En la oscuridad. Mark Billingham
cuello de pico por encima de una camisa estampada, vaqueros de marca y deportivas.
—¿Qué vamos a comer entonces, Paul?
Paul izó la bolsa.
—Paré en esa pescadería de Greenwich que te gusta.
El hombre asintió, complacido, y le pidió a Clive que le pasase un trapo. Habían colocado un par de taburetes mugrientos junto a una mesa montada sobre unos caballetes y cubierta con una fina plancha de polietileno, y utilizó el trapo para quitarle el polvo antes de sentarse. Observó mientras Paul sacaba una hogaza de pan francés, gambas frescas envueltas en papel de periódico, y grandes cucuruchos de bígaros y berberechos. Mandó a Clive al otro lado de la calle a buscar pimienta, vinagre y lo demás, luego se rió al ver la marca de batidos que Paul había sacado de la bolsa:
—¿«Innocent»? ¿Me tomas el pelo?
Comieron con los dedos, tirando las cáscaras a la mesa cubierta de plástico y mojando las gambas en una ración individual de mayonesa. Paul escuchaba mientras su anfitrión le ponía al día.
—Se trata de hacer que garitos como este vuelvan a ser como eran. O lo más parecidos posible, al menos. Con sus barandillas de latón a lo largo de la barra, iluminación de estilo Victoriano, todo eso. Y una bonita terraza de estilo italiano en la parte de atrás.
—¿Un pub de los de antes con una terraza italiana?
El hombre le ignoró.
—Estos sitios los destrozaron hace años, los compraron cadenas. Yo creo que la gente está harta de todo ese ruido y la comida asquerosa y de que todo sea lo mismo. Bares con cerveza belga para pajilleros y pubs temáticos Paddy MacHostias, todo ese rollo. —Se lamió las yemas de los dedos, extendió los brazos—. Esto va a ser lo más parecido que podrás encontrar a un viejo pub como es debido. De los de toda la vida. Te dije por teléfono que era un trabajo de restauración, ¿no? Pero no se trata de restaurar la decoración y todo lo demás. Se trata de una fe duradera en algo. De restaurar un poco de... ¿cómo se dice...?
—¿Espíritu de comunidad?
Le señaló.
—Justo. Además, da un buen dinero, si te digo la verdad. Coges media docena de estos, echas un mes para arreglar cada uno de ellos y se los vuelves a vender a la cervecera. No hay pérdida.
—Pero sigues teniendo los pisos, ¿no? Creía que tenías la contrata para levantar el bloque ese en Deptford.
—Ah, sí, nunca he estado tan ocupado. —Se recostó en la silla, miró a su alrededor—. Sólo tengo que contratar a unos cuantos virutas, chispas, pintores más o lo que sea.
—¿Y... el otro negocio?
El hombre se frotó las manos contra los laterales de los vaqueros, se quitó algo de entre los dientes con la lengua.
—Venga. ¿Desde cuándo hablamos de eso, Paul?
—Sólo preguntaba, colega.
El hombre cogió su batido y se lo acercó a la cara con la etiqueta hacia Paul. Sonrió.
—Hasta que se demuestre lo contrario, Paul. Ya lo sabes.
Paul barrió las cáscaras y los desperdicios de las gambas al interior de la bolsa de plástico, echó dentro las botellas vacías.
—Dijiste que te lo pensarías —dijo—. Lo que te pedí.
—Y lo he hecho. Lo he pensado.
—¿Y qué puedes ofrecerme?
Clive volvía a revolver tras la barra. Le dijeron que sacase la basura fuera y que se mantuviese ocupado.
—No te va a gustar, Paul.
—¿Por qué tiene tanta importancia? Creía que te gustaría darme algunos nombres. No le tienes cariño a ninguno de esos cabrones.
—No se trata de cariño. Se trata de honor.
—¿Lo dices en serio?
—Me estás pidiendo que sea un soplón. —Levantó una mano cuando Paul empezó a protestar—. Al fin y al cabo, viene a ser eso.
—Es un favor —dijo Paul.
—Las cosas nunca han funcionado así entre nosotros —su cara hizo la pregunta antes que su boca—, ¿o sí?
Paul se recostó mientras alisaba la plancha de plástico con las palmas de las manos y tomaba aire.
—¿Y algo más pequeño? Algún detalle.
—Es lo mismo.
—Tengo que darle algo a la poli, por el amor de Dios. Que piensen que todavía trabajo algo.
—En estas cosas no hay grados.
—Vale. Ya lo pillo.
—No puedes ser un poco soplón, igual que no puedes estar un poco preñada. Sólo puedes ser un poco capullo. —Esperó hasta que Paul volvió a levantar la vista—. Lo siento, pero así son las cosas.
Paul asintió, pero había dejado de escuchar. Sabía que no iba a conseguir lo que quería. De repente, se descubrió pensando en Helen, adonde iba a ir hoy.
La puerta de la calle se abrió de golpe y entró un chaval de unos dieciséis años, y hasta arriba. Miró alrededor, confuso.
—¿Se puede tomar algo aquí o qué?
El hombre de la mesa se giró hacia la trastienda, pero Clive ya estaba camino de la puerta, meneando la cabeza y moviendo los brazos delante de él.
—Lo siento, chaval, el local todavía no está abierto.
El chaval empezó a gritar diciendo que la puerta estaba abierta, preguntando si podía usar los servicios, y soltando luego toda clase de amenazas mientras era empujado de vuelta a la calle.
Clive echó los cerrojos de arriba y de abajo y volvió a girarse hacia su jefe.
—Es culpa mía. No volví a cerrarla desde que llegó el señor Hopwood.
La aceptación de la disculpa se perdió entre el estallido del cristal cuando el ladrillo atravesó la ventana y el chirrido de las patas de las sillas contra el suelo de madera. Clive se movió con rapidez para un hombre robusto: ya casi estaba en la puerta antes de que el ladrillo se estrellase a los pies de la barra.
Paul se levantó y fue hasta la puerta para mirar. Vio a Clive cogiendo al chaval por la cazadora cuando intentaba escabullirse entre los coches aparcados.
El hombre de la mesa sacó un trozo de cristal del plástico que tenía delante.
—¿Qué le vas a hacer?
Paul siguió observando mientras Clive empujaba al chaval contra una pared al otro lado de la calle, le apretaba la cara contra el ladrillo gris y le decía algo, pegado a su oreja.
—Lo siento, Paul. —El hombre se levantó de la mesa y se alisó el jersey—. No puedo ser otra persona. —Dio unos pasos hacia donde estaba Paul—. Tú sí puedes. Puedes hacer creer a los demás que eres otra persona. Tienes ese don. Pero yo no.
Al otro lado de la calle, Clive obligó al chaval a arrodillarse lentamente, manteniendo la presión sobre su nuca, haciendo que su cara recorriese cada centímetro de ladrillo al bajar.
Paul podía distinguir la mancha roja a más de diez metros.
—La próxima vez invito yo, entonces. —El hombre se reunió con Paul en la puerta—. ¿Qué te parece un poco de dim sum en la zona oeste? Sé que te gustan esas cosas.
Paul dijo que sonaba bien e hizo un gesto con la cabeza hacia la calle.
—Creo que acabas de perder un posible cliente habitual, Frank.
Cuando Paul se fue, el chaval que había tirado el ladrillo estaba sentado en la acera, escupiendo pegajosos hilos de sangre y gimiendo,