En la oscuridad. Mark Billingham

En la oscuridad - Mark  Billingham


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quedarse. Dormitorio y medio (el de matrimonio y en el que no cabía una aguja), una cocina y un salón pequeños, y un pequeño cuarto de baño. Todo empezaría a parecer muchísimo más pequeño en mes y medio, con una silla de bebé en el recibidor y un parque delante de la tele.

      —A lo mejor voy a ver a Jenny más tarde.

      —Muy bien.

      Helen sonrió, asintió, pero sabía que no le parecía bien en absoluto. Paul nunca se había entendido bien con su hermana. Tampoco había ayudado mucho que Jenny se hubiese enterado de lo del niño antes que él.

      También se había enterado de unas cuantas cosas más.

      Llevó sus tostadas a la mesa.

      —¿Has tenido ya ocasión de hablar con el representante de la Federación?

      —¿De qué?

      —Por Dios, Paul.

      —¿Qué?

      Helen estuvo a punto de dejar caer el cuchillo al verle la cara.

      La Policía Metropolitana concedía trece semanas a las agentes después del parto, pero eran bastante más picajosos cuando se trataba de las bajas de paternidad. Paul había solicitado(se suponía que había solicitado) una ampliación sobre los cinco días de baja remunerada que le habían concedido.

      —Dijiste que lo harías. Que querías hacerlo.

      Él soltó una carcajada hueca.

      —¿Cuándo dije eso?

      —Por favor...

      Él meneó la cabeza, rebañó los cereales del cuenco con el dorso de la cuchara como si hubiese un juguete de plástico que no había encontrado.

      —Tiene cosas más importantes de las que preocuparse.

      —Vale.

      —Yo tengo cosas más importantes de las que ocuparme.

      Paul Hopwood trabajaba como subinspector en un equipo del Departamento de Investigación Criminal cuyas oficinas se encontraban a varios kilómetros al norte, en Kennington. Una unidad de inteligencia. Había oído todos los chistes que se repetían una y otra vez cada vez que surgía el tema en una conversación.

      Helen se sintió enrojecer, quería gritar, pero no era capaz.

      —Perdona —dijo.

      Paul dejó caer la cuchara y apartó el cuenco.

      —Simplemente no sé qué podría ser... —Helen no terminó la frase, Paul no la estaba escuchando, o quería dar esa impresión. Había cogido el paquete de cereales y seguía estudiando atentamente el dorso mientras ella echaba la silla hacia atrás.

      Cuando Paul se hubo marchado y ella hubo recogido las cosas del desayuno, pasó un rato bajo la ducha, se quedó allí hasta que dejó de llorar y se vistió lentamente. Un sujetador gigante y unas bragas cómodas, sudadera y pantalones de chándal azules. Como si tuviese mucho donde elegir.

      Se sentó a ver la GMTV hasta que sintió que el cerebro se le licuaba y se fue al sofá con las páginas inmobiliarias del periódico local.

      West Norwood, Gipsy Hill, Streatham. Heme Hill si hacían un esfuerzo, y Thornton Heath si no les quedaba otra opción.

      Cosas más importantes...

      Hojeó las páginas rodeando unos cuantos sitios que parecían adecuados, todos diez o quince mil libras más caros de lo que habían previsto. Tendría que volver al trabajo mucho antes de lo que había pensado. Jenny había dicho que les echaría una mano con los cuidados del bebé.

      —Eres una idiota si cuentas con Paul —le había dicho Jenny—. Por más que tenga tiempo libre.

      Su hermana pequeña, siempre tan directa, y tan difícil de contradecir.

      —Estará bien cuando llegue el niño.

      —¿Y cómo estarás tú?

      La música del piso de arriba subía de volumen. Le diría a Paul que tuviese unas palabras cuando pudiese. Fue al dormitorio y se sentó para intentar hacer algo con su pelo. Pensó que los hombres que describían a las mujeres embarazadas como «radiantes» eran un poco raros, como la gente que creía tener derecho a tocarte la barriga cada vez que les viniese en gana. Tragó saliva, sintiendo su amargura mientras le bajaba por garganta, incapaz de recordar la última vez que Paul había querido tocársela.

      Hacía tiempo que habían pasado de la fase del beso de despedida en la puerta, por supuesto, pero también hacía tiempo que habían pasado de demasiadas cosas más. Era cierto que no le apetecía demasiado el sexo, pero habría tenido muy poca suerte si le apeteciese. Al principio se moría de ganas, como muchas mujeres cuando estaban de un mes o así, según los libros,pero Paul había perdido el interés bastante rápido. No era infrecuente, eso también lo había leído. Los tíos se sentían distintos una vez que todo el tema de la maternidad entraba en juego. Resulta difícil mirar del mismo modo a tu compañera, desearla, incluso antes de que aparezca la barriga.

      Su relación era mucho más complicada, pero tal vez hubiese algo de eso.

      —El pobre capullito no quiere que le dé en el ojo —había dicho Paul.

      Helen se había burlado y le había dicho:

      —Dudo mucho que le llegases al ojo —pero en realidad a ninguno de los dos le había hecho mucha gracia.

      Se echó el pelo hacia atrás y se acostó, intentando sentirse mejor al recordar tiempos pasados, cuando las cosas no iban tan mal. Era un truco que le había funcionado una o dos veces, pero últimamente le costaba recordar cómo eran antes. Los tres años que habían pasado juntos antes de que las cosas fuesen mal.

      Antes de las peleas estúpidas y el puto lío estúpido.

      Difícilmente podía culparle por ello, por creer que había cosas más importantes que ella; que un lugar donde vivir para ellos dos y para un niño que quizá no fuese suyo.

      Decidió que subiría a hablar de la música ella misma, el estudiante del piso de arriba parecía bastante agradable, pero no logró levantarse de la cama al pensar en la cara de Paul.

      Sus miradas furiosas, como si ella no tuviese la menor idea de lo dolido que estaba. Y vacías, como si ni siquiera estuviese allí, sentado a la mesa a apenas unos centímetros, mirando fijamente la estúpida caja de cereales, como si estuviese leyendo algo sobre ese juguete de plástico extraviado.

      Mientras conducía, Paul Hopwood intentaba con todas sus fuerzas pensar en el trabajo, cantar al ritmo de la basura que emitían en Capital Gold y pensar en reuniones y subinspectores de mala leche o en cualquier otra cosa salvo el lío que acababa de dejar en casa.

      Tostadas y puta amabilidad. Familias felices...

      Giró a la derecha y esperó a que el GPS le dijese que se había equivocado, a que la mujer con voz de pija le dijese que tenía que dar la vuelta en cuanto tuviese oportunidad.

      Una sonrisa asomó a su cara al pensar en un tipo que conocía en la comisaría de Clapham y le había sugerido que deberían hacer aquellos aparatos con voces diseñadas para hombres con «intereses especiales».

      —Sería la leche, Paul. La tía dice, «gire a la izquierda», la ignoras y ella empieza a ponerse estricta: «He dicho que gires a la izquierda, chico malo». Se venderían como churros, tío. Para ex alumnos de internados y todo eso.

      Subió el volumen de la radio, cambió el ritmo de los limpiaparabrisas a intermitente.

      Familias felices. Cristo con dos pistolas...

      Helen llevaba semanas mirándole así, dolida. Como si ya hubiese sufrido bastante, y él tuviese que ser lo bastante hombre como para olvidar lo que había pasado porque ella le necesitaba. Todo eso estaba muy bien, pero estaba claro que no había sido lo bastante hombre cuando había hecho falta, ¿no?

      Doña


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