En la oscuridad. Mark Billingham

En la oscuridad - Mark  Billingham


Скачать книгу

      Paul se recostó en el asiento y se tomó unos segundos.

      —Sé que a mediados de febrero de este año tuviste contacto con un hombre de negocios rumano llamado Radu Eliade. —Observó que Shepherd parpadeaba, se ajustaba la corbata—. Acudió a ti con trescientas mil libras que había obtenido mediante una serie de estafas con tarjetas de crédito y débito; necesitaba que se las «limpiases». Que se «las colocases», se las «distribuyeses» y se las «integrases» en el sistema. Creo que esos son los términos técnicos. —Shepherd sonrió. Desde luego, su sonrisa no tenía el encanto de la de su doble del cine—. Sé que tú y varios socios alquilasteis un terreno y un almacén en el norte de Gales y os pasasteis las semanas siguientes de subasta en subasta, comprando equipamiento industrial en efectivo para venderlo una o dos semanas después. Sé que el señor Eliade recuperó su dinero, en perfecto estado y limpio como una patena, y que tú ni siquiera tuviste que cobrarle comisión porque sacaste buenos beneficios vendiendo tus excavadoras y demás maquinaria a pequeñas empresas de Nigeria y Chad —hizo otra pausa—. ¿Qué tal voy?

      Paul había visto cómo cambiaba la expresión de Shepherd mientras hablaba. Se había endurecido de inmediato, mientras el hombre se quedaba allí sentado, intentando decidir si habían pillado a Eliade y este le había echado la mierda encima o si había sido uno de los socios que Paul había mencionado el que le había vendido. Luego cambió: la dulce oleada de curiosidad mientras Shepherd se preguntaba por qué, si de verdad uno de los subinspectores de inteligencia de la policía metropolitana sabía todo aquello, seguía libre.

      Por qué todavía no había dado con su trajeado culo en la cárcel.

      Siguieron en silencio durante un rato, mientras el taxi rugía en dirección norte por Edgware Road hacia Kilburn. Los escaparates de las tiendas se iban volviendo un poco más destartalados, el velocímetro del Mercedes iba disminuyendo.

      —Parece que se está despejando —dijo Shepherd.

      —Eso es bueno.

      —Ya, ¿pero qué me dices de las previsiones a largo plazo? —Shepherd intentó mirar a Paul a los ojos para asegurarse de que había captado su insinuación—. Tal vez debería pensar en pasar un poco más de tiempo en el Languedoc. ¿Tú qué opinas, Paul? Tú eres el que sabe.

      —Depende —dijo Paul.

      El taxi se arrimó a un lado, de repente, y se detuvo junto a unas galerías comerciales de Willesden Lane para recoger a dos hombres.

      —Este es Nigel —dijo Shepherd indicando con la cabeza al hombre que ocupó el asiento abatible al lado de Paul. Era un tipo grande, de unos cincuenta, con el pelo cano engominado hacia atrás, y una expresión que parecía haber sido esculpida a patadas. Paul gruñó un saludo. Nigel, que prácticamente desbordaba el asiento, no dijo nada. Shepherd dio unas palmaditas sobre el asiento que había a su lado—. Y este —llamó por señas al segundo hombre, un individuo bastante menos seguro de sí mismo, con una gabardina color mierda— es el señor Anderson. Es un poco más amigable que Nigel.

      Anderson miró a Paul con los ojos entornados tras sus gruesas gafas.

      —¿Quién es este? —tenía un ligero acento irlandés. No era mucho más amigable.

      Shepherd se echó hacia delante y le gritó al conductor:

      —Vamos, Ray.

      La charla comenzó al arrancar el taxi. Shepherd y Anderson hablaron de una fiesta de gala a la que ambos habían asistido unas noches antes, un triste cómico que solía salir por la tele, pero ya no estaba en su mejor momento.

      —Una porquería, ¿sabes? —dijo Shepherd con una mueca. Sin duda los chistes verdes estaban a la altura de la comida francesa—. Lo peor de lo peor.

      Le preguntó a Paul si tenía familia. Paul dijo que no era asunto suyo y Shepherd le respondió que muy bien.

      —De todas formas, no dan más que problemas —dijo Anderson.

