El abandono de la experiencia. Josué Durán H.
abundan las imágenes de voyeristas que admiran anhelantes la naturaleza desde sus domésticas ventanas y en la impresionista no falta la representación de algunos balcones. El pintor francés Caillebot representó varios de estos espacios, balcones desde donde los espectadores parisinos se volcaban orgullosos sobre el recién inaugurado paisaje urbano de la capital del siglo XIX. Un poco más lucido o al menos más emocionado, el inglés Edward Turner pintó cuadros como El gran tren del Oeste en donde uno puede intuir, en los colores, rojizos y dorados, el movimiento de la luz como sería captado por un usuario del recién inventado ferrocarril. La velocidad transformaba el paisaje, desfigurándolo, o al menos la estabilidad del tren permitía observar finalmente esta desfiguración… porque a nadie se le había ocurrido nunca pintar a caballo –excepto a J.M. Rugendas, un paisajista alemán, quien en su versión novelada (en Un episodio en la vida del pintor viajero de César Aira) intentó captar el movimiento de un enfrentamiento entre españoles e indígenas chilenos mientras montaba a caballo y a quien los brincos, las variaciones y un trueno que le cae en plena pampa y le obliga a cubrir su cabeza con un toldo le llevaron a inventar el cine.
La clara crítica Rosalind Krauss ha señalado que las estructuras y los marcos de las ventanas enseñaron a los pintores románticos los fundamentos del arte abstracto. Estos, al servir como ejes, aplanaban la imagen y permitían mirar no a los objetos representados sino a sus relaciones en términos de color y tamaño, de proporción y de posición, de pintura. Así, los paisajes que aparecían allí reticulados pudieron luego convertirse en las cuadrículas de Mondrian, así sus colores devinieron no en figuras sino en formas. En esas ventanas estaba, entonces, la posibilidad de un paisaje imaginario, formal.
Y es que algunas ventanas domestican. Existen varios cuadros ecuatorianos contemporáneos (de Pablo Cardoso y Ramón Piaguaje) –también visibles en el Museo Nacional– cuyas representaciones del Oriente ecuatoriano, en su afán de disolver la naturaleza en meras líneas y sombras, parecen pintadas desde la comodidad de un pabellón de arquitectura moderna. Esas imágenes separan al espectador del contenido, trazando un límite o barrera entre cultura y naturaleza. Es más, en esos cuadro no hay animales, ni humanos, ni historia. Su tranquilidad, su llaneza, su moderación (¡uno se titula Amazonía Eterna!)… evocan un espectador desapasionado, sensible al color, neutral ante el paso de la Historia.
Al haberme criado en esos pabellones rodeados de ventanales en vez de paredes que caracterizan a la arquitectura moderna, también yo he tendido, como si fuera un apacible habitante de Copenhague, a imaginar una continuidad entre el adentro y el afuera, convirtiendo al paisaje en un elemento más de lo doméstico, de lo cotidiano, de lo bello. Sin embargo, una vecina al inspeccionar el departamento en el que vivíamos entonces me sacó del engaño. Al detenerse en uno de los ventanales de la sala, descubrió que, entre el panorama que esta ofrecía, podía entreverse un pedazo de su casa; consternada, se acercó a donde estaba mi madre y le increpó entre jocosa y atemorizada – “¡Así que ustedes nos han estado espiando!”.
Supe, sin saberlo, que en realidad el adentro es parte del afuera y no lo contario. Porque la Historia escapa a las formas y atraviesa el cristal de las ventanas; lo hace porque se trata de vida. Consciente de esto, en una secuencia de los más natural, la artista brasileña Lygia Clark pasó de trazar figuras suprematistas como Malevich (relaciones geométricas y de colores que no figuran nada, sino abstraen en el lienzo), para dejar que estas se escaparan de sus marcos. Los Bixhos, como tituló a esa serie de ¿esculturas?, consisten en objetos geométricos tridimensionales y coloridos que parecen pasearse por el piso, habitándolo. En sus cuerpos abstractos no hay tan solo ya la geometría del pintor, sino también algo más: hay movimiento, ocupación, proliferación. Algo parecido, me imagino, a lo que pasa en las instalaciones de Juana Córdova, por ejemplo, en Botica, donde varias plantas manufacturadas con papel araña sobre un suelo de polvo blanco evocan los herbolarios ancestrales y, quizá también, los perdidos jardines de la infancia. En medio de una sala, esta instalación desentierra la sensación de la vida. En este caso, el punto de vista es la puerta del museo, y me temo que ese espacio se ha reconvertido en ventana, pues nos genera la ilusión de entrar en ella por unos instantes (ilusión porque salimos sin haber cambiado nada); y la domesticación que produce es aun más misteriosa: la naturaleza ya no se representa a sí misma, ni siquiera a sus formas; sino que el paisaje está cargado de memoria, de sentidos. Se trata de un paisaje conceptual.
