En la oscuridad. Mark Billingham
Helen pensó: eres más joven que yo. Por favor, deja de intentar ser Mamá.
Cambiaron brevemente de tema: los hijos de Jenny, unas obras que le estaban haciendo en casa, pero parecía imposible hablar con cualquiera poco más de unos minutos sin volver al tema de los bebés. Almohadillas para pechos y suelos pélvicos. Era como ser una barriga con patas.
—Quería decirte que... he hablado con una amiga que dice que conoce varios grupos para madres y bebés en tu zona.
—Vale, gracias.
—Es bueno salir y conocer a otras madres.
—Madres más jóvenes.
—No seas boba.
Helen había pensado mucho en ello, y la hacía sentirse incómoda. Todas las embarazadas que había conocido en las clases pre-parto y las revisiones parecían mucho más jóvenes.
—Hay mujeres de mi edad que ya son abuelas, por el amor de Dios.
Jenny resopló.
—Mujeres sin vida propia, querrás decir. Dos generaciones de madres solteras completamente taradas.
—Tengo treinta y cinco años —dijo Helen, consciente de lo ridicula que parecía al decirlo como si se tratase de una enfermedad terminal.
—¿Y? A mí me hubiera gustado tener a los míos un poco más tarde. Mucho más tarde.
—Eso no es cierto.
Jenny sonrió de oreja a oreja. Aunque no tenía carrera profesional que dejar atrás, la hermana de Helen había abrazado la maternidad con una facilidad espantosa. Los embarazos súper llevaderos, la figura que había recuperado sin intentarlo siquiera, las tensiones que no eran más que problemas por resolver... Un modelo de comportamiento fantástico, aunque deprimente.
—Os irá estupendamente —dijo Jenny.
—Ya.
Si sois dos. La idea no expresada que llenó la pausa les llevó de nuevo a Paul...
—Sabes que puedes quedarte un tiempo con nosotros después, ¿verdad?
... de su ausencia.
—Ya lo sé, gracias.
—Sería maravilloso tener un bebé en casa. —Jenny sonrió y se inclinó sobre la mesa—. Aunque no sé qué dirá Tim cuando empiece a ponerme en plan gallina clueca. Bueno, te digo eso, pero tendrías que haberle visto a él el año pasado con el niño de su hermano. Estaba con él en brazos todo el rato.
Helen no dijo nada. Había llamado a Paul de camino allí. Le había saltado el contestador en la oficina y el buzón de voz en el móvil.
—No quiero ponerme pesada, pero ¿has pensado en quién te acompañará en el parto?
—No mucho.
—A mí me encantaría, ya lo sabes.
—Jen, ya está todo organizado.
—Tampoco tiene nada de malo tener un plan alternativo, ¿no?
Helen agradeció que una amiga de Jenny se acercase de repente a su mesa, se distrajo mientras las dos mujeres más jóvenes hablaban sobre una campaña para prohibir que circulasen todoterrenos por las calles cercanas al colegio. Se frotó el pecho al sentir el ardor de estómago que empezaba a quemarla. Era otra de las cosas a las que se había acostumbrado durante los últimos ocho meses. Pensó en cómo iba a rellenar el resto del día. Podía matar el tiempo en Sainsbury’s, intentar dormir un par de horas al llegar a casa. Tal como estaban las cosas, se hubiera conformado con quedarse donde estaba hasta que empezase a anochecer.
Cuando cayó en la cuenta de que la mujer le hablaba a ella, Helen sonrió e intentó aparentar que había estado escuchando todo el tiempo.
— . . .apuesto a que te estás muriendo de ganas por echarlo, ¿no? —dijo señalando con la cabeza la barriga de Helen—. Por lo menos, el verano no está siendo demasiado caluroso, ¿verdad? Es una auténtica pesadilla cuando estás de tantos meses.
—Creo que puede haber una ola de calor en las próximas semanas —dijo Jenny.
—La Ley de Murphy —dijo Helen.
Sí, por supuesto, estaba desesperada por dar a luz, estaba más que harta de andar por ahí con una pelota hinchable, harta de todo el interés y los consejos. Por no hablar del peso de la expectación...
Quería un hijo que marcase un antes y un después. Deseaba la novedad.
Pero en aquel momento, más que ninguna otra cosa, deseaba su compañía.
Paul dejó el coche en un aparcamiento público del Soho, luego esperó cinco o diez minutos bajo la lluvia hasta que llegó el taxi. La luz del coche negro estaba apagada cuando dobló la esquina y paró a recogerle. Dentro ya había otro pasajero.
El ocupante del taxi tenía el gesto serio mientras mantenía la puerta abierta para que Paul entrase, pero resultaba evidente que, por el momento, el tiempo era lo único que estaba cabreando a Kevin Shepherd.
—Es la puta hostia, ¿no?
Paul se dejó caer en uno de los asientos abatibles. Se pasó la mano por su pelo corto, sacudiéndose el agua.
—Creía que el calentamiento global iba a acabar con esta mierda —dijo Shepherd.
Paul sonrió y rebotó hacia delante cuando el taxi arrancó dando bandazos y giró a la izquierda para meterse por Wardour Street.
—Tengo una casita en Francia —dijo Shepherd—. En el Languedoc. ¿Has estado?
—No últimamente —dijo Paul.
—En días como este, me acuerdo de por qué la compré.
—Una buena inversión, diría yo.
—Aparte de eso. —Shepherd miró por la ventana y meneó la cabeza con gesto triste—. Si te digo la verdad, la única razón por la que no voy más a menudo es la comida. La mayoría es terrible. Y no lo digo sólo porque no me gusten los franceses. Es decir, claro que no me gustan —rio—, pero te juro que está sobreestimada. Los italianos, los españoles, hasta los alemanes, por el amor de Dios, hoy en día todos se mean en los franceses en lo que a comida se refiere.
Su acento era prácticamente neutro, pero seguía teniendo cierto deje de chico de barrio que no había pulido del todo.
—Hay un restaurante francés al lado de mi casa —dijo Paul—. Le echan salsa a todo.
Shepherd le señaló con el dedo, encantado.
—Eso es. Y patatas blancas. Blancas del todo, ¿sabes? Tiradas ahí en el plato como los huevos de un bulldog, cocidas hasta que no saben a nada.
Shepherd tenía el pelo rubio, por los hombros; se parecía un poco a aquel actor de la película de Starsky y Hutch, pensó Paul. Aunque su sonrisa no tenía tanto encanto. Llevaba una camisa de color rosa pálido con uno de esos cuellos enormes que estaban tan de moda y una corbata malva. El traje debía de tener un precio de cuatro cifras y los zapatos costaban más que todo lo que Paul llevaba encima.
El taxi se dirigió al oeste por Oxford Street. Shepherd no había dicho nada, pero el conductor parecía saber adonde iba. Era un taxi de los nuevos, con un lujoso sistema de altavoces en la parte de atrás y una pantalla que exhibía trailers de próximos estrenos, anuncios de perfume y teléfonos móviles.
—¿Puedo ver tu placa? —preguntó Shepherd. Le observó mientras Paul rebuscaba en el bolsillo—. Quiero estar completamente seguro de quién se está dando una vuelta gratis. —Se acercó, cogió la pequeña billetera de cuero donde Paul también guardaba su abono y sus cupones de transporte y examinó su identificación—. Por teléfono me dijiste que eras de Inteligencia —Paul asintió—. Supongo que ya habrás oído todos los chistes.
—Todos.