El abandono de la experiencia. Josué Durán H.

El abandono de la experiencia - Josué Durán H.


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dentro suyo. Su crisis es menos honda en tanto que es más repetida y el autor trata de disimularlo en los excesos: al alcohol lo remplazan las drogas y a los taxistas los remplazan policías, pero la desidia del lector memorioso – en una primera lectura también yo supe dejarme llevar por sus pretensiones– no se ve remplazada por nada. Además, la novela flaquea en lo que realmente importa: en mostrar que el tal Matías no es realmente nadie, y que sus crisis personales son poco menos que una puesta en escena de lo que hoy seguimos llamando ‘entrada en madurez’ pero que bien podría llamarse ‘aceptación de clase’.

      Entre contestataria y novelística, entre genérica y económica, otra novela del ecuatoriano Juan Fernando Andrade probablemente ha sido ya aceptada en la clase de las novelas citadinas y marketeables. Se llama Hablas demasiado y parecería que su protagonista hubiera leído a Matías leyendo a Caufield. En este caso un joven quiteño desespera rodeado de sexo, drogas y rock and roll. Escuchando sus canciones espera tropezar con la resolución al enigma, deambulando por el norte de Quito y las artesanales calles de Guápulo anhela el encuentro con lo que únicamente podría estar en otra parte. Su padecimiento resulta de sus dramas personales: la dificultad de aceptar su –bien pagado– posible trabajo, la imposibilidad de entablar una relación sentimental con una mujer a la que considera inapropiada, las depres de sus amigos, antiguos compañeros colegiales. Ojalá las sombras de la biblioteca que, en la novela de Saer, visitan Pichón y Tomatis se posaran pronto sobre el dorso de esta novela.

      Y queda todavía bastante que decir de nuestros vicios americanizados… En su todavía incompleta trilogía (Una comunidad abstracta y Te faruru) el quiteño Salvador Izquierdo escribe, a la manera de David Markson, un compendio de datos curiosos de artistas canadienses de vanguardia para disimular las ganas de contar la historia de cómo una tarde alguien perdió a su perro al sacarlo a pasear. En este caso, toda una historia del arte de Canadá se presta para explicar coincidencias y distancias con la insignificante biografía del escritor: la edad de su calvicie, el número de hijos, a quién se le ha perdido un perro. La, por lo demás, lúcida ensayista Daniela Alcívar Bellolio escribe que la novela “se sostiene en un movimiento de desprendimiento; (donde) la subjetividad del narrador no está oculta sino diseminada, y se va desgarrando de cada cita, de cada asociación, de cada repetición”, pero olvida mencionar la vacuidad de este procedimiento.

      Años atrás, tendría yo quizá menos de quince, jugaba el entonces recién aparecido Minecraft, un juego estilo sandbox o caja de arena (una retícula tridimensional basada en cubos de colores que simbolizan distintos materiales) en el que el jugador es arrojado en un mundo construido algorítmicamente, con la posibilidad de viajar por él, construir, desarmar, crear, producir, sembrar, luchar, e incluso escribir. Recuerdo en una noche de insomnio haber construido un barco sobre el que después atravesé la costa. Durante noches y días virtuales vi pasar delante de mí junglas, bosques, playas, montañas, nevados, pantanos y planicies. Me pregunté acerca del porqué de aquella empresa. En medio de las tormentas temía no encontrar el camino de regreso; esperanzado, en cambio, con la salida del sol me detenía para aprovisionarme de víveres y de materias primas. No podía detener ese viaje, pues tiempo atrás había abandonado los confines de mi mapa. Jugaba, entonces, por mi memoria.

      Solo años después pude mirar esa experiencia metafísica con cierta indecisión; solo entonces lo que antes me había parecido una historia propia de mi estadía en el mundo se me presentó –algo quizá ahora evidente– como una experiencia genérica, como aquello mismo que se vendía en paralelo con el juego. La metafísica como mercadería. Comprendí que la historia individual de mi odisea estaba marcada por las limitaciones algorítmicas del mundo que exploraba. Sus dimensiones estaban establecidas, sus ratios de aparición y desaparición, la cantidad de recursos con los que podía encontrarme, aquello que podía encontrar… no había en Minecraft más que prescripciones. Sospeché que en la Literatura algunos conceptos como ‘la experimentación’, ‘la novela’ o ‘la vanguardia’ operaban de manera parecida.

