El abandono de la experiencia. Josué Durán H.

El abandono de la experiencia - Josué Durán H.


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que son etéreas y maleables, las ventanas electrónicas hacían de este vaivén una tarea liviana. Y si volví entonces a las librerías fue para forzarme a escapar del inventario de lo hallable en la web. Empero, la compra de estos dos libros me llevó a cuestionarme, ¿por qué alguien publicaría en físico algo que estaba ya accesible en digital?, ¿se trata de un afán de alcanzar a los lectores?, ¿o es que alguien quiere renovar así la literatura?

      Más, más, más. Y, sin embargo, la duplicación no añade, sino que estabiliza. Sumar es transformar lo previo, no replicarlo; y solo aumenta lo que revisa, lo que reconstruye… y en esa reconstrucción solo es ventana lo que alumbra. Publicar, en cambio, un libro de tweets o de papers escritos para una revista digital, ¿no es una tarea más bien irrisoria?, ¿cobrar además por ello no tiene algo de amoral?... Y, sin embargo, aquí mi verdadera queja: después de mirar por los ventanales de Facebook, por el balcón de Instagram, ¿son los formatos que ellos mismos proponen la única perspectiva desde la que queremos mostrar?, ¿por qué decidimos utilizar protocolos establecidos?, ¿por familiares?, ¿por fáciles? Quizá deberíamos forzar nuestros motivos para llevarlos, no donde el viento ya sopla, sino hacia donde nosotros habíamos puesto la vela. Y para no dejarnos llevar, pero, más aún, para capturar mejor esa torre que ahora se erige pero que también ahora se cae, inventar, por ejemplo, el ensayo.

       TRADUCCIÓN

      Barcos, carruajes, caballos… Se sabe que, en tiempos de Montaigne (1533–1592), el inventor del ensayo, para los europeos estos escuetos medios de transporte eran la medida del tiempo y el espacio. Un día, entonces, no tenía sino, con suerte, como duración algunas millas náuticas, e incluso el tamaño de un millar de pasos; a las ciudades las separaban días; una conversación, a veces, duraba años. El recién atravesado Atlántico, nuestra novedosa América, la lejana China; medidas en tramos a caballo a ellos debieron resultarles inmensas. Y, sin embargo, enfrentadas a las vicisitudes de la historia, ya desde entonces empequeñecían: la cartografía, la artillería, la imprenta; “no podemos estar seguros de la causa principal; reunimos unas cuantas, a ver si por azar es una de ellas”.

      La aceleración. Se sabe que, en tiempos de Montaigne, el mundo occidental se había expandido y había perdido su forma. Atrás quedaban los mapas que organizaban al mundo en tres continentes; atrás, la unidad de Europa, el cristianismo, el latín (para Montaigne, extrañamente, su idioma materno). El mareo. Se sabe, además, que lo que entonces parecía tan solo un síntoma se volvería pronto la estructura misma de la existencia: la sensación de que el mundo se acaba. Y no estoy hablando del apocalipsis, sino de la impresión de que nuestro mundo está siempre siendo remplazando por uno nuevo. “El internet está destruyendo la literatura (y es algo bueno)”.

      “Ningún arte se encierra en sí mismo”. El ensayo fue para Montaigne una forma de encerrar al resto del mundo dentro de sí, una forma de pensar entre los ajetreos que implicaba su nueva realidad. Alguna vez escribía: “Atrapo el mal que estudio y lo inscribo en mí”. Describir lo que se desmorona, emborronar lo que se piensa y lo que se dice; Montaigne hizo suya la incertidumbre que veía a su alrededor. Cuando niño, su padre lo despertaba cada mañana con la música de un cuarteto de cuerdas y vivía encerrado en una torre en la que, para que aprendiera pronto el latín, todos tenían prohibido hablarle en francés; de adulto, en cambio, vivió de cerca los matanzas de las guerras de religión, la llegada de salvajes americanos a tierras francesas, el inicio de la Ilustración. “Si viéramos el mundo en la misma medida que no lo vemos, percibiríamos, probablemente, una perpetua multiplicación y vicisitud de formas.”

