En la oscuridad. Mark Billingham

En la oscuridad - Mark  Billingham


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como lo había hecho un montón de veces antes.

      —Te estoy tomando el pelo —dijo Shepherd—. Mírate.

      Paul se llevó una mano al pecho y soltó una carcajada.

      —Oh, gracias a Dios.

      —Menuda cara has puesto...

      Paul supuso que le había salido bien lo de hacerse el aliviado. Tan bien como le había salido lo de hacerse el sorprendido y el crédulo. Se le daba bien dejar que tipos como Shepherd creyesen que tenían la sartén por el mango, incluso antes de haberle dado dinero alguno. Cinco minutos más tarde, en el asiento de atrás del taxi, de camino a West End, Paul decidió que toda la velada había ido bien. Y sabía que Kevin Shepherd estaría pensando exactamente lo mismo.

      OCHO

      PARECÍA QUE TODAVÍA QUEDABAN AL MENOS UN CRUCIgrama y un par de sudokus. Había varias revistas de pasatiempos abiertas sobre la mesita que estaba junto al sofá, junto con un diccionario, un Daily Express y dos novelas negras de bolsillo con puntos de lectura en su interior. A Helen le gustó ver que su padre se mantenía ocupado, aunque parte de ella sospechaba que lo colocaba todo allí cuando sabía que ella iba a ir.

      Su padre salió de la cocina con dos tazas de té en una bandeja y un plato de magdalenas que había hecho esa mañana.

      —Dátiles y nueces de pacana —dijo—. Tengo unas pocas de arándanos en el congelador, si las prefieres.

      Ella empezó a comer.

      —Están fabulosas, Papá.

      —Son súper fáciles de hacer —dijo él.

      Tanto si estaba aparentando como si no, a Helen le agradaba ver que se estaba cuidando tan bien. Se pulió su magdalena y fue a coger otra. Mejor que yo, pensó.

      Su padre se había mudado a Sydenham con su segunda esposa hacía cinco años, otros tantos desde la muerte de la madrede Helen. Robert Weeks había quedado comprensiblemente devastado cuando el cáncer de mama se llevó a su amor de la infancia a los cuarenta y nueve años y, entre un montón de sentimientos encontrados, tanto Helen como su hermana se maravillaron cuando pareció encontrar la felicidad por segunda vez. El matrimonio duró dieciocho meses.

      Nadie sabía muy bien por qué la esposa número dos había hecho las maletas tan rápido, y su padre nunca se había mostrado muy dispuesto a contarlo. Helen y Jenny coincidieron en que probablemente no fuese un hombre con el que resultase fácil convivir y ahí lo dejaron, pero volvieron a sorprenderse con su capacidad de recuperación, con la velocidad con la que se había estabilizado. Se había prejubilado a los sesenta y dos años y vivía de los pequeños ahorros que había reunido. Se había hecho miembro de clubs, había adoptado nuevas aficiones con entusiasmo juvenil y ahora, para completar su rejuvenecimiento, parecía haber otra mujer a la vista. Helen y Jenny todavía se reían como colegialas meses después de que el viejo les revelase la existencia de una «señora muy agradable en mi calle que a veces me deja aparcar en su hueco».

      La callecita estaba limpia y bien cuidada, con su ejército de macetas de terracota en los jardines delanteros y sus plazas de aparcamiento vigiladas con tanta intensidad como los niños. Había pegatinas de los Vigilantes de Barrio en la mayor parte de las ventanas y una asociación de vecinos de la que el padre de Helen era miembro activo. Jenny decía que así era como había conocido a la nueva mujer. Probablemente la había atraído con una magdalena.

      —Puedes llevarte unas cuantas —dijo su padre—. Las sacas del congelador y las metes treinta segundos en el microondas. Dale una a Paul para el desayuno.

      Helen gruñó. Parecía bastante buena idea.

      —Jenny se llevó unas pocas la última vez que vino. Les mete una a los niños en la bolsa del almuerzo.

      Por supuesto, pensó Helen.

