En la oscuridad. Mark Billingham

En la oscuridad - Mark  Billingham


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las putas piernas.

      SEIS

      HELEN LLEVABA EN PIJAMA Y BATA DESDE QUE HABÍA vuelto del centro de salud. Había ido de habitación en habitación poniendo orden, había hecho un esfuerzo desganado por ordenar las alacenas de la cocina, y se había rendido. Decidió que le apetecía más comerse su peso en patatas fritas y chocolatinas, y dejar todo el ejercicio físico para la mano que manejaba el mando de la tele.

      Medio vio ¡Allá tú!, pero perdió el interés cuando abrieron las cajas con los premios altos, y se puso a pensar en la cita de aquella tarde con el médico.

      Al parecer, todo estaba yendo muy bien...

      Todavía no tenía la cabeza colocada, pero podía suceder en cualquier momento a partir de las treinta y seis semanas, así que no había motivos para preocuparse a ese respecto. El peso del bebé estaba prácticamente donde debía estar. Bien. Su presión sanguínea estaba estupendamente, le dijo el doctor. Bien otra vez, bien hecho. Asintió mientras el médico garabateaba las cifras y se preguntó cómo tendría él la tensión, tenía la cara un poco colorada, y Helen no pudo evitar preguntarse si tendría una botella de algo en algún cajón del escritorio. Los pulmones del bebé estaban casi desarrollados del todo, le dijo, inspirando profundamente como para mostrarle para qué servían los pulmones, y el pequeño cabroncete podría sobrevivir por sí solo si era necesario. De hecho, a partir de ahora, lo único que iba a hacer en el Planeta Vientre era descansar y ganar peso.

      Helen se estiró para coger otra tostada con queso de la bandeja que tenía al lado. Lo mínimo que podía hacer era echarle una mano.

      De modo que todo estaba yendo muy bien, hasta que el doctor le preguntó cómo estaba ella. Hasta que se quitó sus gafitas redondas, dejó de mirar la pantalla del ordenador y le preguntó aquello.

      —¿Cómo se encuentra usted? —dijo.

      Supo por la expresión de su cara que había visto lágrimas a esas alturas del embarazo muchas veces; que atribuía las suyas a un exagerado recibimiento del hada de las hormonas. Sacó la caja de kleenex y le preguntó si quería hablar con alguien. Ella negó con la cabeza y se sonó la nariz, preguntándose cómo hubiera reaccionado si ella levantase la cabeza y le dijese: «Supongo que no puede hacer que venga mi novio, ¿verdad? Tenemos mucho de qué hablar...».

      Helen cambió de un canal a otro sin encontrar nada que le apeteciese ver. Decidió que cuando Paul volviese a casa le diría que, si tenían que apretarse el cinturón, podían ahorrarse treinta y tantas libras al mes dándose de baja de la tele por satélite.

      Se sacudió las migas de la camisa del pijama y se dio cuenta de que estaba mojada. Se pasó la manga por la cara, sin ganas de levantarse e ir a buscar kleenex. No tenía ni idea de cuándo llegaría Paul, o desde dónde iría, y cayó en la cuenta de que así eran las cosas ahora las más de las veces.

      Ningún doctor podía verlo todo.

      Todo iba bien, salvo una cosa.

      El trayecto hacia el norte les llevó casi una hora entera, y Theo sólo puso el Audi a más de sesenta durante un minuto, pero disfrutó del latido de los bafles extra que Easy había instalado en la parte de atrás, y los asientos de cuero y las luces verdes del salpicadero.

      Justo después de Highgate Village pasaron a velocidad de crucero junto a una casa grande bastante retirada de la calzada al otro lado del estanque. Dieron la vuelta y volvieron a pasar antes de aparcar a dos calles de la casa.

      Theo bajó la música.

      —Menudos pilares tiene la choza, tío.

      —Ya, y una puta alarma como es debido —dijo Easy—. ¿No ves cómo parpadea el chisme ese? —Sacó un papel del bolsillo y lo estudió, meneando la cabeza—. Sólo vamos a entrar y salir, tío, cinco minutos. No necesitamos cajas fuertes, ni antigüedades, ni nada de eso. —Señaló otra de las direcciones de la lista—. Probemos con la de Southgate.