      El taxi se movía con destreza entre el abundante tráfico mientras Kilburn daba paso a las calles más concurridas de Brondesbury. Luego, un poco más lejos, las casas empezaron a encoger y a juntarse al entrar en Cricklewood.

      —¿De qué os conocéis? —preguntó Anderson.

      Antes de que Paul pudiese responder, el taxi abandonó bruscamente la calle principal y, tras unos minutos zigzagueando por calles secundarias, se metió traqueteando por un camino lleno de baches y aminoró. Paul estiró el cuello y vio que se acercaban a un enorme complejo de edificios antiguos, oscuro contra un cielo que apenas empezaba a mostrar los primeros vestigios desvaídos de azul. Podía ver los grafitis y el entramado de grietas y agujeros de todas las ventanas.

      Las depuradoras abandonadas de Dollis Hill.

      El taxi se acercó a las cancelas sujetas por una pesada cadena y un candado. Ray apagó el motor y cogió un periódico del asiento del copiloto. Nigel se movió con la misma despreocupación, y Paul vio caer la cabeza de Anderson al ver aparecer el cúter en la cabeza del tipo.

      El irlandés sonó más cansado que otra cosa. Dijo:

      —Por Dios, Kevin. ¿Tenemos que hacerlo?

      Nigel ya se estaba agachando para sacar una pequeña tabla de madera, de unos 30 centímetros cuadrados, de debajo del asiento de Shepherd. Shepherd se hizo a un lado para hacer sitio mientras Nigel agarraba a Anderson y le arrastraba al suelo del taxi, tirándole del brazo y cargando todo su peso sobre el dorso de la mano del irlandés para mantener sus dedos separados sobre la tabla.

      —Me cago en la puta, Kevin, alguien te ha comido la cabeza —dijo Anderson.

      Nigel presionó la cara de Anderson con más fuerza y levantó la vista, preparado.

      —Con un par de centímetros debería bastar —dijo Shepherd.

      No hubo demasiada sangre, y el ruido quedó muy amortiguado por la alfombrilla. Después, Shepherd se echó hacia atrás y le pasó un pañuelo a Anderson, que lo presionó sobre su mano y, lentamente, se llevó las rodillas al pecho.

      —Ahí va un dedo que no volverás a meter en la caja por un tiempo —dijo Shepherd. Retiró los pies para evitar tener contacto alguno con el hombre que estaba tirado en el suelo y miró a Paul—. Como si no le fuese lo bastante bien. Se ha comprado tres coches nuevos en los últimos dieciocho meses. Puto imbécil.

      —La mayoría de la gente quiere un poco más —dijo Paul—. Es natural.

      Shepherd pensó en ello unos segundos, luego miró su reloj.

      —No te importa buscarte la vida para volver desde aquí, ¿verdad? Tenemos que seguir. No quiero que este le llene la tapicería de sangre a Ray.

      Paul supuso que podía llegar andando hasta Willesden Junction en unos veinte minutos. Al menos si no llovía. Esperó.

      —Mira, te voy a ser sincero, Hopwood —dijo Shepherd—. Todavía hay muchas que no acabo de ver. Sobre ti. Pero hay una o dos cosas que tengo un poco más claras. Lo que sabes, o lo que crees que sabes, por ejemplo.

      —Es comprensible.

      —Pero esta es la cuestión. Conozco bastante bien a unos cuantos polis y observarte mientras Nigel hacía su trabajo ha sido bastante interesante. Verás, algunos polis, hagan lo que hagan, o lo que se suponga que hagan, no habrían sido capaces de quedarse cruzados de brazos y dejar que sucediera. Se habrían puesto a dar brincos, a gritar como locos, a arrestarnos y todo eso. ¿Entiendes lo que quiero decir?

      —¿Y si lo hubiese hecho?

      Shepherd se encogió de hombros.

      —Sería una jodienda, pero no un problema. No creo que el señor Anderson fuese a presentar cargos. Nigel es un tipo reservado y a Ray se la sopla todo. —Se echó hacia delante—. ¿Verdad, Ray?

      Ray dijo que se la soplaba todo.

      —Un par de horas perdidas


Скачать книгу