En la oscuridad. Mark Billingham
su cara de patata—. Sé que has estado súper ocupado.
—Sí, lo siento, colega. Cosas que arreglar por aquí y por allá. Ya sabes cómo es.
Kelly se inclinó, bajó la voz.
—No, a decir verdad, no lo sé. —Indicó con la cabeza el nido de puestos de trabajo—. Entiendo que no quieras que esta panda sepa tus cosas, pero tú y yo hace tiempo que nos conocemos.
Paul se rió.
—No tiene mucho misterio. Te lo juro.
—Pues cuéntamelo.
—Te informaré en el almuerzo, ¿de acuerdo?
Kelly asintió. Pareció conformarse con eso.
—Tampoco es nada del otro mundo.
Eso le daría a Paul un par de horas para inventarse algo. Una cagada en un caso antiguo que había vuelto a surgir para tocarle las narices, algún lío del que estaba tratando de salir a escondidas, tal vez algún que otro asunto personal que tenía que gestionar.
Kelly era un buen amigo, lo que quería decir que era bastante fácil de engañar.
—¿Cómo está la parienta?
—Bien —dijo Paul volviendo a mirar la pantalla de su ordenador—. Enorme, pero bien.
—¿Todavía estás emocionado o ya has llegado a la fase de «acojone mortal»? —Kelly tenía dos hijos y una esposa que acababa de quedarse embarazada otra vez—. En serio, tío, es mucho trabajo, pero te va a encantar, te lo prometo.
Era un buen amigo, pero había muchas cosas que Paul no le había contado.
—Por cierto, tengo que pedirte quince libras.
—¿Para qué?
Kelly estiró una mano.
—Están organizando una fiesta de despedida para Bob Barker, el viernes de la semana que viene.
Paul buscó los billetes en su cartera.
—¿Dónde?
—Todavía lo están discutiendo. —Kelly cogió el dinero—. Sería más cómodo para nosotros por aquí cerca, pero algunos de los viejos capullos con los que trabajó en la Brigada Móvil están presionando para hacerla en algún sitio al norte del río. Ya te diré.
Paul miró detrás de Kelly y vio al inspector Martín Bescott caminando en aquella dirección, señalándole con la boca abierta, fingiendo sorpresa al verle.
—Ah, sí, quiere hablar contigo —dijo Kelly.
El inspector no iba a ser tan fácil de manejar como Kelly, pero Paul sabía que podía hacerlo. Se levantó y rodeó su mesa, sonriendo. Dijo:
—Supongo que no le valdrá una nota de mi madre, ¿verdad?
Ya había soltado quince libras y se avecinaban diez minutos complicados con su jefe; aun así, no había demasiadas cosas que pudiesen cabrearle aquella mañana.
No con lo que Kevin Shepherd le estaba ofreciendo.
Shepherd le había llamado hacía unos días como un imbécil, como si fuesen viejos amigos o algo. Le había invitado a cenar esa noche en un italiano nuevo con «patatas hechas como es debido» y sin «putas salsas francesas». Así era como solía funcionar: una comida y unas cuantas botellas de vino decente, tal vez un día en las carreras o una noche en algún club o casino, siempre por su cuenta. «No, no, déjatelas en los bolsillos, colega... No seas tonto, colega, pago yo». Pero nada cambiaba de manos, no al principio.
Sólo se dejaban las intenciones claras desde una distancia prudente.
El taxi le había recogido en el mismo sitio que la otra vez. Ray estuvo igual de charlatán, haciéndose el Marcel Marceau todo el camino hasta Shoreditch y lanzándole una mirada peligrosa cuando Paul se bajó del taxi y le dijo que había disfrutado de la charla.
Shepherd le esperaba en una mesa situada en la esquina. Le estaba enviando un mensaje de texto a alguien con el móvil mientras daba cuenta de una generosa copa de algo. Estaba muy relajado, o lo aparentaba muy bien.
—Esto te va a gustar, Paul. —Le pasó la carta, sirvió otra copa de vino—. Cuando nos conocimos, supe que te gustarían sitios como este. Claro que también nos gustan los huevos con patatas en un sitio cutre cuando es otro el que afloja, ¿no? Es la naturaleza humana.
Paul disfrutó de cada bocado de un risotto de setas silvestres y linguini con almejas en salsa picante. Shepherd se quejó de que su pasta estaba demasiado hecha sonriendo con gesto triste al camarero, luego le guiñó un ojo a Paul cuando el camarero se llevó el plato de vuelta a la cocina a toda prisa. Mostró la gentileza correspondiente cuando le cambiaron el plato y la casa invitó a café y tiramisú. Paul intentó parecer ligeramente impresionado mientras pensaba que Shepherd era aún más gilipollas de lo que había creído.
Hablaron de la casa que Shepherd tenía en el Languedoc, y del almacén reconvertido que tenía en los Docklands, los coches que conducía, y los que tenía guardados como inversión. Shepherd intentó sonsacarle algunos detalles personales a Paul, y a Paul le pareció que no había peligro en permitírselo.
Le habló de su piso en Tulse Hill, de su novia y del niño que nacería en apenas unas semanas. Shepherd pareció sinceramente complacido y levantó su copa, bromeando sobre lo mucho que iba a cambiar todo: las noches de juerga, la vida sexual y, cómo no, sobre el dinero que le quedaría a Paul en su cuenta bancaria al final de cada mes.
Ambos dejaron que ese comentario quedase en el aire unos segundos.
Obviamente, no se dijo gran cosa sobre blanqueo de dinero o fraudes en cascada. No hubo mayores intercambios sobre cúteres y disciplina con el personal. Sólo una conversación informal, amistosa, nada de negocios, lo normal en una fase tan delicada de la relación. Hasta que estuvieron fuera, en cualquier caso, esperando en la acera a que apareciese el taxi.
—Esos asuntos sobre los que lo sabes todo —dijo Shepherd. Había encendido un gran puro y le daba vueltas mientras hablaba—, mi teórica relación profesional con los rumanos y esas cosas... son conocimientos especializados, ¿no?
Paul le miró.
—Cierto —dijo. Barajó la idea de utilizar el mismo tipo de lenguaje alambicado que parecía gustar a Shepherd y hablar de «una inteligencia adquirida de forma independiente», pero al final no se molestó en hacerlo—. Sólo lo sé yo, por el momento.
Esa última parte era muy importante.
Shepherd expulsó el humo por la comisura de la boca.
—Yo trabajo con una serie de agentes de policía y personal, y supongo que todos son especialistas en una u otra cosa.
—Parece que no necesitas más —dijo Paul.
Shepherd meneó la cabeza.
—Serías tonto si no amplías tu red de socios cuando tienes la oportunidad. Cada uno pone algo distinto sobre la mesa, ¿no? Es experto en algo.
—Los expertos no suelen ser baratos.
—Uno obtiene aquello que paga, Paul.
El taxi llegó y Shepherd le abrió la puerta. Paul le dio las gracias y las buenas noches, luego indicó con la cabeza a Ray:
—Tienes que decirle que hable menos. Esa cháchara constante empieza a ponerme de los nervios.
—Y encima eres gracioso, cabrón. Eso es bueno. —Shepherd tiró su puro al sumidero. Tenía la piel blanca alrededor de la boca—. Aunque no creo que Ray vaya a mearse de la risa. Verás, un capullo le arrancó la lengua con unas tijeras de podar hace un par de años.
Paul miró a Ray, que se había dado la vuelta en su asiento.
—Dios...
—Claro que reírse no es tan complicado como dar