      Mientras Theo conducía otra vez North Circular abajo, Easy le explicó cómo funcionaba. Le habló de un amigo suyo que trabajaba de manipulador de equipajes en el aeropuerto de Luton y de vez en cuando se hacía con alguna cámara, algún MP3 y similares. Copiaba las direcciones de las etiquetas de las maletas y luego se las pasaba a Easy a cambio de unas libras y una papelina o algún regalito de vez en cuando.

      —Y todos contentos —dijo Easy.

      —¿Lo sabe Wave?

      Easy echó la cabeza hacia atrás y le miró fijamente.

      —¿Y eso qué importa?

      Wave. El jefe de la pandilla en la calle. Había mucha gente ante la que él tenía que responder, gente que nadie veía nunca. Pero en el bloque y en los escasos kilómetros cuadrados de las calles de Lewisham, Wave era el que hacía las preguntas.

      Le llamaban Wave por el pelo: un peinado afro que ondeaba de un lado a otro de su cabeza. Y por otras razones de su propia invención: «Porque a veces puede venir una ola para que todos la disfruten. Para cabalgarla o chapotear como quieran, ¿me entiendes? Otras veces puede hacerse grande y caer sobre todo como un tsunami o así. La ola puede joderte si no te andas con ojo».

      —¿Qué coño importa eso?

      —Sólo preguntaba.

      —Esto es cosa mía.

      —No hay problema —dijo Theo.

      —Wave tiene muchas otras cosas de que preocuparse —dijo Easy—. Tiene a mucha gente controlando su culo, ¿recuerdas?

      Theo asintió. Sí, lo recordaba.

      Por fin tuvo ocasión de pisar a fondo en un tramo vacío que cruzaba Finchley al encontrar dos semáforos seguidos en verde. Recordó que Easy le había llevado por allí una noche, unas semanas después de volver de Chatham. Se habían sentado en un KFC con una Coca-Cola y unos nuggets e Easy le había dibujado su mundo en una servilleta.

      Tres triángulos, uno encima del otro.

      —Este de arriba es como el nivel superior de distribución —dijo Easy, apuntando al triángulo más alto—. Importación, operaciones de contrabando, todo eso. Una pasta, y la mayor parte de ella va a parar a los bolsillos de gente blanca, diría yo. —Dibujó una línea que bajaba hasta el triángulo de en medio—. Esto es el almacén y la fábrica, ¿vale? Donde dividen y cortan el material. Gente con batas blancas y cosas de esas que se dedica a cortar la lactosa, la cafeína en polvo y todo eso.

      —Y laxantes, ¿no?

      —Sí, todo eso. Te pones hasta arriba y te cagas por los pantalones a la vez, lo que sea. —Pasó lentamente al triángulo del fondo y trazó con fuerza una línea a su alrededor, rompiendo la servilleta con el boli al repasarlo una y otra vez—. Aquí es donde estamos nosotros, que es la parte crucial, ¿lo pillas, T? Aquí abajo, en el fondo, tienes a tus vigilantes, eso es importante. Y luego, un poco más arriba, están los mensajeros y los camellos que van de un lado a otro todo el día, de la calle a la casa, entra uno y sale otro, con el dinero y los paquetes... Y luego, justo en la cima de este triángulo están los tíos que guardan el dinero y el que se encarga del alijo, ¿me sigues?

      Theo giró la servilleta y la miró fijamente.

      —Y esta es la parte buena —dijo Easy—: todo el mundo puede ascender. —Ahora se lo mostró con las manos, deslizándolas en el aire—. Todo el mundo, ¿me oyes? Te puedes mover por los lados del triángulo y más arriba, de un capullo al siguiente. —Cogió la servilleta otra vez y señaló—. Aquí mismo, justo por debajo de la cima del triángulo del fondo es donde estoy yo, ¿me entiendes? Soy el número dos y sigo subiendo, ¿vale?

      Theo asintió. Tenía serias dudas.

      —Ahí arriba, en la cima, está Wave. Está forrado, en serio, pero ahí arriba hay presión de verdad, tío. —Easy se terminó la Coca-Cola, se recostó en su silla y empezó a romper la servilleta en trozos diminutos—. Hay mucha gente que te presiona desde arriba, y mucha que


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