Y estos procesos pudieran volver a repetirse: de la misma manera se puede intervenir un río, una isla, el mundo entero; solo harán falta nuevas perspectivas (barrancos, drones, satélites). Y cada nueva perspectiva engendrará un nuevo significado.
Quién sabe –preguntarás mirando Nighthawks de Edward Hopper– si no son las ventanas las que nos domestican a nosotros.
Más la pregunta vendrá entonces sobre las ventanas rotas. ¿Hay alguna forma de escapar de las limitaciones que nos imponen los marcos, de trascender?, ¿se puede mirar sin que un material nos fuerce la mirada? En una serie de cuadros de Magritte, que se titula La condición humana, varias ventanas rotas muestran un paisaje típicamente romántico. Aparentemente, la visión es real, pues lo que antes tamizaba ahora yace esparcido por el suelo. Sin embargo, uno no tarda en descubrir que los cristales que están en el piso contienen fragmentos de la misma imagen, como si esta los hubiera impregnado. ¿Está Magritte afirmando desconsoladamente que no son las ventanas, sino los marcos las que construyen la mirada?, ¿es qué se puede mirar sin marco alguno? Quizá sí, pero otro cuadro de Magritte ataca esta ilusión nietzcheana. Se titula Catalejo y en él una ventana medio abierta, en cuyo cristal podemos apreciar un cielo seminublado, da paso a una oscuridad indefinida. Efectivamente, parece decirnos, uno puede mirar sin un marco pero se estaría mirando hacia la nada.
Hablando de ventanas, no se trata entonces de romperlas, sino de saber por cuál miramos. Mirar, por ejemplo, por una ventana inventada. “Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena…”, y, y, y. En El aleph, un personaje que se llama Borges tiene la oportunidad de encontrar una esfera en el rellano de unas escaleras desde donde puede observarse el mundo entero. Esa pequeña bola funciona como una ventana hacia la totalidad. Y es abrumante. Por eso, para narrarlo, Borges tiene que recurrir al abuso de las oraciones coordinadas, en donde todo suma, pero además todo va en simultáneo.
Pero –me dirás – eso no suena tan raro… el Internet…
Estarás pensando acaso en las ventanas de Google y en la secuencia cuadriculada que este ofrece ante la solicitud de un objeto cualquiera en la barra del buscador. La memoria, el internet… solo estas dos tecnologías pueden aglomerar una secuencia tan dispar y tan distante. “Más, más, más” … y, sin embargo, ¿es la novedad tan solo la acumulación incesante?, ¿realmente esperamos algo nuevo cuando miramos las actualizaciones diarias de Instagram?, ¿queremos algo distinto cuando planeamos por streaming seis temporadas de la misma teleserie? Instagram, Netflix, Word… ¿son, puestas en secuencia, estas ventanas algo más que distintas versiones de un mismo catálogo?
Leía recientemente un texto de una escritora cuencana que, rumiando sobre este adagio, proponía una historieta razonable. En ella, dos adolescentes estudian un hormiguero en un laboratorio escolar. De repente, una profiere “Ahhhh” con un suspiro aterrorizado; “¿qué pasa, qué pasa?” le pregunta la segunda; y contesta la primera: “nada, nada… se trata solo de una hormiga”.
Contaba todo esto porque no hace poco compré dos libros nuevos al pasearme por las librerías de mi ciudad natal. Ese día, entusiasmado, había comprobado que en ellas había volúmenes que a mí me fascinaron en otro tiempo y que allí no esperaba encontrar. Y eso viejo me parecía nuevo. Elegí, sin embargo, tomos más afines a mis intereses actuales –cultura digital, transhumanismo, teoría de las redes sociales–, solo para comprobar al llegar a mi casa que todos los contenidos de los mismos estaban disponibles gratuitamente en la red. Hace algunos