      Acaso lo mismo les pasa a nuestros recuerdos. Es cierto, yo también sé aceptar que un valor innegable de aquello que se ha escrito es su relación con unas existencias individuales, el rezago de una subjetividad en su relación con el mundo, con una geografía y con un tiempo, además de la forma en que este encuentro queda plasmado en una obra. Dudo, en cambio, del supuesto “brillo que emana del momento en que el narrador se pone verdaderamente en juego en su escritura, y al mismo tiempo, da prueba de su irreductibilidad a ella”; dudo que el valor de la escritura se encuentre en algo así como la experiencia individual, un supuesto contenido o positividad –e incluso exceso– que además se pueda transferir a un personaje literario y que, como si se tratara de una cadena –moralizante– de favores, se pueda ofertar al lector para su consumo.

      Como en la cita de Saer que abre este ensayo, las bibliotecas han de ser un tapiz de recuerdos y omisiones, una selección de libros, de autores y tradiciones, de pa(i)sajes. Probablemente, estas novelas y este texto a su vez habrán de ser olvidados; y, sin embargo, quizá nosotros, como lectores, como escritores, como ensayistas de la forma, hemos de saber olvidar también la forma misma de la novela, que tanto privilegia la supuesta verdad de la experiencia. Acaso esta impresionante invención europea que ha sido la joya de la corona de la Literatura durante los siglos pasados ha dejado ya de ser una herramienta para hacernos pensar y se ha vuelto un instrumento para lo contrario. Colonizar es, en lenguaje coloquial, “dar pensando”, aceptar que nuestras actitudes vengan determinadas por prescripciones a veces americanas, a veces francesas. Nuestra condición colonial es nuestro límite, nuestro no saber mirar. Y es que, acaso escribir puede ser una forma emancipadora, un acto de auto–fundación que nos permita dialogar y no ser hablados; en cambio, novelar, me parece, quizá hace rato, no es más que escribir para que nos sepan leer, allá lejos, nuestros contemporáneos.

       VENTANAS

      En sus inicios el paisaje era un género lento: se develaba con el paso del caminante. Éste, atravesando bosques y planicies, debía transitar el camino hasta que, elevándose, aquel le permitiera una vista privilegiada; o aún más prorrogada, la contemplación podía resultar del laborioso ascenso de una montaña. Caminos y cimas (a veces también cumplen la misma función las orillas de los ríos), la pintura clásica de paisajes abunda en estos motivos –¿podemos hablar de tecnologías?– que permitían el género mismo, de dos modos pasados de representar que hoy, en su desusos, se han vuelto legibles. Así, por ejemplo, cuando trataban de inventarse el Ecuador, los célebres escritores Luis A. Martínez y Juan León Mera –que habían ejercido también de pintores amateur– no prescindieron de estas representaciones. En sus pinturas, que pueden observarse hoy en una de las salas del Museo Nacional, no solo están las cumbres andinas y los macizos selváticos que habrían de constituir la identidad iconográfica de nuestra naciente nación; sino que también están esos dos rastros del esfuerzo del pintor por alcanzar el paisaje, por forjarlo: caminos y cimas.

      La disposición de la geografía es una elección del artista. Porque mirar siempre quiere decir mirar desde alguna parte. Fundiéndose, pintores y materiales inventan la posibilidad de la perspectiva. Una perspectiva, por otro lado, absolutamente material. Y aunque en los cuadros de esos patrióticos próceres no aparezca retratado el pintor, quedan los rastros del caminante; de modo que no hay pintura de las Américas en la que se muestren retratados los volcanes andinos en hilera, sin un camino que remonte la montaña hasta un punto lo suficientemente alto como para que estos se enfilen, soberbios y altivos, convertidos en íconos, en geografía, en catálogo.

      A veces, sin embargo, los pintores son capaces de ir más allá de las constricciones que ofrecen sus materiales. Un ejemplo: en La torre de Babel de Pieter Brueghel, el viejo, los dos motivos se repiten: en el ángulo izquierdo, se observa una montaña de picapedreros por la que pasa el camino que conduce a Babel. La visión, no obstante, no se produce desde ese punto. Enfrentado a la tarea de representar una inmensa torre, en cuya construcción hemos de adivinar ya la próxima tragedia, la perspectiva de Brueghel se separa varios metros del suelo –¿es la divinidad quien la contempla?– y, además, se tuerce, girando varios grados hacia la derecha, mostrando así a la torre ladeada.

      Juan


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