      —Estuvo aquí la semana pasada, por cierto. ¿Te lo dijo?

      —Se quedaría a gusto, ¿no?

      —¿Perdona, cariño?

      —Poniendo a parir a Paul.

      —¿Por qué iba a hacerlo?

      —Da igual.

      Parecía confuso, miró fijamente su té.

      —Sabe lo bien que me cae el chaval —dijo—. Bueno, a lo mejor es como yo y cree que Paul debería haberse casado contigo a estas alturas, pero sé que son cosas de un viejo chocho que debería meterse en sus propios asuntos. —Meneó la cabeza—. No, no veo por qué iba ella a hacer eso, cariño.

      —Y no lo haría —dijo Helen—. Lo siento. Sólo...

      Por supuesto que no lo haría. La cutre vida privada de su hermana mayor y su inestable media naranja era un territorio que había quedado fuera de su jurisdicción hacía meses, y Jenny era lo bastante lista como para no pasarse de la raya. Helen ya tenía bastante mal genio incluso antes de que las hormonas hiciesen aparición.

      —Se preocupa —dijo su padre—, pero no veo qué tiene eso de malo.

      Ni Helen, no cuando era racional. La mayor parte del tiempo sabía que Jenny sólo estaba haciendo lo que hacían las hermanas: ponerse de su lado tuviese o no razón. Pero a veces los verdaderos sentimientos de Jenny quedaban bastante claros: en un suspiro sentencioso al final de una llamada telefónica, o una mirada mientras asentía con comprensión y seguía preparando la merienda de sus hijos.

      Helen era una imbécil que lo había tenido todo en bandeja y había jodido su vida en el peor momento posible. Y era justo que lo pensara, y precisamente lo que la propia Helen pensaba.

      Tenía mal genio, y la mala costumbre de pulsar el botón de autodestrucción.

      —¿Estás bien, Hel?

      Respiró hondo, podía sentir el sudor entre sus hombros y el sofoco subiéndole por el pecho.

      —¿Podemos abrir una ventana? Me estoy cociendo aquí.

      —La mayoría de ellas están pegadas por la pintura —dijo su padre. Se levantó—. Abriré una puerta.

      El gato de su padre, un macho blanco y negro que estaba mudando el pelo permanentemente, pasó pavoneándose desde debajo de la ventana. Le enseñó el culo a Helen y se alejó de nuevo.

      —¿Habéis tenido pelotera tú y Paul? —Puso una mano sobre el respaldo de la silla de Helen al pasar a su lado, la levantó cuando ella se giró para mirarle con gesto acusador—. Ya te lo he dicho, Jenny no me ha dicho nada. —Se sentó y empezó a recolocar los libros y revistas sobre la mesa que tenía al lado, aunque ya estaban perfectamente alineados—. No le has mencionado mucho últimamente, eso es todo, y apenas he hablado con él.

      —Está hasta arriba de trabajo.

      —No me refería a eso. —Se reclinó en su silla—. Normalmente cuando llamo y coge él el teléfono charlamos un poco. Sobre el cricket o alguna cosa de la tele. Ahora simplemente te pasa el teléfono lo más rápido que puede. Es... raro.

      —Está muy ocupado —dijo Helen—. A mí apenas me da la hora.

      Era un intento de hacer una gracia, pero algo en su cara debía de haberla traicionado. Su padre asintió, como si la comprendiese.

      —Espera a que vea al niño —dijo—. Ver la carne de tu carne por primera vez te afecta. Lo cambia todo.

      Helen ya estaba levantándose trabajosamente.

      —El cabroncete me está presionando la vejiga —dijo—. ¿Por qué no haces un poco más de té?

      —Hay un poco de ese jabón líquido que te gusta junto al lavabo...

      En el cuarto de baño, bajó el asiento de la taza y se sentó allí unos minutos, esperando a que se calmase el revoloteo que sentía en el estómago, luchando por contener el impulso de ceder y derrumbarse. Ultimamente las lágrimas surgían con demasiada facilidad,


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