El abandono de la experiencia. Josué Durán H.

El abandono de la experiencia - Josué Durán H.


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el hartazgo, la pereza, el desasosiego; y entonces me inquieta que el primer problema que ya se me aparecía irresoluble se viere complicado por mi agotamiento. En seguida, sin embargo, especulo que esta misma preocupación es la que me previene de dormirme; que es debido a ella que al cerrar los ojos mi respiración se agita y mi mente no puede parar. Y, por lo tanto, que esta preocupación es la causa de mi insomnio, de la misma manera que el insomnio es la causa de mi preocupación. Atado a este círculo vicioso, muchas veces, encuentro la salida en una historia: me veo a mi mismo, en algún futuro próximo, relatando mi penuria a cualquier interlocutor. Así, levantándome de pronto algunos palmos sobre la tierra, empiezo a contemplar mi vida como si se tratara de la escena de una película o de algo que alguien me pudiera contar. Con ese sutil procedimiento, pronto la preocupación deja de ser mía.

      La literatura tiene a menudo también esta función de escape. Así, en una novela de Ítalo Calvino, El barón rampante, el personaje principal, acaso imitando al gran fabulador, decide un día trepar a la copa de un árbol para escapar de un castigo impuesto por su padre y promete no volver a bajar. Desde allá arriba, dice, puede habitar el mundo sin tener que escuchar lo que tienen para decirle los demás. Mientras tanto, abajo en el suelo, acontece la Historia: la mujer de la que se enamora va y vuelve, llegan los desterrados españoles, Napoleón mismo hace a su ejército marchar. Él, sin embargo, como un lector travieso, no quiere poner los pies en la tierra; antes que vivir una vida monótona y aristocrática, prefiera las aventuras y la velocidad, la altura y la vista privilegiada que esta le ofrece, la levedad.

      Acaso otro lector afanado, el protagonista de Nada, la célebre novela de Janne Teller, también decide un día trepar a un árbol para no bajar. En este caso, sin embargo, sus motivos pesan: “Nada importa –dice–. Hace mucho que lo sé. Así que no merece la pena hacer nada. Eso acabo de descifrarlo”. Reduciendo el mundo circundante a una estampita, desde su árbol, Pierre Anthon les recrimina a sus compañeros la futilidad de sus esfuerzos y, lanzándoles piedritas, les increpa a dejar de actuar. Ellos, sin embargo, no se dejan contrariar; reuniendo en una pila los objetos que consideran preciosos, creando así un “montón de significado”, los compañeros de clase de Anthon pretenden demostrarle que su nihilismo está equivocado y que rige sus vidas algún valor de verdad.

      En esta búsqueda entre la levedad y el peso, la lectura a veces no parece otra cosa que un intento de duplicar la realidad. Si la realidad es insuficiente, piensa el lector, la vida debe estar en los libros y en sus fórmulas; y, sin embargo, mientras abajo el suelo a veces tiembla y, otras, parece que su árbol está a punto de caer, el lector, que se ha subido a una rama para alcanzar a mirarlo todo en su vastedad, no siempre tiene a quienes le presenten una pila de verdades. Entonces, consternado, desesperado incluso, empieza a cavilar cómo amasar ese “montón de significado” sin tener que abandonar su cometido. Para no tener que poner los pies sobre la tierra, la literatura presenta a menudo un posible escape: el solipsismo.

       LA ESTÉTICA (ALGUNAS NOVELAS COLONIALES)

      Hay un espectro que recorre mi escritura: la colonialidad. Cuando me atrevo a pensar, me posee; en tanto mis palabras empiezan a brotar como si fueran flores, pareciera que es su voz que las invoca y cuando germinan es una fuerza extranjera la que les ha prestado su nombre. Teorizar. Empezar a teorizar. Deshacerse en teorías. En vano pretendo resistirme a la música de estos últimos siglos; en vano… en cuanto empiezo a escribir resuena. El cuento, la novela, la poesía. Más aún, la vanguardia. Incluso, la experimentación; y qué decir de la identidad, del dibujo, de mí mismo. Someras interpretaciones de la Literatura fluctúan por mi mente cuando escribo; la Historia misma y ese oscuro sustantivo, la Tradición, se me imponen.

