En la oscuridad. Mark Billingham

En la oscuridad - Mark  Billingham


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de un par de horas. Le dijo que le esperase despierta, le estrujó una nalga y le dio un beso de despedida.

      —Esto empieza a ser ridículo —dijo ella.

      —No quiero herir sus sentimientos, tía.

      —Pues deberías plantearte empezar a hacerlo. Estás echando tripa.

      Theo se puso de lado, se miró en el espejo que había junto a la puerta de entrada.

      —Esto es puro músculo —dijo frotándosela—. Y polla, evidentemente, enrollada por la cintura.

      Javine sonrió y dijo que haría lo posible por mantenerse despierta, pero que estaba agotada. Theo la observó mientras entraba en el dormitorio, la oyó susurrar algo al niño justo antes de cerrar la puerta principal al salir. Luego bajó dos tramos de escalera hasta la primera planta y avanzó tres puertas más hasta el piso de su madre para tomar la segunda cena de la noche.

      Estaban en un pequeño pub abarrotado detrás del campo de cricket de Oval. La conversación competía con las máquinas de juegos, una máquina de discos especializada en stadium rock de los ochenta y los rebuznos de unos urbanitas que se sentaban en la mesa de al lado.

      —Hay un indio que no está mal aquí al lado —dijo Paul.

      —Mientras pueda comerme una korma o algo... —Helen sonrió a la mujer rubia y bajita que estaba sentada frente a ella—. Si tomo algo demasiado picante, el niño podría adelantarse varias semanas.

      Su amiga se rió.

      —¿Sabes? Si rompes aguas en un Marks & Spencer te regalan la canastilla.

      —¡Anda ya! —dijo Paul.

      —Si rompes aguas en un indio a lo mejor te dan reservas de poppadom para un año o algo así.

      El hombre que se sentaba a su lado hizo una mueca.

      —No me apetece demasiado lo del indio.

      —A mí me da igual —dijo Helen.

      —Que decida otro —dijo Paul—, yo voy a buscar otra ronda. —Se suponía que sólo iban a tomarse una antes de ir a cenar, pero Paul ya se había tomado tres pintas en veinte minutos. Su voz era más chillona de lo necesario.

      —Si no nos vamos ya, no vamos a encontrar mesa —dijo Helen.

      Paul la ignoró y se bajó lo que le quedaba de pinta.

      Helen miró a su amiga, que le respondió encogiéndose de hombros. Helen y Katie habían ido juntas a la escuela, y los cuatro (Helen, Paul, Katie y su novio Graham) solían quedar para comer fuera cada pocos meses. A Paul le caía bastante bien Katie, o eso decía, pero su novio solía acabar irritándolos a los tres.

      —Dice en el periódico que puede haber un asesino en serie en Glasgow —dijo Graham.

      Paul emitió un gruñido dentro de su vaso.

      —Oh, no empieces —dijo Katie.

      Helen soltó una risita y estiró la mano para coger su vaso de agua. Así era como solía empezar.

      —Asqueroso, según todas las fuentes.

      —No hay demasiados agradables —dijo Paul.

      Graham se echó hacia delante para acercarse a Paul.

      —Sé que tú nunca, ya sabes, nunca has tratado con uno, pero has conocido asesinos normales, ¿no? ¿Qué me dices del de la semana pasada en Essex, al que se le fue la olla y cortó a su madre en trozos? ¿Tuviste algo que ver con ese? —Esperó—. Seguro que has oído algo. Habrás visto los informes o algo.

      Paul se le quedó mirando unos segundos.

      —¿Por qué te ponen estas cosas?

      —No...

      —¿Te has empalmado?

      Graham tragó saliva. Durante un segundo o dos parecía que la noche iba a terminar prematuramente, pero entonces Katie intervino:

      —Bueno, si se ha empalmado dale algún detalle jugoso, por amor de Dios. Nos hace falta toda la ayuda que podamos conseguir y sale bastante más barata que la Viagra.

      Graham se inclinó hacia ella, colorado.

      —Es interesante, eso es todo.

      Paul se levantó, cogió su vaso vacío, y el de Katie, y esperó a que Graham hiciese lo propio.

      —Lo mismo otra vez, ¿no?

      Nadie se lo discutió y, mientras Paul salía con dificultad de detrás de la mesa, Helen le dirigió una mirada que decía «con calma».

      En respuesta, recibió una enorme sonrisa que decía «que te den».

      Paul pidió otra ronda en la barra y se escabulló al servicio. Había un hombre en los urinarios y Paul se quedó rondando el lavabo hasta que se fue. Luego sacó el teléfono y tecleó un número; se colocó el aparato entre el hombro y la oreja y se fue a mear.

      El hombre contestó el teléfono con un gruñido, como si le hubiese despertado.

      —Soy yo.

      —¿Qué quieres, Paul?

      —¿Puedo ir a verte mañana?

      Una pausa. El traqueteo distante de maquinaria.

      —¿Por qué no?

      —¿Sobre las dos te parece bien?

      —Ahora mismo estoy con unos trabajos de restauración. ¿Tienes un bolígrafo?

      —Lo recordaré —dijo Paul.

      —¿Dónde estás? Suena como si estuvieses en un puto retrete.

      —Tú dame la dirección. —Paul escuchó la dirección— ¿Has pensado en lo que te dije?

      —He pensado en ello, sí.

      —Lo necesito.

      —Mañana... —Paul suspiró y se subió la bragueta—. Tráete algo de comer, ¿vale? Algo bueno.

      Paul se giró justo cuando se abría la puerta y Graham entraba. Vio que se había fijado en el teléfono y lo levantó antes de volver a metérselo en el bolsillo:

      —Estaba buscando los restaurantes de la zona con el WAP —dijo.

      Graham se limitó a asentir y entró rápidamente en un cubículo.

      Paul se miró fijamente en el espejo mientras daba manotazos al dispensador de jabón y se fregaba las manos bajo el grifo. Se salpicó un poco de agua fría en la cara antes de volver al interior del pub.

      Theo sólo pudo comer la mitad de la ración de empanada de cordero picante con boniato y un bocado o dos de judías verdes.

      —¿Qué te pasa? —preguntó su madre.

      —Estoy bien. Es sólo que no tengo mucha hambre.

      Hannah Shirley rodeó la mesa para recoger su plato vacío y el de su hija.

      —El tuyo te lo dejo ahí —dijo—. A lo mejor te apetece un poco más dentro de un rato.

      —Gracias, Mamá. —Theo le guiñó un ojo a su hermana—. Está muy bueno.

      —Bueno, ¿cómo está mi niño precioso?

      —Estoy bastante bien.

      Su madre meneó la cabeza y chasqueó la lengua. Siempre jugaban al mismo juego.

      —Tú eres demasiado grande y feo. Me refiero a mi nieto.

      Theo chistó y sacudió la cabeza como si estuviese molesto.

      —Sí, a él también le va bien.

      —¿Sólo bien?

      —Estupendamente.

      —Angela


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