Las pasiones alegres. Pablo Farrés
estaban abiertos como si en vez de mirar quisieran comer, tragar, devorar la nada universal. Su rostro blanco fue un golpe en la boca de su estómago, un golpe que no esperaba. Cuando Boris le pidió a Teiler que se detuviera para enseguida ponerle la bolsa de plástico en la cabeza, Roy compendió que el golpe no era tanto el de enfrentarse a la muerte de Nolan sino al hecho de haberle visto la cara. Incluso, cuando Teiler le puso la bolsa, Roy sintió cierto alivio inexplicable. Después las cosas siguieron su rumbo natural: Teiler volviendo a apretar el cinturón rodeando el cuello, la bolsa que se va llenando de baba y luego va cobrando ese color rojizo debido seguramente a la sangre que Nolan va escupiendo, hasta que ya no hay más movimiento que el de las manos de Teiler abriéndose para dejar caer el cinturón, relajar la tensión de su cuerpo y tomar un nuevo equilibrio para quedarse parado mirando a Boris y preguntarle “¿ahora qué?”.
Intentó calmarse, comprender lo que había sucedido, armarse una narración. Marian no soportaba más la vida que llevaba con él y con Nolan. Le había pedido más de una vez que se deshiciera del chico –en el fondo era un favor que le hacían. Buscó el modo de salir de aquello por otros lados, encontró los brazos amantes de Boris, le exigió lo que Roy no podía darle; y Boris que ya estaba hundido en la rosca pesada de matones a sueldo, perversos con ganas de divertirse y todos los gorditos psicóticos buscando borrarse de sí mismo que daban vueltas por el mercado negro de las memorias artificiales, tenía los medios para complacerla. Así, con Dafoe, contactaron a Teiler y dieron el primer paso matando a Nolan, mientras Roy daba vueltas por Roma en un viaje absurdo que el mismo Boris había planificado. Luego intentaron borrar su memoria, quizás borrar completamente la existencia de Marian y su hijo –no podían eliminar a un gerente de la misma Compañía que les proveía los dispositivos de la memoria entonces lo fueron preparando para aceptar sumiso la extracción. Las cosas no funcionaron del todo bien, la memoria de Roy se empeñaba en encontrar los recovecos mentales por los que resguardar las imágenes que como ruinas quedaban del pasado junto a su mujer y su hijo.
¿Pero ahora qué?, ¿cómo salir de allí? Por más que la forzara, la puerta seguía cerrada. Acaso del otro lado seguían esperando por el fin de la operación. Fue entonces que se dio cuenta de algo. Necesitado y ansioso de buscar en el pasado de Teiler, no había registrado que también había un futuro para él. En la barra de la parte inferior de la pantalla una línea blanca indicaba la carga de la memoria, y una línea gris señalaba lo que faltaba para terminar. El dispositivo contenía entonces todo el pasado pero también todo el futuro de la memoria –una memoria del futuro, una memoria de su muerte más o menos próxima, el artificio extendía sus límites más allá de sí mismo, la memoria engullía cada instante por venir en su propio interior anulando todo instante futuro, haciendo del futuro siempre un museo de lo ya pasado, chupando entonces la vida completa de un hombre reducido a meras conexiones neuronales. El mundo-tumba. Así lo había llamado el mismo Teiler. Un mundo-tumba en el agujero hecho en medio del cerebro.
Roy adelantó una hora el dispositivo y allí estaba Teiler haciendo la operación sobre el cráneo de Roy. La película mostraba un futuro inmediato diferente a lo que había sucedido: en ella Roy no se había arrebatado contra el otro ni se había dejado llevar por el vuelo nocturno de la anestesia hacia el invierno florido de las alucinaciones entregándose manso a la extirpación.
Era raro ver la diferencia entre lo que la pantalla mostraba y lo que efectivamente había sucedido. Era Roy el que debía estar ahora tirado en la camilla y no el otro; en la película, en cambio, Teiler ya estaba terminando la operación.
