En la oscuridad. Mark Billingham
si lloraba demasiado fuerte o algo. Como si todo aquello fuese culpa suya.
Sabía lo que ella pensaba en el fondo. Lo que le contaba cada noche por teléfono a la cursi de su hermana. «Lo superará cuando vea al niño». Sí, claro, todo iría estupendamente cuando llegase el puñetero niño.
El niño lo arreglará todo.
La mujer del GPS le dijo que girase a la izquierda y él la ignoró, dio unas palmadas en el volante al ritmo de la música y se mordió la herida que tenía en la cara interna del labio inferior.
Dios, eso esperaba. Deseaba que todo fuese bien más que nada en el mundo, pero no era capaz de decírselo a Helen. Deseaba tanto mirar al niño y quererlo sin pensar, saber que era suyo... Entonces podrían seguir adelante. Eso era lo que hacía la gente, la gente corriente como ellos, aun cuando parecían no tener la menor oportunidad, ¿no?
Pero aquellas miradas y el estúpido tono suplicante de su voz estaban matando todas sus esperanzas poco a poco.
La voz del GPS le dijo que cogiese la primera salida en la siguiente rotonda. Se mordió la herida con más fuerza y cogió la tercera. El destino programado era Kennington, como siempre. No importaba que se supiese el camino del derecho y del revés, porque no era allí a donde iba.
«Por favor, dé la vuelta en cuanto le sea posible».
Le gustaban aquellos viajes, escuchar las instrucciones de aquella zorra estirada e ignorarlas, hacerle cortes de manga. Le preparaba mentalmente para el lugar al que iba.
«Dé la vuelta, por favor».
Estiró la mano, cogió un paquete de kleenex de la guantera y escupió la sangre de la herida.
Hacía tiempo que no hacía lo que la gente esperaba de él.
DOS
—¡BOLA!
—¿A qué coño viene eso?
—Se supone que tienes que gritar, tío. La he mandado al agujero que no es. Así que grito. —Se llevó las manos a la boca y gritó—: Bola, capullos. —Asintió, complacido consigo mismo—. Estas cosas hay que hacerlas bien, T.
Theo se rió de su amigo al ver cómo le miraba la pareja mayor del green de al lado. Levantaron sus palos y echaron a andar calle abajo. No tenía sentido volver a intentar el lanzamiento, había dejado caer una cerca del green. Ya habían perdido media docena de bolas entre los dos.
—¿Y para qué necesitas todo eso?
—¿El qué?
Theo golpeó con un dedo la bolsa que colgaba del hombro de su amigo, una bolsa de cuero azul oscuro, llena de cremalleras y bolsillos con PING bordado en un lado y grabado a lo largo de los mástiles de todos los palos recién comprados que llevaba dentro. Los de madera llevaban enormes fundas de peluche.
—Es un pitch and putt, tío. Nueve hoyos.
Su amigo era más de un palmo más bajo que él, pero macizo. Se encogió de hombros.
—Hay que ir bien vestido, yo qué sé. —Cosa que él hacía, como siempre. Diamantes en ambas orejas y un chándal que combinaba con la bolsa, con un ribete azul claro y deportivas a juego. La gorra blanca lisa que siempre llevaba, sin logo, al igual que todo lo demás—. Yo no necesito llevar marcas —decía cada vez que tenía ocasión— para saber que voy bien.
Ezra Dennison, también conocido como EZ, pero casi siempre como Easy.
Theo caminaba con pachorra a su lado, con unos vaqueros y una cazadora de color gris claro con cremallera. Echó una ojeada y vio que la pareja mayor caminaba en la misma dirección por una calle paralela. Hizo un breve gesto con la cabeza y vio cómo el hombre se giraba rápidamente, fingiendo buscar su bola.
—Esto es agradable —dijo Easy.
—Sip.
El chico más bajo saludó con la mano un par de veces a una multitud imaginaria, haciendo el tonto.
—Easy y The O se acercan al dieciocho, como Tiger Woods y... algún otro tipo, qué más da.
A Theo tampoco se le ocurría ningún otro golfista.
Theo Shirley, The O o simplemente T. Una letra o la otra. «Theodore» en casa de su madre o cuando sus amigos le vacilaban.
¿Cómo va el marcador, Theo-dore?
—No sé para qué queréis tantos nombres —le había dicho su padre una vez entre risas, como siempre hacía antes de soltar su gracieta— si ni siquiera firmáis la tarjeta del paro.
Luego venía aquella mirada de su madre. La que siempre le dirigía cuando se moría de ganas de preguntarle por qué no tenía que ir a firmar el paro.
Easy rebuscó en su bolsa, sacó una bola nueva y la lanzó a los pies de Theo.
—Creo que te toca, viejo. —Levantó una mano—. Nada de fotos, por favor.
Theo sacó su palo de la bolsa zarrapastrosa que le habían dado en la cabaña y golpeó la bola, que se quedó a varios palmos del green.
Diez metros más allá, en el rough, Easy encontró su bola. Se colocó para lanzar, meneó el culo un buen rato y luego la lanzó unos veinte metros por encima de la loma, en medio de los árboles.
—El putting este es un coñazo —dijo.
Caminaron hacia el green. Hacía sol, pero el suelo seguía estando duro al pisar. Theo tenía los cordones de las zapatillas marrones por el agua llena de lodo y varios centímetros de los bajos de los vaqueros empapados por la hierba sin cortar en la que había pasado la media hora anterior.
Estaban casi a mediados de julio y era como si el verano se hubiese quedado encerrado en algún lugar. Theo estaba ansioso por que llegase de una vez. Odiaba el frío y la humedad le calaba los huesos, y a veces le hacía moverse con dificultad.
A su padre le pasaba lo mismo.
Sentados a diez pisos de altura, en su diminuto balcón, enfundados en chaquetas y jerséis, el viejo le dejaba echarse unos tragos de cerveza cuando su madre no miraba.
—¿Ves?, no estamos hechos para el frío. Para el biruje. Por eso nunca verás esquiar a un negro.
Theo siempre se reía con chorradas como aquella.
—Nosotros venimos de una isla. —Para entonces ya llevaba bastante cerveza encima—. Sol y mar, es lo natural.
—Tampoco hay demasiados nadadores negros —decía Theo.
—No...
—Entonces no tiene sentido.
El viejo asentía, pensativo:
—Es una cuestión de flotabilidad natural.
Su padre no tenía mucho más que decir al respecto. Desde luego no lo sacaba a relucir cuando Theo ganaba todas aquellas carreras en los concursos de natación de la escuela. Se colocaba al borde de la piscina y gritaba más alto que nadie, haciendo aún más barullo cuando alguna estirada sentada detrás de él intentaba hacerle callar.
—Sólo porque su chaval nada como si se estuviese ahogando —decía.
El viejo siempre andaba diciendo alguna chorrada hasta que Mamá le decía que dejase de hacer el idiota. Incluso al final, acostado en el sofá, cuando la medicación le hacía delirar.
Easey cruzó el green y empezó a dar golpes sin ton ni son entre los árboles mientras Theo embocaba la bola con un golpe corto. Al mirar atrás, vio gente esperando en el tee de atrás. Estaba empezando a salir del green cuando Easy apareció, se acercó y empezó a hablar, pasándose la bandera de una mano a otra:
—¿Qué haces luego?
—Poca cosa. Ir a ver a Javine, no sé. ¿Y tú?
Easy lanzó la bandera.
—Tengo