      Para Montaigne, el arte de ensayar fue una forma de curar el mareo, de resistir a ese tambaleo incesante que, de otra forma, lo habría devorado. “Soy incapaz de soportar durante mucho tiempo ni los carruajes ni las literas ni los barcos. No puedo soportar una base que tiembla debajo de mí. Cuando la vela o la corriente del agua nos arrastra de manera uniforme, o cuando nos remolcan, esa agitación regular no me produce trastorno alguno; es el movimiento interrumpido el que me incomoda, y más cuando es cansino. No sabría describir su forma de otro modo. Los médicos me han prescrito apretarme y ceñirme el bajo vientre con un trapo para poner remedio a este inconveniente; no lo he probado, pues tengo la costumbre de enfrentarme a mis defectos, y de someterlos por mí mismo.”

      Escribir para evitar que la velocidad nos apoque. Motivados por esta misma certeza, un grupo de escritores norteamericanos dice haber dado con la clave para la creación después del final de la literatura. “El futuro de la escritura es el manejo del vacío”. Escritura no creativa, reciclaje de contenidos, el escritor como reproductor o como procesador de texto. Las elocuentes metáforas que han producido estos autores a veces disimulan el simple procedimiento que hay detrás del Uncreative Writing. Como respuesta ante la inhumana capacidad creativa del Internet, anonadados ante la ingente cantidad de material escrito –en forma de idiomas humanos o computacionales– que constituye al mundo digital, escribir sin hacerlo, no escribir sino solo repetir, hablar a través de las palabras de los otros parece una estrategia victoriosa, o, al menos, una forma parasitaria de supervivencia. Sin embargo, “bastantes de las victorias que logramos sobre nuestros enemigos son victorias prestadas, no propias”.

      Quizá siguiendo la ecuación borgeana que equivale la yuxtaposición con el pensamiento, la técnica de la escritura no-creativa consiste en sobreponer dos tiempos –el nuestro y algún tiempo pasado– para encontrar, en aquello que ya se ha dicho, algún tipo exceso, de contenido entonces ilegible, que al ser enunciado en nuestro presente se viera renovado, amplificado, distinto. “Nuestros textos son idénticos a aquellos que ya existen. Lo único que hemos hecho es presentarlos como nuestros”. Aquello que han conseguido es hacer de la literatura un subsidiario del Internet.

      “Cantidad, no calidad. A mayor número de cosas, la capacidad de juzgar disminuye y la curiosidad aumenta”. Es verdad, las dimensiones del mundo digital son apabullantes; y si antes eran los lugares los que se medían en tiempo, ahora es el tiempo el que parece exiguo al enfrentarse a las extensiones del universo virtual –nos falta, siempre nuestro propio tiempo se nos presenta como una demora, como un impedimento en nuestro camino hacia allí–. “Cuándo la velocidad de la información se mueve a la velocidad de la luz, la aceleración encuentra su velocidad límite, significando el final de las narrativas de la ligereza y el inevitable comienzo de otra: el estancamiento”.

      Y, sin embargo, el error, me parece, es creer que precisamos de algún fin. El fin de la literatura, por ejemplo, no su final, sino su motivo, su destino último, su justificación, su empresa. Me parece que esta palabra con doble sentido está detrás de todas estas diatribas. ¿Qué pasaría si dejaran de escribirse los libros?, ¿qué pasaría, en cambio, si dejaran de existir lectores? La primera predicción parece absolutamente imposible: hoy se escribe quizá más que nunca; la segunda, en cambio, hoy se presenta como una conclusión probable. ¿Y si, de tanto que se escribe, los libros literarios dejaran de tener interesados? Esta pregunta, acaso seria, me parece merece ser considerada.

      Si nadie ha de leernos, no escribamos, tan solo reproduzcamos. Esta máxima está quizá en el centro de la escritura no-creativa. Y sin embargo, Montaigne, quinientos años antes, ya plagiaba con igual o mayor ligereza: citaba


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