Adelantó un poco más: mientras Roy seguía dormido en la camilla, el otro parecía moverse como si ya hubiese tenido planeado lo que estaba por hacer. Tomó la memoria artificial de Roy, la puso en la computadora. Buscó al azar alguna imagen de Marian, se bajó el cierre del pantalón y empezó a masturbarse –una y otra vez, toda la tarde de ese día buscando imágenes de Marian y pajeándose a más no poder. Ver a Teiler masturbarse no era fácil –la pichila diminuta entre los colgajos de grasa cayendo hacia adelante y los dedos amorcillados cubriendo toda su extensión para subir y bajar la pielcita–. Aquello sin embargo, también le devolvía –aún a pesar de sí mismo– el halo vertiginoso que la existencia de Marian creaba a su alrededor.
Pero el vértigo respondía a otra cosa: recobrar su memoria en la memoria de otro. Y era extraño, no solo porque entonces la memoria le era extraña, ajena, impropia, no solo porque el acceso a su memoria era por medio de la memoria del otro, sino, por ello mismo, porque la imagen que de Marian habría guardado en el fondo del trasfondo de su cerebro, en verdad, anidaba en el cerebro del otro. El despojamiento era total –sus recuerdos podían existir en cualquier cerebro, salvo en el suyo–; y era entonces como si la paja que Teiler se estaba haciendo frente a la imagen de Marian fuera en realidad una paja dedicada al mismo Roy, una paja que era mensaje de agradecimiento: gracias por Marian, gracias por tus recuerdos.
Teiler eyaculó tres veces, y entre cada paja fue y vino por el espacio mínimo de aquella cueva: preparó un sánguche que se lo embutió rápidamente en la boca y se hizo una paja, fue al baño un rato y al volver se hizo otra paja, se fumó un faso y se hizo otra paja más. Finalmente, durmió un rato, hizo alguna que otra cosa, la película siguió corriendo y entonces sucedió: se escucharon unos golpes contra la puerta y luego un estruendo venido del otro lado, Teiler se dio vuelta y se encontró de pronto con Boris Spakov.
En ese mismo momento, Roy escuchó los mismos golpes y luego el mismo estruendo que recién había escuchado en la memoria de Teiler reproducida en la televisión. Se dio vuelta y se encontró de pronto con Boris Spakov. Los dos planos parecieron volverse indistinguibles confundiéndose en un mismo simulacro de otro simulacro; por un segundo las imágenes de la pantalla parecieron superponerse con el espacio de lo real pero el segundo pasó y eso que era superposición quedó reducido –como una mala definición de la poesía– a mera revelación de lo que está por suceder y finalmente no sucede.
Boris Spakov se sorprendió de encontrar a Roy despierto y a Teiler dormido. Parecía saber que no era así como debían funcionar las cosas. La confusión en su rostro señalaba que había perdido el guión, como si ya hubiera visto las imágenes que continuaban sucediéndose en la pantalla o acaso como si compartiera la misma memoria artificial de Teiler y pretendiendo cumplir su papel de pronto le hubieran cambiado la escena. Sin embargo el desconcierto duró nada.
–¿Vos acá? –dijo Roy.
–¿Me conocés, todavía me recordás? –preguntó Boris.
Roy no llegó a responder.
Boris ya tenía el arma en la mano y dándola vuelta golpeó la culata contra la cabeza de Roy.
7.
Se sabe: en el viaje de la nave nodriza de la Gran Paranoia Universal no hay límite que no fuese el límite relativo de un continuo siempre ir más allá, agregar otra vez un nuevo axioma, una nueva revelación para llenar de mundos el mundo y ya no encontrar ningún mundo-núcleo, primigenio, necesario ni revelado y así entonces llegar al punto en el que uno ya no sabe ni dónde está.
¿Roy?
Ese no es mi verdadero nombre.
¿Roy?
¿Ese es mi nombre?
Bonito nombre: Roy –un punto en el que uno ya no se acuerda ni cómo se llama.
Aquí Roy.
Último llamado.
Nave Nodriza.
Responda. Aquí Roy, último llamado.
¿Aquí?, ¿dónde?
Donde vos quieras, Roy, a esta altura ¿qué importancia puede tener la diferencia entre lo propio y lo impropio, la distancia intransitable que nos aleja de la más cercana intimidad: yo, tú, él, nosotros?
¿Por qué entonces este temblor de viejo alcohólico apapuchado en el calor de los recuerdos de otro –él mismo– que seguramente nunca existió?
Uno siempre puede caminar por el abismo de sí mismo como si hubiese