      “Can you feel it?/ This air of freedom”. Cuenta una afamada parábola borgeana que el peor laberinto es el desierto, que en su engañosa apariencia de las posibilidades –las direcciones– disimula (y acaso amplifica) su tragedia. Con aquello que denominamos la libertad creadora acaso acontece lo mismo. Puesto que, allí en donde nos consideramos más libres, la libertad de crear nos cataloga en una misma estructura: su red, su tejido colonial, su Arte. Crear siendo creados; crear creaciones críticas; creer en la creación; pero así se olvida su construcción autoritaria, su encriptación, su lema.

      Decían de Adorno, que, durante un viaje especialmente largo de automóvil por una autopista estadounidense, la música que sonaba en la radio empezaba a resultarle demasiado molesta. Sonaba en ese instante un afamado jazz de la época que, como estribillo, refrendaba: “Can you feel it?/ This air of freedom”. Cuentan que, contagiado, Horkheimer, que viajaba a su lado se quejó de la duración de la canción, espetando que parecía haber durado “excesivamente”, a lo que Adorno le habría respondido, sentenciando: “Sin duda… creo que ha estado sonando los últimos doscientos años”.

       LA MEMORIA (OTRAS NOVELAS COLONIALES)

      En un libro de Juan José Saer, que se llama La pesquisa, el Pichón Garay y Tomatis, dos amigos a los que hace años ha separado el Atlántico, se rencuentran para recuperar un libro secreto escrito por su difunto amigo, ¿el Matemático?, que, póstumamente, ha descubierto su hija. Al ingresar en la biblioteca del último, Saer describe como:

      La luz entraba por pequeños resquicios en la madera, y atravesando el salón en larguísimos filamentos dorados, golpeaba las estanterías de la pared contraria. Vista desde donde estaban ellos, parecía un entramado de sombras y colores, en el que abundaban los azules y los verdes, pero también los más diversos tonos de gris, pedazos de libros apocados por la oscuridad y, por lo tanto, silenciosos. Así deben haberse sentido los visitantes de Alejandría – sostuvo Tomatis, a lo que, varios minutos después, le debatió Pichón – O acaso es así como uno debería imaginarse una biblioteca a punto de ser olvidada.

      Recuperar la memoria, perderla… en estos gestos se juega uno la ‘vida’, es decir, la posibilidad de continuación, de recuento, de corrección, de semejanza. Probablemente, esta breve cita es incapaz de rescatar en su totalidad la potencia estética del pasaje descrito por el escritor argentino. Pedazo más bien triste de memoria es menos un monumento que una indicación, direcciones en medio del camino que apuntan a una experiencia –todavía– recuperable. Y es que con la literatura ocurre que no toda ha sido todavía olvidada. Como en Acercamiento a Almotásim, la historia de Borges en la que un hombre intuía la existencia de otro por los gestos que este podría haber contagiado a hombres que sí lo conocen, quedan en los textos rezagos de aquellos que su autor ha frecuentado: por aquí un pasaje memorable –innoblemente señalado con comillas–, por allá una idea, una noción o una palabra. Es el olvido lo que se vuelve invisible: nos cuesta encontrar aquello que un texto ha perdido. Y, sin embargo, sentimos su ausencia. Sobre todo, es en las carencias donde la hallamos: donde una estructura ya no se sostiene, cuando el juego al que nos tenía acostumbrados –y donde antaño solía apaliarnos– se presenta inocuo, o peor aún, equivocado.

      Recuerdo con cierto pudor mis primeras lecturas de El guardián entre el centeno, acaso la gran novela juvenil americana, sobre todo cuando me encuentro acongojado. Embebido en los dramas cotidianos, el recuerdo del joven Caufield me permite identificar mi disparate: lo recuerdo caminando por el Central Park neoyorkino, pensando adónde irán los patos en invierno, contratando los servicios de una prostituta para conversarle, escapando de la casa de su antiguo maestro tras imaginar en él –quizá en una proyección freudiana– inapropiados deseos sexuales. Lo recuerdo a él, sobre todo, mirando al mundo como si éste entero no se tratara más que de un mensaje; uno que se dirige únicamente a él. Esta posibilidad de encerramiento, que sin vergüenza todos debemos confesar haber sufrido, es la que este libro tan bien capturaba. Con cierta ironía, pero quizá no con cierta saña, el libro describía los límites mismos del solipsismo: su rayar con la locura, su realidad profundamente pueril.

      Es esta capacidad de autoironía la que no han sabido mirar los nuevos –y antiguos– lectores liberales. Un afamado escritorcito chileno ha escrito un homenaje a la novela de Salinger que se titula Mala Onda y que ahonda en sus tropelías burguesas. El protagonista


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