qué le pasa a Jep?
Es el propio Sorrentino quien planta sobre la mesa la referencia ineludible: el Marcello Mastroianni de La dolce vita y la Roma procaz de Fellini. Marcos Ordóñez, en un artículo imprescindible, nos recuerda los años de Umbral (¿por qué no?) y el desencanto ante lo mundano. Peter Bradshaw en The Guardian remarca la beatitud —como el propio Paolo, lo sagrado que (ante el encuentro con la anciana) le conduce a la suspensión y al silencio—. Luis Martínez traza otra línea, la que conecta a nuestro Gambardella con otros ojos tristes, los del príncipe don Fabrizio Salina en El gatopardo o a Alberto de Los inútiles. Una cosa les une: todo en este mundo les es ajeno. Solo el instante de placer vivido y perdido en un solo segundo de la juventud valió la pena. Y su recuerdo mantiene el inconfundible aroma de la muerte.
Algo pasó en aquella cala del mediterráneo, aquella noche estrellada en la que un joven Jeppino descubre los pechos desnudos de Elisa. El azul proustiano del mar sobre la pared desnuda del techo de un Gambardella cansado. Intuyo que aquel primer calambre (el vértigo, el sexo, el escalofrío, la belleza) es el McGuffin de todas las demás noches, de todos los cuerpos, de todos los mañanas. De todas las farras frente al Coliseo y todas las Sabrinas sobre sus sábanas arrugadas. Dicen que buscamos en cada beso el recuerdo de aquel primer beso, que vivir es habituarse, que nada importa, que esto pasará, que nos queda la memoria. Mentira. Escribe mi Antonio Lucas sobre Chet Baker: «Di algo que no sepas decir», como pedía Carlos Edmundo de Ory. O sea, dame sorpresa. Regálame vértigo.
Y eso es.
Dame sorpresa. Regálame vértigo.
Cosas que amar
He encontrado una cosa curiosa. Se llama hedonómetro y la idea (pedazo de idea) es sencilla: medir la felicidad del mundo. Y hacerlo midiendo la «temperatura emocional» del planeta a partir de diez mil términos. Por ejemplo, el término happy son 8,30 puntos en la escala del hedonómetro. Hahaha, 7,94; war, 1,80; o jail, 1,76. Y así. Curiosamente, el sábado es el día más feliz de la semana (¿más que el viernes?) y, en fin, que mola el juguete este que han montado dos matemáticos locos de la Universidad de Vermont.
Así que, sin más, he pensado en facilitar el trabajo del Dr. Chris Danforth y plantar (aquí y ahora) las cosas que amo. A destajo. Sin orden, sin propósito, sin segundas intenciones. Estos son mis términos, querido Chris:
El queso, las chicas que se ríen con todo el cuerpo, Madrid, Georges Laval, los cinco últimos minutos de La última noche, los cinco primeros de El Padrino, los besos robados, La Varieté (de Weekend), Jot Down, el polvo antes de la siesta, Comté, los regalos sinceros, los chuchos (todos), los sábados por la mañana, unas sábanas limpias, Daniel Day Lewis, Shadowlands, Round Midnight (de Herbie Hancock), un cuello bonito, el sexo real, que el virtual es triste, los amigos de verdad (tan pocos…), Zelda, los bares de siempre, Laphroaig, ver a tus padres felices, las sobremesas sin prisa, Terroir al Límit, el escalofrío de una noche de verano y los restos de arena en los brazos.
La verdad, los periodistas de raza (quedan, creedme), Grupo Salvaje, la mirada triste de Tony Soprano, Barcelona, intuir qué quieres que esté en tu vida y saber quién no y en ningún caso. Y sigo sumando: el olor de la vainilla, borgoña, Cái (como universo), la caliza del Marco de Jerez, Pitu Roca, El bosque animado de Quique Dacosta, la ducha tras una carrera, Hermès, R. E. M., Kiko Amat, Mr. Ego rememorando su niñez en Ratatouille, Woody Allen. Continúo con: la banda sonora de Match Point, Londres, Aponiente, las tetas de Monica Bellucci, las piernas de Monica Bellucci, los ojos de Monica Bellucci, Monica Bellucci, la saga de Bourne, Oliver Peoples, las cartas a mano, los bolígrafos bonitos, el (mi) Submariner, la última cena en elBulli, saber perdonar y perdonarte. Ya voy terminando: los relojes mecánicos y el tacto (y el olor) de un libro recién comprado.
La piel de gallina, los restaurantes, las canciones