En la oscuridad. Mark Billingham

En la oscuridad - Mark  Billingham


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le va? —preguntó Theo.

      Su madre se sentó en el borde de un sillón, empezó a limpiarse las gafas en la manga.

      —Bastante bien —dijo—. Mejor, en cualquier caso.

      Angela no estaba rindiendo tan bien académicamente como en la escuela de Kent, llevaba un curso o dos de retraso con respecto a lo que debía a sus diez años. Se alegraban de que, por lo menos, no le hubiese empeorado el asma.

      —Tiene verdadero talento para el arte —dijo la madre de Theo.

      En ese momento, Angela volvió y le pasó un dibujo a Theo por encima de la mesa. Un cielo azul, un mar lleno de peces y un bebé al que aupaban en el aire.

      —¿Esos somos Javine y yo? —preguntó Theo.

      —Puedes colgárselo encima de la cuna —dijo Angela.

      Su madre se puso las gafas y se acercó para ver el dibujo otra vez.

      —Verdadero talento —dijo.

      El teléfono de Theo sonó y logró cogerlo un segundo antes que su hermana.

      —¿Sí?

      —Tienes que estar libre mañana por la noche —dijo Easy.

      —Puede ser complicado, tío. Va a venir Halle Berry. —Angela le hizo una mueca y Theo sonrió—. Lleva semanas suplicándome, ¿sabes?

      —Te recojo sobre las nueve, ¿vale?

      —No sé.

      —Te dejo conducir si quieres. Sé que te mola mi buga, tío.

      —¿Qué pasa? ¿Adonde vamos?

      —Sólo es un favor.

      Angela seguía mirando a Theo.

      —Deja que me lo piense. Te llamo luego.

      —Yo soy el que te hace el favor, T, ¿me entiendes? Es un trabajito. Sólo un par de horas.

      Theo se levantó y se fue al otro extremo de la habitación, bajó un poco la voz.

      —¿Qué trabajito? ¿Por qué siempre te andas con tanto misterio, tío? —Echó un vistazo para ver a su madre girándose y metiéndose en la cocina, y supo que no lo hacía por respetar su privacidad. Sencillamente no quería saber, nunca quería saber nada.

      —Sobre las nueve —dijo Easy.

      —Menudo gilipollas —dijo Paul. Tiró la chaqueta hacia el respaldo de una de las sillas de la cocina y falló, abrió la puerta de la nevera y se quedó mirando el interior, como si no estuviese seguro de qué buscaba—. Que gran, gran, gilipollas.

      Helen echó a correr directa al cuarto de baño, a punto de reventar, y le habló a través de la puerta abierta mientras se aliviaba.

      —Esta noche me has hecho reír, Hopwood —dijo.

      Paul cerró la nevera y salió de la cocina. Sonriendo, miró por el pasillo a Helen.

      —¿Qué?

      —Tomándole el pelo a Graham.

      —No fue difícil.

      Ella se levantó, se limpió y tiró de la cadena.

      —Cuando dijiste que hablar con él probablemente era lo más cerca que habías estado de un asesino en serie, y Katie se echó a reír, pensé que me lo iba a hacer encima.

      Al final habían ido a un italiano que había cerca del pub y, a pesar de la incomodidad del principio, la noche había ido bastante bien. Helen había disfrutado más de lo que lo había hecho en mucho tiempo, y creía que Paul también. Sin duda estaba borracho, pero ella pensó que era buena señal. No recordaba la última vez que se había soltado la melena. Había cantado en el coche mientras ella conducía de vuelta a casa.

      Se apoyó contra la pared y empezó a reírse por lo bajo, dijo «gilipollas» otra vez, cosa que hizo que Helen estallase en carcajadas.

      Le llevó de vuelta a la nevera y sirvió dos vasos grandes de agua. Mientras enroscaba el tapón de la botella, sintió los brazos de Paul alrededor de su cintura, su polla contra su culo.

      —Hola —dijo. Lo sentía canturrearle en el cuello.

      En la cama, intentaron encontrar una postura que funcionase, pero ella pesaba demasiado y él estaba demasiado borracho y torpe. Empezó a soltar tacos y golpeó el colchón con la mano.

      Ella le agarró y le mandó callar.

      —Déjame —dijo, sacudiéndolo más fuerte mientras el gemido trepaba por su garganta; más rápido, hasta que él le apartó la mano de repente y echó a correr, respirando agitadamente, hacia el baño.

      Helen se envolvió en una bata y salió tras él. Se quedó en el pasillo y le vio tirado en el suelo del baño, consciente de que no quería que se acercase demasiado. Cuando por fin terminó de vomitar, se dio la vuelta para mirarla. Se llevó las rodillas al pecho y se cubrió los genitales con una mano. Siguió mirándola mientras volvía a inclinarse sobre la taza, escupiendo una y otra vez.

      CINCO

      —SU DESTINO ESTÁ DELANTE, A LA IZQUIERDA.

      Paul aparcó detrás de un contenedor. Sacó el GPS del parabrisas y lo metió en la guantera.

      —Puta pija.

      El pub estaba un poco apartado en una calle que quedaba entre Charlton Park y Woolwich Dockyard, en la parte más profunda y gris del sudeste de Londres. El río se arqueaba unos minutos hacia el norte. Probablemente se podía ver la barrera del Támesis desde el tejado, y la Cúpula del Milenio, como un wok con patas, dos o tres kilómetros más allá. Había andamios por todo un lado del edificio. Habían cegado las ventanas desde dentro con cubiertas opacas, y en la puerta había un letrero que decía:

      «CERRADO POR REFORMAS».

      Paul dio unos golpecitos en el cristal esmerilado con las llaves del coche. Había una escuela al final de la calle, y podía oír el ruido del patio, niños que graznaban como gaviotas.

      —¿No sabes leer?

      Paul pegó más la cara al cristal.

      —Tengo cita.

      Estaba subiendo la temperatura. Se sacó la cazadora de cuero y se la echó por el brazo mientras descorrían los pestillos.

      Dentro había polvo en el aire, bailando alrededor del cable eléctrico que colgaba de las vigas transversales. Paul lo sentía sobre el dorso de la mano, en la boca, al hablar.

      —¿Qué hay, Clive?

      El enorme hombre negro que le había abierto la puerta hizo un gesto con la cabeza mientras levantaba la trampilla del final de la barra. Apenas cabía por el hueco, tuvo que ponerse de lado.

      —¿Le pongo algo, señor Hopwood?

      —¿Ya habéis enganchado los surtidores?

      Clive se rió y sacudió la cabeza.

      —Tenemos unas cuantas latas aquí abajo. Refrescos y cosas de esas para los obreros.

      Paul le enseñó la bolsa de plástico.

      —He traído unas cosas. —Se acercó a la barra y levantó el papel protector. Parecía muy pulida, pero no era de madera maciza. Había media docena de radiadores de estilo antiguo alineados, esperando a ser instalados. Habían colocado MDF, listo para un suelo nuevo, y había varias cajas de losetas apiladas contra una pared junto con sacos de revoque y molduras para el techo—. Sé que te ha hecho hacer toda clase de cosas a lo largo de los años, Clive, ¿pero te ha puesto como personal de barra?

      —Sólo echo un vistazo —dijo Clive—. Como siempre.

      Por el hueco de una puerta que había al fondo de la habitación, entró un hombre secándose las manos con una bola de papel higiénico.


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